DescargaDorleta Apaolaza-Llorente
Universidad del País Vasco UPV/EHU
dorleta.apaolaza@ehu.eus
Recibido 01/10/2017 – Aceptado: 09/12/2017

 

Resumen: Desde la segunda mitad del siglo dieciocho La Habana experimenta un cambio económico y social que se verá reflejado en su fisonomía. La ciudad debe cambiar para ser espejo y altavoz de su papel como capital del Caribe y para adaptarse a las nuevas necesidades de control y dar respuestas a los nuevos hábitos y costumbres de la sociedad habanera. La imagen de poder que debía transmitir no solo se tradujo en cambios arquitectónicos sino que, desde una visión holística de la ciudad, se reformó el urbanismo y las costumbres. Los bandos de buen gobierno serán una de las normativas más importantes en estas políticas de las autoridades y espejo de los cambios que se dieron.

Palabras clave: Bandos de buen gobierno / La Habana / urbanismo / imagen de poder / Ilustración

Abstract: Since the second half of the 18th century, Havana experienced an economic and social change that would be reflected in its appearance. The city needed to change to play its role as a Caribbean capital and to adapt to new social control needs, as well as to include spaces for the new social customs of the Havana society. This desire to transmit an image of power caused holistic changes not only to its architecture but also to the urbanism and citizen’s customs. The bandos de buen gobierno would be one of the most important regulations the authorities employed to apply these newly created policies, and so, they are a reflection of these changes.

Keywords: Bandos de buen gobierno / Havana / urbanism / Enlightenment / image of power

 

En la segunda mitad del siglo dieciocho La Habana comienza a mostrar de manera más clara la imagen de poder y prosperidad que alcanzará en el siglo diecinueve, de hecho, Cuba fue una pieza clave dentro de las reformas borbónicas que se desarrollaron a lo largo de este siglo en América (Kuethe, 2014). Las reformas administrativas y el crecimiento económico que se dieron desde 1763 iniciaron la transformación de la capital habanera en una metrópoli moderna que transmitiera la imagen de poder que una ciudad de sus características debía tener (Santamaría García y García Álvarez, 2004). Los gobernadores del periodo irán dotándola de las herramientas necesarias para poder cambiar su fisonomía a la de la capital que estaba llamada a ser, con transformaciones que mejoraran su habitabilidad y construyendo nuevos espacios arquitectónicos y urbanos que, además de mejorar su imagen externa, dieran respuesta a las necesidades del nuevo estilo de vida que trajo el cambio social que se vivió. El poder no sólo debía mostrarse en grandes edificios con bellos diseños y materiales nobles, la ciudad es un ente orgánico que debía ser reformada en todos sus aspectos, tanto arquitectónicos y urbanísticos, como de comportamiento de sus habitantes.

Recordemos que el poder visual de la imagen reside en su poder semántico, la valoración de la arquitectura no sólo se centra en su belleza formal, sino que se construye en función de los símbolos que guarda (Navareño Mateos, 1996). El urbanismo y la arquitectura en sí mismos son una propaganda para el gobierno ilustrado: orden y claridad, racionalidad, sobra lo superfluo y se persigue lo esencial (Reguera Rodríguez, 1992). Las piedras y los espacios son expresiones visibles de ideas, verdaderos altavoces de comunicación, y La Habana distaba mucho de ser el canal comunicativo adecuado para una de las capitales más importantes del Caribe. Por eso será en estos años cuando se aceleren las reformas para construir una imagen de ciudad moderna, próspera y bajo control de la Corona.

Las reformas urbanas ilustradas han de entenderse desde el ejercicio del poder que se da en las ciudades según las nuevas corrientes políticas y administrativas, que no pueden entenderse plenamente sin tomar en consideración la nueva ciencia de la policía que se reafirma en este siglo (Fraile, 1997). Su definición es compleja por su amplio desarrollo cronológico. En el siglo dieciocho esta ciencia estaba asociada al buen gobierno de la población, sin las connotaciones netamente coercitivas que tiene el término policía hoy en día, y siempre entendida desde la visión ilustrada del gobernante que educa y guía a su pueblo para conseguir orden y felicidad, concebida esta última en su sentido ilustrado: como sinónimo de progreso económico (Álvarez de Miranda, 1992, p. 287; Martí, 2012; Anguita Cantero, 1996; Malagón Pinzón, 2006). Una de las definiciones del concepto de policía más completas es la que da uno de los tratadistas más importantes de dicha ciencia, Johann Heinrich Gottlob Von Justi, quien consideraba que comprendía las leyes y reglamentos que concernían al interior del Estado, afirmando su poder pero haciendo buen uso de su fuerza para asegurar la felicidad de los ciudadanos y su comodidad y subsistencia, siempre imperando el orden establecido (Jordana de Pozas, 1961). El ilustrado Tomás de Valeriola, explicando cómo ha de trabajar esa ciencia, expone que debe ocuparse de los asuntos que afectan a la vida diaria de la población, lo que implicaba una presencia continuada y diversificada de la acción del poder sobre la comunidad (Vallejo, 2008). Esto es, con una clara intención disciplinadora impositiva apegada a la realidad y controlando el detalle, la ciencia siempre trabajaría en dos ámbitos que se entienden como uno, aunque estén diferenciados: el estatal y la ciudad como marco de convivencia (Pihlajamäki, 2002). El gobierno individual de ambos siempre estaría íntimamente relacionado, ya que la segunda era una suerte de espejo en el que se reflejaba el primero, lo que cargaba más, si cabe, de contenido semántico la ciudad.

Consecuentemente, el espacio, y por tanto el urbanismo, adquirió una mayor relevancia, siendo una de las claves de las reformas borbónicas: conocerlo para controlarlo. El espacio debía ser conocido, estudiado y controlado para poder explotar sus recursos y asegurar su control, y los antiguos diseños debían renovarse por falta de funcionalidad (Murray, 2008). Las nuevas estrategias exigían una reorganización administrativa no sólo del Estado, sino del mismo uso del espacio, y la ciudad sería la pieza clave. El nuevo concepto de aspecto público entenderá como necesario un cambio en el que se veían involucrados tanto el urbanismo como la arquitectura, pero en este intento por lograr el ideal de ciudad también será necesario lograr un orden público que garantice la convivencia social y la implantación de una cierta comodidad en la vida diaria, con nuevas estructuras y servicios urbanos (Anguita Cantero, 1997, pp. 103-118; Hernández Franyuti, 2005).

Por ello, debemos entender la imagen ciudad desde una visión holística, donde la arquitectura, el urbanismo y las actitudes de la población se funden, porque están intrínsecamente unidas. Claramente, el hombre está influido por el lugar que ocupa y, a la vez, modifica. Se establece una vinculación entre la organización del espacio social de la urbe y el comportamiento que se aspiraba que tuvieran los habitantes (Sidy, 2011). El espacio urbano no es sólo morfología, sino que desempeña unas funciones políticas y es, sobre todo, percibido subjetivamente en tanto que es un espacio vivido (Fraile, 1990). Esa influencia del espacio será utilizada por las autoridades para reflejar ese orden nuevo que quieren instaurar (Anguita Cantero, 1997, pp. 103-118).

Esto es, el espacio influye en los habitantes en una simbiosis, por eso se quiere lograr una ciudad que sea reflejo del orden que se quiere instaurar. Por ello, no se han de ver las reformas solamente desde un punto de vista meramente pragmático, sino que en muchas ocasiones existe un doble nivel de lectura implícito que dota de una fuerte carga utópica a los cambios. Aunque muchas de estas ideas no saltaran más allá del papel, al chocar con frecuencia con la mentalidad tradicional del Antiguo Régimen (Calatrava, 1999, pp. 135-136). Sin embargo, no hemos dar lugar a equívocos, esta intención utópica no puede cegar la función pragmática que tenían muchos teóricos del urbanismo ilustrado, puesto que aunaban en ellos reflexiones de otras ciencias como la medicina o economía. De hecho, los cambios urbanísticos estarán intrínsecamente relacionados con las ideas de salud pública y la higiene; de ahí que se cree una vinculación entre la limpieza, el orden y la preocupación estética con la salud pública y la moral (Alzate Echeverri, 2007, pp. 75-76). Por ejemplo, el trazado urbano se adaptaba para permitir el movimiento continuo del aire para purificarlo, recuperando a los tratadistas clásicos que defendían la simetría, el orden y la regularidad (Salas Cuesta y Salas Cuesta, 2005).

Estas teorías y ansias reformistas se concretaron en las ciudades hispanoamericanas con mejoras en la habitabilidad —saneamiento, iluminación, pavimentación— y nuevos diseños urbanos que mostraran el poder absoluto de la administración que se quería reforzar (Gómez-Ferrer Bayo, 1987-1990, Morse, 2002), además de unas políticas de control centradas cada vez más en el detalle para cambiar los hábitos cotidianos de la población (Sidy, 2011). La Habana fue una de las capitales donde el cambio pudo verse de manera clara desde el mandato del conde de Ricla, en 1763. Se vive desde entonces un auge urbanístico en toda la isla, pero sobresale el empeño por adecentar y adecuar la ciudad a la imagen que debía tener la capital de la que llegaría a llamarse la “perla de las Antillas”. Estos cambios pudieron darse gracias al crecimiento económico proporcionado por la puesta en marcha del sistema de comercio libre con el real decreto de octubre de 1765 y el situado, la transferencia de capital que cada año se hacía desde México (Kuethe, 1990, 1998). A partir de 1792, tras la ruina de Saint Domingue y las reformas comerciales posteriores, Cuba se convertiría en la primera productora y exportadora de azúcar de caña del mundo en las décadas sucesivas (Santamaría García, 2005).

La Habana, como protagonista principal e imagen de Cuba, será reflejo de este desarrollo económico, de las reformas ilustradas y de las nuevas teorías políticas y urbanísticas. En esta época se diseña una ciudad cuya carga semántica claramente explique la imagen de poder que tenía dentro de la Corona y en el Caribe. Para lograrlo, varios son los ejes que marcarían este proyecto. Era necesario un programa de construcción de fortificaciones para convertirla en una plaza inexpugnable a conquistas que comenzaría nada más recuperarla de manos inglesas en 1763 con la llegada del conde de Ricla. Así, se llevó a cabo la construcción y ampliación del castillo del Morro, de la Real Fuerza y de la Punta, la fortaleza de San Carlos de La Cabaña, el Castillo del Príncipe y el Castillo de Atares, entre otros (Pérez Guzmán, 1993). Aunque las construcciones militares protagonizaron la mayor parte del auge y presupuesto constructivo, las construcciones civiles eran otro de los puntos clave en el nuevo diseño urbano, y fueron ganando en importancia hasta convertirse en la prioridad en el siglo diecinueve.

El punto de inflexión en los proyectos de arquitectura civil vino de manos del marqués de La Torre, con su llegada en 1771 se acomete el primer gran plan de mejora urbana. Su proyecto más ambicioso fue la ampliación de la Plaza de Armas, en cuyos cuatro frentes se situarían la Aduana, el Cuartel, la Casa de Gobierno y la Casa de Correos, siguiendo la línea arquitectónica de esta última, ya construida. La plaza, epicentro de la escenografía del poder político (Lejeune, 2011), debía ser reflejo del nuevo poder de los capitanes generales. Sólo el Palacio de gobierno fue comenzado, pero realmente fue levantado por el gobernador Ezpeleta (1785-1789) e inaugurado por Luis de Las Casas (Amores Carredano, 2000, pp. 389-412). Ya en el siglo diecinueve, concretamente en 1827, se construiría el Templete de Antonio María de la Torre, y tras la construcción de la nueva cárcel en 1835 los bajos de la Casa de los Gobernadores dejaron de servir de calabozos y pudo realizarse una remodelación, revitalizando estéticamente la plaza. Sin embargo, poco tiempo después, los nuevos paradigmas urbanos que abogaban por una configuración multicéntrica del urbanismo articulado en varias ágoras significaría la paulatina e inexorable pérdida de la importancia política que tuvo la plaza para los gobernadores del siglo dieciocho y primeras décadas del diecinueve (Amigo Requejo, 2014b).

Al mismo tiempo de estos proyectos, los nuevos hábitos de una clase social cada vez más adinerada exigían nuevos espacios de socialización y ocio, construyéndose en estos años los dos lugares más importantes para ello: el teatro y los paseos. Estos últimos eran verdaderos escaparates humanos de orgullo local, donde las calesas y volantas mostraban la elegancia y la condición social y económica de los paseantes. La Alameda de Paula y la Alameda de Extramuros se iniciaron en la década de 1770, con importantes mejoras en la década de los noventa (Luque Azcona, 2009). El primer teatro habanero fue fundado por el marqués de la Torre bajo el nombre de El Coliseo, pero a pesar de comenzar su andadura con un relativo éxito en poco más de diez años decayó llegando a cerrarse (Amigo Requejo, 2014a; Hernández González, 2009). Durante el gobierno de Luis de las Casas se aprobó la construcción de un nuevo teatro, El Principal, pero tras continuos problemas y cambios de diseño, y con la iniciativa de Tacón por construir El Coliseo a extramuros de la ciudad, cayó por completo en el olvido frente al éxito que tuvo el del gobernador del siglo XIX (Amigo Requejo, 2014a).

Contemporáneamente, se desarrolló todo un programa urbanístico para adecuar la capital a las nuevas necesidades habitacionales que una ciudad moderna debía tener. Este programa debía ir irremisiblemente unido a un mayor control de la población y un cambio en las actitudes de los habitantes, otro de los ejes de las políticas que se dieron en la época. Dentro de las nuevas estrategias de control, más incisivas y detallistas, estará la creación de nuevas figuras de autoridad para poder controlar de manera más rigurosa e individualizada a la población. El conde de Ricla (1763-65) creó los comisarios de barrio, que no sólo se centraban en el control y vigilancia sobre los vecinos, sino también eran los encargados de velar por la salubridad y limpieza de la ciudad, del adecentamiento del casco urbano… Sus funciones abarcaban un amplio espectro de materias urbanas, al haber sido creados como la autoridad más idónea para poder llevar a cabo los cambios urbanos y actitudinales necesarios para modernizar La Habana y adaptarla a los nuevos tiempo (Apaolaza Llorente, 2015).

Una de las normativas clave para entender esta visión de control y las reformas emprendidas en esta época serán los bandos de buen gobierno. Según el Derecho Indiano, son decretos o autos de la autoridad local competente –virrey, gobernador, corregidor– que acaban siendo denominados “bando” por el acto de su publicación (Dougnac Rodríguez, 1998 (2ªed.), p. 184-185). La expresión que define su temática, “buen gobierno”, da lugar a márgenes de imprecisión en la materia que pueden llegar a abarcar, por lo que en ellos encontraremos innumerables cuestiones del gobierno local. Tau Anzoátegui, en su obra que aún hoy es referencia para su estudio, Los bandos de buen gobierno del Río de la Plata, Tucumán y Cuyo (época hispánica) (2004), nos ofrece una definición que nosotros adoptamos:

(…) un mandamiento de la autoridad competente dirigido a todos los vecinos y habitantes de la ciudad y su jurisdicción, que contiene un conjunto articulado de disposiciones sobre diversas materias relativas a la vida local, que se daba a conocer públicamente a toda la población. (p. 17)

A pesar de que su existencia es anterior al siglo dieciocho, será ahora cuando experimenten un desarrollo cuantitativo y cualitativo, generalizándose en la América hispana como una de las normativas urbanas más demandadas, una generalización que se dará en Cuba a partir de la segunda mitad del siglo. Sus características los convierten en una de las herramientas más idóneas para incidir con mayor detalle en aquellos comportamientos o características urbanas que debían ser cambiadas. El hecho de no necesitar refrendo real los dotaba, en tierras americanas, de una inmediatez que ayudaba a que sus específicas normas pudieran ser aún más detalladas y actuales, acomodándose a las características propias de su contexto territorial((Esta característica está comprobada por varios historiadores: Escobedo Mansilla, 1995; Tau Anzoátegui, 2004, p. 58. En concreto en Cuba, el Consejo responde al envío del bando de buen gobierno del gobernador Antonio María de Bucareli mostrando claramente que no se necesita aprobación real para su publicación. Archivo General de Indias [=AGI] Sto Domingo, 1365.)). Este carácter popular, en el sentido de encargase de las normas que afectaban a lo cotidiano, se subrayaba al ser su destinatario toda la población, sin importar raza o rango social, lo que lo convertía en una de las normativas que toda autoridad local debía conocer y todo poblador debía acatar.

Las autoridades con competencia de justicia y policía eran las encargadas de dictarlos. En el caso de Cuba, serían el gobernador de La Habana y el de Santiago de Cuba en sus respectivas jurisdicciones, pero aunque su bando fuera enviado a todas las autoridades del territorio, el derecho local indiano permitía a otras autoridades de la jurisdicción el publicar los suyos propios. Este hecho se debe al concepto de localización que existía según Derecho en la normativa indiana: al reconocer la Corona la capacidad de los cuerpos políticos locales, las leyes de jurisdicción real debían ajustarse a las condiciones del contexto local de aplicación (Agüero, 2013, pp. 91-120). En consecuencia, en Cuba encontramos bandos de los tenientes de gobernador y alcaldes ordinarios de las villas que no fueran capital de tenencia de gobernación, quienes tenían competencias delegadas de justicia y policía. De esta forma, se conseguía adaptar con mayor detalle la normativa a la realidad local, aunque siempre respetasen las normas decididas por su autoridad superior((Así aparece en las cartas enviadas a tal efecto por los gobernadores a sus autoridades locales. Circular del gobernador Unzaga junto a su bando de buen gobierno, La Habana, 19 de enero de 1778. AGI, Cuba, 1265.)).

Su temática será muy amplia, al querer regular con detalle innumerables aspectos de la vida cotidiana de la población urbana. Siguiendo la visión holística que hemos defendido hasta ahora, no sólo encontramos regulaciones sobre la construcción de las casas, sino también sobre tránsito, adecentamiento de calles, limpieza, religión, moral, vigilancia de los individuos díscolos… Esto es, se quieren cambiar tanto el urbanismo y aspecto público como el comportamiento de la población y el control ejercido sobre ella. Este detallismo que muestran es reflejo de un Estado disciplinador que quiere rediseñar los patrones conductuales de la población para adaptarla a sus nuevos esquemas, lo que requiere que se aumente el control social introduciéndose la normativa aún más en el ámbito privado de los súbditos (Kluger, 2005, Barreneche, 2001, p. 44). Este carácter los convierte en una herramienta documental de primer orden para el estudio de los cambios urbanos que se dieron en el continente americano, como prueban los muchos trabajos sobre temática social y urbanística que los han tomado como fuente((Sirvan de ejemplo estos trabajos: Alzate Echeverri, 2007; Amadori, 2004; Castro Arroyo, 1984; Cortés Zavala, 2009-2010; Sidy, 2011.)).

En La Habana su importancia queda confirmada por el interés y confianza que mostraron sus gobernadores por ellos. En la segunda mitad del dieciocho todos los gobernadores publicaron el suyo propio: Bucareli en siete de abril del 1766((AGI, Sto Domingo, 1365.)), el marqués de la Torre en cuatro de abril de 1772((Archivo Histórico de la Ciudad de La Habana, Actas capitulares del Ayuntamiento de La Habana, t. 38, anexo.)), Navarro en diecinueve de diciembre de 1777((AGI, Sto Domingo, 1431.)), Unzaga en veintiocho de marzo 1783((Archivo Histórico Nacional, Consejos, 20918.)), Ezpeleta en uno de febrero de 1786((AGI, Sto Domingo, 1431.)), Luis de Las Casas en treinta de junio de 1792((Ejemplar conservado en la Biblioteca Nacional José Martí.)) y Santa Clara en veintiocho de enero de 1799((Archivo Nacional de Cuba, Asuntos Políticos, leg. 255, exp. 29.)). En el siglo diecinueve, antes de que el nuevo derecho penal los sustituya por otro tipo de normativa, fueron publicados los de Someruelos en nueve de marzo de 1811((El ejemplar consultado se conserva en la sección Libros Raros de la Biblioteca de la Universidad de La Habana.)), Cagigal y Martínez en ocho de octubre de 1819((Ejemplar conservado en la Biblioteca Nacional José Martí.)) y Dionisio Vives en veintidós de julio de 1828((El ejemplar consultado se conserva en la sección de Libros Raros de la Biblioteca de la Universidad de La Habana.)). En este trabajo, planteamos un estudio cualitativo-comparativo de todos ellos, demostrando cómo su análisis nos ofrece un referente para conocer los cambios acaecidos en el desarrollo urbano que se dio en la capital durante la época al ser considerados una normativa clave por parte de las autoridades.

En esta comparativa se muestra cómo, si bien siempre la seguridad pública tuvo un peso importante en el articulado, las medidas urbanísticas ocuparon un porcentaje nada desdeñable de artículos, demostrando el papel crucial que se le dio. El gobernador que menor porcentaje dedica es un 29% y algunos incluso dedican casi la mitad de su bando a ello, como José de Ezpeleta. La rica visión que nos ofrecen deriva de su gran detallismo, de hecho, se advierte un paulatino aumento en la precisión con la que se definen los comportamientos que quieren ser regulados. Como un claro ejemplo tenemos los bandos de los gobernadores Luis de Las Casas y Santa Clara con 82 y 104 artículos cada uno respectivamente.

Con su estudio descubrimos los pilares de aquellas reformas ilustradas que se creyeron necesarias realizar para transformar la fisonomía urbana: se ahondaba en la limpieza e higiene de las calles, se prestaba atención a la construcción y el adecentamiento del aspecto de los edificios, y, sobre todo, se daba importancia al tránsito de las calles, prueba de los nuevos usos del espacio público. En todas las medidas se vislumbra el intento por cambiar las actitudes de los habitantes respecto la ciudad y su vida diaria en ella. Podemos demarcar algunos ejes principales al comparar los distintos bandos de la época, pero todos los temas están íntimamente relacionados, considerando que se ha de cambiar de manera global la urbe.

La limpieza de las calles era crucial, a tenor de la documentación y las críticas de viajeros. Un problema que, por lo menos a lo largo del dieciocho, no se llegaría a solucionar, como demuestra la crítica que hace Alexander von Humboldt en 1800 en su obra Ensayo político sobre la isla de Cuba (en su reedición de 1960).

Las calles son estrechas en lo general, y las más aun no están empedradas…Durante mi mansión en la América española, pocas ciudades de ella presentaban un aspecto más asqueroso que La Habana, por falta de una buena policía; porque se andaba en el barro hasta la rodilla; y la muchedumbre de calesas o volantas, que son los carruajes característicos de La Habana; los carros cargados de cañas de azúcar, y los conductores que daban codazos a los transeúntes, hagan enfadosa, y humillante la situación de los de a pie. El olor de la carne salada o del tasajo apestaba muchas veces las casas y aun las calles poco ventiladas. Se asegura que la policía ha remediado estos inconvenientes y que ha hecho en estos últimos tiempos mejoras muy conocidas en la limpieza de las calles. Las casas están más ventiladas y la calle de los Mercaderes presenta una hermosa vista. Allí, como en nuestras ciudades más antiguas de Europa, un plan de calles mal hecho no puede enmendarse sino muy lentamente. (pp. 99-100)

Los testimonios y documentos muestran cómo la ciudad tenía un serio problema de suciedad y de recogida de basuras y materiales de desecho. En la época aumentan no sólo los artículos sobre este asunto, sino también se dictan numerosos bandos puntuales sobre el tema. La recién creada figura de los comisarios de barrio también tendrá un papel reseñable en asegurar el cumplimiento de las medidas, mismamente, en su reglamento aparece claramente reflejado que deberán velar por “la salubridad del aire, la pureza del agua, la buena calidad de los alimentos y remedios”((Artículo veintiuno del reglamento de policía u ordenanzas de comisarios de barrio publicado por el conde de Ricla en veintiuno de noviembre de 1763. AGI, Sto Domingo, 1378.)).

Las medidas referidas a la limpieza se centran en eliminar a los animales que son foco de infección, y la desaparición de la suciedad en las calles que no sólo provocaba problemas de salubridad sino también entorpecía el tránsito, dañaba la imagen pública de la ciudad y, no menos importante, con el arrastre de las lluvias podía terminar en la bahía llegando a colmatarla. Esta última preocupación era constante por el incremento sustancial del tráfico naval: si en 1765 entraban al puerto tres o cuatro buques al año, en 1793 son cientos. De ahí que se limpiara la bahía periódicamente para prevenir poner en riesgo este pilar económico((“Junta celebrada el día 23 de noviembre de 1772 sobre escoger los medios más oportunos para atajar los perjuicios que recibe la bahía de las arenas y tierras que se introducen en ella” AGI Cuba, 1228.)).

A nivel sanitario se prohíben los animales sueltos y se advierte un especial cuidado por los cerdos, ya que eran considerados un mayor foco de infección. De hecho, hay quejas por los lugares elegidos para su cría puesto que producían verdaderos problemas de salud pública, como el basurero((Carta del ayuntamiento de La Habana al gobernador Someruelos pidiendo que se prohíba la salida de basuras por la puerta nueva y la cría de los cerdos en las inmediaciones de la ciudad y el basurero. La Habana, mayo de 1810. AGI Cuba, 1628.)) o la zona de extramuros de San Lázaro destinada al entierro de los infieles, donde no pocas veces los cerdos habían llegado a comer cadáveres, con lo que eso implicaba a nivel sanitario al estar destinados a consumo humano los animales((Correspondencia entre Someruelos y Nicolás del Valle y José Agustín del Junco, julio-agosto de 1809. AGI Cuba, 1680.)). Otros animales que causaban problemas en la ciudad eran los perros callejeros, pero en los bandos se quiere diferenciar entre éstos y los que eran usados por los dueños con algún fin, por ello se distingue a estos perros “útiles” de caza o mastines y se permite que salgan a la calle siempre que fueran convenientemente atados. El gobernador Ezpeleta va más allá y considera que éstos tienen que estar dentro de las casas o sus lugares de trabajo, y solo deja salir a la calle “los finos de que gustan muchas personas” (art. 36). Lo que nos recuerda cómo los perros también eran una distintivo de estatus en una sociedad claramente jerarquizada: un perro como objeto costoso de lujo indicaría la posición social del individuo.

Otro de los problemas sanitarios de envergadura era la mala canalización de agua, que aún entonces se realizaba mediante la zanja. En los bandos se aprecia cómo era una de las zonas más vigiladas de la ciudad, de hecho, la documentación de la época muestra un número nada desdeñable de detenciones por su mal uso u órdenes recordando a las autoridades que deben patrullar para vigilarla convenientemente(( “Instrucción para las patrullas de dragones que se destinen fuera de la plaza”, año 1772, AGI, Cuba, 1228.)). En ellos se recuerdan las normas mínimas para mantener la zanja limpia: no se podía utilizar para otra cosa que no fuera tomar agua para el consumo humano, prohibiéndose el baño y lavar ropa, animales o vehículos. Un ejemplo del detallismo de la norma, y que sobre todo nos ofrece una imagen de los problemas que siguió padeciendo la población en el suministro de agua, lo tenemos en el gobernador Vives, quien directamente especifica el lugar adecuado para recoger agua: la zanja y el foso inmediato al arsenal. Avisando que el resto de los fosos están contaminados (art. 37 de las “Adiciones al bando”). Estas complicaciones no se solucionarían hasta que la zanja fue reemplazada con la construcción del acueducto de Fernando VII en 1835, facilitando por fin una canalización salubre (Elso Alonso, 1985).

La limpieza de las calles tenía dos enemigos: las malas prácticas en la limpieza y el uso indiscriminado que se había estado haciendo del espacio público como si fuera privado. Los malos hábitos de la población se intentaron cambiar haciendo obligatorias algunas tareas de limpieza, como era el barrer los aledaños de la casa propia o no arrojar basuras o aguas fecales a la vía ni por los conductos pluviales –lo que empeoraba aún más las malas canalizaciones– sino llevarlas a los parajes señalados para ser eliminadas. Una obligación que tenían todos aquellos que vivieran en la zona, incluidos los que estuvieran bajo régimen de alquiler, como bien les recuerda el gobernador Luis de Las Casas en su bando. Este gobernador incluso amplía la obligatoriedad a la basura ajena que pudieran encontrarse los vecinos en la calle, apelando, en cierta manera, a la responsabilidad social (art. 57).

La limpieza era crucial para cambiar la imagen de la ciudad y asegurar la salubridad, por eso en estas décadas se hicieron los primeros intentos por desarrollar un servicio público de recogida de basuras. Sería Ezpeleta el primero que intentara instaurar uno, sufragado con un impuesto que también iría destinado al nuevo sistema de alumbrado. Con este servicio los vecinos sólo tenían que depositar enfrente de sus casas la basura que sería recogida por el carro municipal que recorría las calles a este propósito (Amores Carredano, 2000, pp. 374-379). Sin embargo esta propuesta no fue exitosa, de hecho durante la gobernación de Santa Clara se volvió a tener que recordar a los vecinos que debían sacar ellos mismos la basura a los parajes extramuros señalados a tal propósito((Carta de Las Casas al ayuntamiento sobre alumbrado y limpieza de las calles. La Habana, 30 de diciembre de 1792. AGI Cuba, 1460.)).

Para lograr recuperar el espacio público que se había perdido por su mal uso, por parte de los vecinos, se hizo hincapié en recuperar los aledaños de los talleres que los artesanos habían estado utilizando como si fueran propios. Así, se les prohibía hacer fuegos, dejar sus materiales en la calle o trabajar en el exterior en lugar de en su propio establecimiento, por ejemplo, se obliga a fijar los aserraderos a extramuros. El problema debía de ser común, ya que las medidas aparecen en todos los bandos e incluso encontramos algunas destinadas a que los artesanos no impidan al resto de sus vecinos el uso de las puertas de la calle. Desde el gobernador Ezpeleta (art. 30) se es muy tajante en referencia a la prohibición del uso del espacio público por parte de estos talleres, en sintonía con las nuevas necesidades del aumento de vehículos por razones de ocio y comerciales. Con el tiempo, la normativa se vuelve más minuciosa, detallando incluso los lugares más apropiados para tener los materiales. Las tiendas que se situaban en las paredes de las calles también serán prohibidas persiguiendo el mismo objetivo, y desde el bando de Luis de Las Casas sólo se permitirán en los portales de la plaza del Mercado (art. 51).

Recuperar el espacio público significaba mejorar la habitabilidad y el aspecto de las vías, era una manera de ampliar las calles angostas de la ciudad ante la imposibilidad práctica de reconstruir todos los edificios abriendo las calles. El aspecto exterior de los edificios también se consideró vital para conseguir este propósito, y se dictaron normas que mejorasen el aspecto de los mismos, primando las fachadas rectas y limpias, más del gusto de la estética arquitectónica del momento y muy necesarias dentro de las nuevas ideas de higiene urbana. Un ejemplo lo tenemos en la medida dictada por Ezpeleta en 1786 que obliga a quitar las ventanas voladas o cualquier saledizo que no guarde la línea de la calle((Esta reforma no aparece en su bando de buen gobierno, sino en un bando específico sobre el tema publicado en La Habana a veintiocho de marzo de 1786. Amores Carredano, 2000, pp. 374-379.)) y que recuerdan los bandos desde Las Casas (art. 52 y 53).

Los intentos de la época por adecuar la ciudad a la nueva estética imperante en las grandes capitales también se observan en los bandos, como nos recuerda Luis de Las Casas cuando ordena establecer a extramuros los cabildos: “los solares ocupados con ellos merecen ser fabricados de modo que adornen o completen la población” (art. 39). De hecho, el Papel Periódico de La Habana, fundado durante su mandato, era altavoz de las críticas de esos años en contra de las ornamentaciones barrocas, defendiendo lo funcional (Philippou, 2014). En consecuencia, se aumenta el control sobre el aspecto de los edificios con medidas como los artículos que exigen solicitar licencias de obra para cualquier edificación o reconstrucción de un edificio, obligando a que el comisario de la obra revise la obra tras el visto bueno por parte del arquitecto de la ciudad y el síndico del ayuntamiento. Santa Clara es claro a la hora de mostrar la necesidad de la mejora urbanística cuando se refiere a los edificios en mal estado que no estaban en consonancia con la nueva imagen, dando sólo un plazo de dos meses para que los dueños de “solares, casas de embarrado y bajareques” los construyan sólidos, “para el mejor adorno y aumento de las habitaciones” (art. 81). Una política constructiva que también se dio de manera general en el resto de territorios americanos (Murray, 2008).

Dentro de las reformas del espacio público, el adecentamiento y la seguridad en las calles tendrían un papel principal, por ello dos de las grandes preocupaciones de las autoridades fueron la instauración de un alumbrado y la pavimentación de las vías. La mejora de la iluminación nocturna, intentando emular otras ciudades con un sistema ya instaurado, tenía entre sus funciones principales el mejorar el control sobre la población durante el horario nocturno. Las salidas nocturnas después del toque de queda estaban estrictamente reguladas, debiendo demostrar un motivo de peso para realizarlas y siempre llevando un farol que iluminara. Desde el siglo diecisiete los vecinos ricos dueños de las casas más grandes de La Habana debían colocar un farol en la puerta principal hasta la medianoche, pero esta iluminación se demostró más que insuficiente. Así, tal y como aparece en los bandos, se estableció desde, al menos, el mandato de Navarro, que los establecimientos públicos debían iluminar las calles aledañas con un farol hasta el toque de queda, las once de la noche((El gobernador Unzaga en el artículo dieciséis de su bando hace referencia al auto publicado por dicho gobernador a tal efecto.)). El gobernador Ezpeleta será el primero que tenga éxito en la iluminación nocturna. A pesar de los problemas de financiación y las reticencias de los vecinos, para marzo de 1788 ya se habían colocado 481 faroles en los barrios de la Estrella, Dragones, y San Francisco, y para comienzos de 1789 ya había 920 faroles funcionando en todos los barrios intramuros (Amores Carredano, 2000, 374-379). Hasta ese año se tuvo que mantener el farol instaurado por sus antecesores toda la noche (art. 24). El gobernador Santa Clara mejoraría el servicio en 1791 con la colocación de un farol de vidrio alimentado con grasa en el frente de cada manzana, sufragado también mediante un nuevo impuesto (González-Ripoll Navarro, 1999, pp. 107-108.). Posteriormente el gobernador Tacón cambió la grasa por el aceite y se introdujeron nuevos métodos pioneros a nivel internacional, mejorando notablemente la potencia y funcionalidad (Chateloin, 1989, pp. 131-133).

Los intentos por conseguir una pavimentación no perseguían solamente mejorar un tráfico rodado cada vez mayor en unas calles cada vez más congestionadas, sino también se consideraba absolutamente necesario para que las calles no quedaran impracticables con las lluvias y las aguas no arrastraran basura a la bahía colmatándola. El marqués de la Torre fue el primero que propuso un proyecto ambicioso ya que hasta entonces tan sólo se habían terraplenado las calles((“Expediente sobre el enmaderado de La Habana y la creación de la Junta de Policía” AGI Santo Domingo, 1410)). Intentó enmaderarlas ante la falta de piedra en la zona y la abundancia de maderas duras en la isla, sin embargo el proyecto fracasó porque este material era demasiado resbaladizo en periodo de lluvias (Marrero, 1988, p. 137). A pesar de posteriores intentos, no fue hasta la utilización de chinarros o cantos rodados por parte de Luis de Las Casas (Marrero, 1988, p. 138) y Someruelos((Correspondencia sobre el empedrado entre el gobernador Someruelos y el encargado del empedrado Don Antonio Bailly, La Habana, diciembre de 1805. AGI Cuba, 1627.)) que se lograría una mejora, aunque insuficiente. No será hasta el segundo tercio del diecinueve que se consiga un pavimento firme con el adoquinado (Le Riverend Brusone, 1992, p. 138). En los bandos tan sólo encontraremos algunas referencias para proteger las mejoras alcanzadas como, por ejemplo, cuando Las Casas prohíbe las carretas con ruedas enllantadas de hierro porque estropean el empedrado y las cañerías de agua (art. 48 ).

Pero entre toda la información que pueden ofrecernos los bandos de buen gobierno, una de las más interesantes es la referente a los nuevos hábitos que adquiere la nueva clase social, eminentemente burguesa, que surge con el crecimiento económico que se da en la isla. Estos nuevos patrones conductuales, si bien pudieran ser tomados de Europa, se mutan en Cuba convirtiéndose en fórmulas eficaces para definir y diferenciar la raza blanca del resto de la población. En una ciudad como La Habana, donde el porcentaje de hombres solteros era muy elevado, el proteger a las mujeres blancas de las clases sociales altas se convirtió en una obsesión desarrollando prácticas en ocasiones muy restrictivas. Así, frente a la libertad de movimiento de la que gozaban las mulatas, la mujer blanca debía ser custodiada y recluida en casa o en espacios que salvaguardaran su integridad, como el teatro (Amigo Requejo, 2014a). Su transporte por las calles serían las calesas y volantas, que fueron en esta época el transporte predilecto de la clase alta, altavoces como eran de la consideración social y económica de sus dueños. Prueba de su éxito y necesidad, fue su incesante aumento en número: si en 1762 había más de 1.000 calesas para una población aproximadamente de 50.000 habitantes, su número fue en aumento hasta llegar a registrarse 2.500 a principios del siglo XIX (Marrero, 1988, pp. 290-293). Este incremento se verá reflejado en los bandos, de hecho, el gran aumento que se dio en la década de 1790 se aprecia claramente al mostrar tanto Luis de Las Casas como Santa Clara una clara preocupación por ellas con un aumento de artículos y sobre todo un mayor detallismo en la norma. Ambos nos ofrecen una imagen bastante cercana del uso de las calesas en esta época.

Todos los bandos regulan la velocidad, mostrando las quejas de los habitantes por los excesos que cometían los carruajes que “haciéndose alarde de velocidad, manchando a los transeúntes con lodo… dando ocasión a encuentros que pueden ser funestos”, como especificaba Santa Clara (art. 47). El gobernador especificaba que en el paseo se debía aminorar aún más el paso, como lugar de esparcimiento y socialización que era. El alto poder adquisitivo que mostraban los dueños de las calesas se advierte en las multas, mucho más altas que las destinadas a las carretas por el mismo delito. Los peligros de la conducción temeraria se advierten también en las medias para regular la edad de los cocheros, cuya edad mínima se fija en dieciséis años con Ezpeleta (art. 19) pero que Santa Clara eleva a los veinte años en el caso de la volanta y rebaja a catorce en la calesa, porque la primera necesita más fuerza y pericia para ser conducida (art. 45).

El aumento del número de vehículos se demuestra también en los artículos que regulan su estacionamiento, tanto de las propias como las de alquiler, que tenían aparcamientos específicos para esperar a los clientes. Mostrando la importancia del detalle que caracteriza a los bandos, se especifica la zona de la plaza reservada a tal efecto–es el caso de Ezpeleta (art 19)– o el espacio que se debe dejar libre al estacionarlas para que el transporte pudiera circular en dos carriles –en Las Casas (art. 41) y Santa Clara (art. 40)–. Las plazas donde se podía aparcar eran las de Armas, la del Santo Cristo, la de Belén y la de San Juan de Dios (art. 21 de Ezpeleta), hasta que Las Casas (art. 44) sumó la plaza de San Francisco y la que quedaba junto a la Puerta Nueva del Arsenal, y Santa Clara añadió la Plaza Nueva y la llamada de Santa Clara, prohibiendo tajantemente aparcar en días de mercado en la Plaza del Mercado o frente a la Puerta de Tierra (art. 46).

Las calesas privadas tendrían un tratamiento individualizado, sobre todo para regular su estacionamiento cuando esperaban a sus dueños. Al ser el vehículo que marcaba el estatus de aquellos que lo utilizaban para sus desplazamientos, cuando se daba un acontecimiento social importante su gran número en las vías públicas aledañas al lugar de celebración ocasionaba no sólo atascos generalizados, sino incluso problemas de seguridad. De hecho, el gobernador Santa Clara regula con más detalle a tenor de los accidentes que se han dado en su mandato. Por ejemplo, especifica concretamente que los caleseros deben esperar de pie sin dormirse al lado de las calesas porque en varias ocasiones se han ausentado o dormido ocasionando problemas por no atender apropiadamente al vehículo (art. 43).

Pero los cambios urbanos eran físicos y actitudinales: además del escenario era necesario vigilar la actuación de las personas. Aunque las calesas y volantas fueran utilizadas por las clases más adineradas, no escapaban a los controles de seguridad. En los bandos se observa cómo se prohíbe que vayan cubiertas para dejar ver lo que acontece en su interior, sobre todo si salían a extramuros de la ciudad. Esta medida se debe ver desde dos funciones o utilidades, una sería el poder reconocer a todos los habitantes por cuestiones de seguridad para que las calesas no sirvieran como escondite, y la otra debe relacionarse con la moral de la época, para no posibilitar un lugar para comportamientos pecaminosos.

En conclusión, los bandos de buen gobierno nos ofrecen una visión, aunque parcial en tanto que están dictados por la autoridad gobernante, de los cambios urbanos que se dieron a finales del dieciocho y principios del diecinueve. No es casual que su aparición coincida con el impulso urbano que vivió la isla durante la época. Ejemplifican una nueva política más minuciosa e intrusiva en la vida cotidiana en tanto que su función era adaptarse a la vida diaria con el objetivo de cambiar costumbres yendo a los detalles del comportamiento. Esta función normativa queda enmarcada dentro de las políticas que se llevaron a cabo para cambiar la imagen que proyectaba la capital cubana y, en definitiva fueron una herramienta clave para el control de una población habanera en continuo crecimiento, y para asegurar las regulaciones urbanas emanadas de la autoridad.

 

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