Mery Castillo((Este artículo es resultado del proceso de investigación al interior del Semillero Teoría del Estado: Problemas Contemporáneos, de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario. Bogotá; Colombia.)).
Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia.
paideia95@gmail.com
Sara Fonseca
Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia.
sara.fonseca@urosario.edu.co
Recibido: 28/03/2022 – Aceptado: 14/04/2022
Resumen: Suele señalarse con frecuencia la crisis y derivas actuales de la democracia. Este artículo busca problematizar estas condiciones, la crisis que la atraviesa y las respuestas que se pueden observar a partir de la radicalización de formas de participación política. Se analizarán las cuatro razones que da el autor francés Pierre Rosanvallon para comprender la decepción democrática: corrupción de la democracia, el espectro de la impotencia, la traición representativa y el desfase temporal. Finalmente, se sostendrá que las demandas y manifestaciones actuales del campo popular apelan a un fortalecimiento de la democracia, a recuperar su esencia y a un retorno de la soberanía a su depositario original, el pueblo, que ha sido la promesa del Estado liberal.
Palabras clave: democracia, decepción democrática, participación política, movilización social.
Democratic disappointment: genesis of new forms of political participation and the return of sovereignty
Abstract: The crisis that is going through of democracy are frequently pointed out. This article problematizes the current conditions of democracy, the crisis that going through and the visible answers from the radicalization of political participation Also, it will use as basis/categories of analysis the four reasons given by the french author Pierre Rosanvallon to understand: corruption of democracy, the specter of impotence, the representative treachery, and the time lag. Finally, it will be argued that nowadays demands and demonstrations of popular field appeal to a strengthening of democracy to recover its essence and return the sovereignty to its original holder, the people, who has been the promise of Liberal State.
Keywords: democracy; democratic disappointment; political participation; social mobilization.
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Introducción
La cuestión de la democracia no es nueva. De hecho, si hay un tema sobre el que ha problematizado la filosofía política es este. Sin embargo, se trata de un debate inacabado y siempre vigente. Es un concepto en continua disputa y, más allá del ámbito académico, una práctica en constante crisis y transformación. La democracia es tal vez la mayor conquista y promesa de la modernidad, pero no siempre comprendida y sus cuestionamientos respondidos.
Ya sea que el concepto de democracia sea abordado desde el punto de vista procedimental o sustancial, sobre lo que hay un consenso, es que su fundamento se halla en la soberanía popular. Es precisamente el garantizar que sea el pueblo, lo que sea que el término signifique (muy distante de la idea de multitud planteada ya por Spinoza [1986]), quien decida sobre su propio destino, la ambición última y razón del pacto democrático. Como consecuencia, la democracia se ha convertido en una suerte de metarrelato, bandera de civilización y justificación de la nueva cruzada de occidente en las regiones del «sur global». Pero a la par de las grandes promesas se encuentran las grandes decepciones.
La razón de su éxito podría ser que la democracia parece ser el culmen de la evolución de los regímenes políticos y que, a pesar de su imperfección y las críticas que se dirigen contra ella, no hay formas alternativas aún. Su supervivencia ha estado garantizada por su capacidad de hacer frente a los desafíos que se le han presentado y de hacer operativo un concepto que es en gran medida de contenido axiológico y que constituye, principalmente, un ideal.
Si bien la representación brindó una solución al problema de hacer que la voluntad popular se manifestara en los espacios institucionales, también significó que los depositarios de la soberanía no la pudiesen ejercer directamente ni con mayor intervención que la de entregar mandatos a través de procedimientos electorales. Como producto de ello, se habría producido un fenómeno de apatía social hacía la política, pero esa dinámica parece haber cambiado en los últimos años.
La decepción sobre la democracia y los frutos de la representación ha tenido como efecto una radicalización de la participación política de los ciudadanos que buscan que sus demandas sean efectivamente trasladadas al espacio institucional y recuperar su poder de intervención en el aparato del Estado. Se trata de un clamor por recuperar y ejercer la soberanía que les ha sido concedida, comprendida en dos vías: como decisión y como libertad.
Sin embargo, como lo han demostrado distintos fenómenos sociales de los últimos años (2019-2021): las protestas en Chile, el paro nacional en Colombia, la movilización social alrededor de las elecciones y del golpe de estado en Bolivia, las movilizaciones que propiciaron la vacancia presidencial en Perú, las demandas feministas e indígenas en Ecuador, las reivindicaciones de los Gilets Jeunes en Francia, el movimiento Black Lives Matter y el asalto al capitolio en Estados Unidos, y otras experiencias globales, incluyendo las vinculadas a la pandemia de COVID-19, hay un descontento general con los efectos de la democracia y un sentimiento de traición por parte de los representantes((Por motivos de espacio no podemos extendernos en la descripción de los fenómenos sociales mencionados. Consideramos que se vienen adelantando análisis e investigaciones sobre estos en varias latitudes y esperamos contribuir a los mismos en un tiempo cercano.)).
El resultado no ha sido otro sino la creación de un abismo entre lo institucional y el pueblo y una creciente desconfianza hacia el poder político institucionalizado. Por tanto, las formas de participación política han migrado de los tradicionales mecanismos electorales hacia aquellas que cumplen con la exigencia de ser más inmediatas y directas como la protesta social.
El objetivo de este artículo será el estudio de la decepción democrática que es génesis de las nuevas formas de participación política que se configuran actualmente. Se sostendrá que, si bien no se trata del reclamo por un cambio de régimen, la democracia atraviesa un desafío del que depende su porvenir. En cambio, a juicio de algunos teóricos, los reclamos están estrechamente ligados con la recuperación de la esencia de la democracia; en otras palabras, con devolver el poder al pueblo. Con tal propósito se tomará como guía las cuatro razones de la decepción democrática propuestas por el autor francés Pierre Rosanvallon (2003a): corrupción de la democracia, el espectro de la impotencia, la traición representativa y el desfase temporal.
La corrupción de la democracia
De las categorías propuestas por Rosanvallon (2003a), esta es quizá la que explica de manera más clara la naturaleza de las demandas que surgen como producto de lo que se ha denominado la «decepción democrática». La corrupción es un fenómeno al que no escapa ningún país, por más altos niveles de desarrollo y prosperidad que haya alcanzado. Empero, cuando se aborda el término de la «corrupción de la democracia» no solo se alude a la extracción de recursos públicos por parte de particulares o la desviación de funciones para el favorecimiento de intereses privados. En cambio, en la forma en que ha sido definido por el autor francés, se refiere al «desfase entre las formas reales y las formas teóricas de organización de la democracia» (Rosanvallon, 1993, p.104 ). Es decir, a la divergencia entre la teoría y la praxis.
La comprensión más precisa del problema que aquí se plantea, debe partir de la definición etimológica y más general del término como «Gobierno del Pueblo». De dicha definición, se obtiene la premisa fundamental de la democracia: la soberanía reside en el pueblo. Además de determinar el locus de la soberanía, significa que «gobernar y ser gobernado recae en el mismo sujeto [y que] (…) tal sujeto se define a sí mismo desde el lugar que ocupa en la actividad política»((Traducción libre de las autoras. Cita original: «Only in democracy, governing and being governed fall on the same subject. (…) In democracy, (…) the subject defines itself from its central place on political activity» (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 19).)) (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 19).
En consecuencia, la democracia parte de presupuestos tales como una organización horizontal, la existencia de una voluntad general y de una cierta homogeneidad social que posibilitan su funcionamiento. El ideal democrático supone que el pueblo se gobierna a sí mismo, lo que es compatible con la libertad individual pues decide sobre las normas a las que se va a someter. Llevar esto a la práctica implica numerosos desafíos.
No se trata simplemente de hacer operativa la democracia y establecer algunos mecanismos para que «el pueblo» ejerza su potestad decisoria, eso ya ha sido resuelto de forma parcial e imperfecta por los mecanismos electorales. En cambio, la mayor dificultad que encuentra es que la dimensión óntica de las sociedades no corresponde con el modelo teórico. En primer lugar, la organización social horizontal puede ser garantizada formalmente, pero las dinámicas sociales evidencian la existencia de asimetrías de poder y la adopción de modelos representativos implica que el poder conferido a los ciudadanos nunca sea ejercido de forma distinta al voto. En segundo lugar, el presuponer la existencia de una voluntad general y de un cierto grado de homogeneidad social resulta incoherente con sociedades que son cada vez más plurales y heterogéneas por lo que serían completamente inaceptables y antidemocráticas para las lógicas liberales imperantes. Pues, «las formas representativas parten de la idea de la teoría política y social republicana “pura” (…), según la cual el “pueblo” sería un grupo homogéneo cuyos intereses no varían significativamente» (Hart, 1997, p. 104). Esta paradoja de la democracia ya había sido advertida por Claude Lefort (1985) citado por Annunziata (2016), al señalar que la soberanía popular sitúa al poder en manos del pueblo y de nadie, porque el pueblo no es uno, sino que es diverso y múltiple.
A la gran promesa, que la democracia es incapaz de cumplir, deben sumarse una serie de condiciones concretas de la actualidad que han intensificado, lo que en realidad es una crisis de legitimidad. Los axiomas que sostienen el modelo neoliberal son irreconciliables con aquellos que son inmanentes a la democracia. Por tanto, no resulta extraño que las crisis del capitalismo y del liberalismo se traduzcan en una crisis para la democracia. Y es que el espíritu de la democracia ha sido pervertido por su asimilación forzada a modelos que solo pretenden el rescate de su forma procedimental para garantizar la legitimidad que requieren para su supervivencia, pero es indiscutible que se está gestando una reivindicación de la esencia democrática.
El cuestionamiento más severo que puede hacerse al funcionamiento de la democracia liberal es la coherencia del ejercicio del poder de los representantes con el interés general. Incoherencia que ha sido, en parte, reforzada por el erróneo funcionamiento de las instituciones y las desviaciones a los procedimientos constitucionales establecidos (Rosanvallon, 2003a). A ello debe sumarse que «la incorporación de grupos de interés al sistema administrativo puede tener como efecto el debilitar (…) la participación en masa, pero que resulta mejor calificado si se lo designa como sensibilidad espontánea a las decisiones políticas» (Neumann, 1957, p. 186), cuyo resultado es la cooptación del sistema político por parte de un grupo de interés que además de no representar a la mayoría, como regla decisoria de la democracia, pone en situaciones de exclusión y desventaja a la minorías.
A diferencia de los otros problemas de la democracia planteados en el texto, la corrupción de la democracia refiere a una degradación del modelo original, resultando legítimo que gran parte de los esfuerzos de los movimientos sociales que han surgido estén dirigidos a la recuperación de la esencia democrática y a la reivindicación de la soberanía que en ellos reside.
El surgimiento de este desafío democrático tiene que ver con que los progresos tecnológicos han acelerado la percepción de desconfianza como producto de una sociedad de riesgo que se manifiesta en los ámbitos económico, científico y sociológico. La volatilidad económica, el gobierno en manos de especialistas y el alejamiento de las bases materiales de la sociedad, hacen que el ciudadano tenga cada vez menos posibilidades de manejar el riesgo, aumentando su vulnerabilidad y desconfianza (Rosanvallon, 2006). De forma paralela, las desviaciones del funcionamiento institucional son cada vez más visibles y las posibilidades de control a los representantes más amplias.
Sin embargo, parte de la mitigación del riesgo constante, característico de la modernidad, ha sido gestionado a través de la excepción. Ello significa que la voluntad popular es encarnada, cada vez de forma más permanente, por el poder ejecutivo. La excepcionalidad, es expresión pura de soberanía (Schmitt, 2009), pero resulta dudoso que ello sea compatible con el postulado liberal de la soberanía popular. Por tanto, la tendencia a la excepción significa, también, un desplazamiento de la ubicación de la soberanía que entraña numerosos riesgos. Asimismo, las técnicas modernas de ejercicio del poder, mediadas por el control de la información y las técnicas biopolíticas, hacen que la resistencia sea cada vez más improbable, lo que se fortalece con la existencia de un pueblo difuso (Villacañas, 2021).
De lo anterior surge la exigencia por la articulación popular y por una ciudadanía más activa frente al poder. Participación que se exhibe en dos frentes: como tomadora de decisiones sobre lo público y ejerciendo resistencia por medio de los poderes de veto, obstrucción y control. Afortunadamente, ya se vislumbran varias manifestaciones en este sentido que ilustran sobre la potencialidad transformadora del pueblo.
El espectro de la impotencia
Este segundo problema postulado por el autor francés alude a la dificultad de atribuir responsabilidades en las sociedades complejas. La responsabilidad es una de las claves de la legitimidad de las sociedades democráticas, en tanto que brinda una garantía para los ciudadanos que cualquier ejercicio del poder que lesione sus intereses tendrá una consecuencia para quien la cometa.
Tal como lo ha señalado Rosanvallon (2003a), la política es una lógica de inculpación, en la que el gobernante responde por sus actos. La transformación que se ha vivido en los últimos años señala el tránsito hacia una socialización de la responsabilidad como efecto de sociedades despolitizadas y menos ideológicas. Este evento ha sido reforzado por el auge de los medios de comunicación que no solo han masificado la información, sino también la responsabilidad; la globalización también ha ejercido sus efectos en este campo, haciendo de la responsabilidad una carga para la humanidad en su conjunto.
Lo primero a resaltar sobre este factor, es que la tendencia a la despolitización que se venía gestando desde el fin de la Guerra Fría parece estarse revirtiendo actualmente. El desplazamiento del ciudadano del espacio de lo público y la apatía hacía la política, era un rasgo característico de:
La alienación política del hombre contemporáneo: el hecho de que el hombre considera al poder político como una fuerza ajena a él, una fuerza que no puede controlar y con la cual no puede identificarse y con la que en el mejor de los casos quizá resulte apenas compatible con su existencia. (Neumann, 1957, p. 152)
Pero, lo político como esencia, a pesar de los intentos de neutralización por la técnica y la economía siempre termina por revelarse, como lo ha demostrado el estallido de protestas en diferentes lugares del mundo.
La despolitización es consecuencia de la hegemonía liberal que trata de erradicar el conflicto que es inherente a lo político:
Lo que es privatizado [en el mundo actual] es la política en sí misma. (…) La neutralidad ideológica predicada por el liberalismo hacia el Estado solo va tan lejos como lo permita ser el complaciente portero [del capitalismo], lo que significa que el mercado es la verdadera clave para la negación de la democracia. (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 7)((Traducción libre de las autoras. Cita original: «what is privatized is politics itself. In conclusion, the ideological neutrality preached by liberalism regarding the State and its law only goes as far as they act as the complacement doorman (…) which means that the market is truly the key of denial of democracy» (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 7).))
Podría deducirse que el surgimiento de movimientos sociales que han expresado su descontento con la democracia es una expresión de la reconstitución del espacio de lo político a partir de la constitución de un pueblo que reclama para sí el ejercicio de la soberanía. Pierre Rosanvallon ha reflexionado en torno a lo político como:
a la vez a un campo y a un trabajo. Como campo, designa un lugar donde se entrelazan los múltiples hilos de la vida de los hombres y las mujeres, aquello que brinda un marco tanto a sus discursos como a sus acciones. Remite al hecho de la existencia de una “sociedad” que aparece ante los ojos de sus miembros formando una totalidad provista de sentido. En tanto que trabajo, lo político califica el proceso por el cual un agrupamiento humano, que no es en sí mismo más que una simple “población”, toma progresivamente los rasgos de una verdadera comunidad. Una comunidad de una especie constituida por el proceso siempre conflictivo de elaboración de las reglas explícitas o implícitas de lo participable y que dan forma a la vida de la polis. (Rosanvallon, 2003b, p. 16)
Por consiguiente, la primera exigencia de lo política es la existencia de lo colectivo:
Al hablar sustantivamente de lo político, califico (…) a una modalidad de existencia de la vida comunitaria y a una forma de la acción colectiva que se diferencia implícitamente del ejercicio de la política. Referirse a lo político y no a la política es hablar del poder y de la ley, del Estado y de la nación, de la igualdad y de la justicia, de la identidad y de la diferencia, de la ciudadanía y de la civilidad, en suma, de todo aquello que constituye a la polis más allá del campo inmediato de la competencia partidaria por el ejercicio del poder, de la acción gubernamental del día a día y de la vida ordinaria de las instituciones. (Rosanvallon, 2003b, pp. 19-20)
Lo que lleva a sostener que lo político se opone a lo liberal, en tanto que doctrina centrada en el individuo. Esta oposición también significa el debilitamiento de la soberanía popular, pues la figura del pueblo no existe más allá de la agregación de voluntades individuales. Es por eso por lo que los acontecimientos de protesta social resultan tan interesantes como fenómeno de articulación de un pueblo, pues «es precisamente el surgimiento de un pueblo o de una nueva sociedad civil lo que marca las transformaciones que vive la democracia» (Aguilera Hunt, 2021).
Estos procesos de retorno a lo político marcados por acontecimientos colectivos compensan la incapacidad de las formas institucionales de los partidos políticos, el Estado y la economía para alcanzar verdaderas transformaciones sociales y culturales. Por lo que «Hay un componente de desborde –desborde de la representación inclusive- que la revuelta pone en movimiento» (Aguilera Hunt, 2021). O como lo señala Félix Guattari (1977) citado por Aguilera Hunt (2021):
Sí, yo creo que existe un pueblo múltiple, un pueblo de mutantes, un pueblo de potencialidades que aparece y desaparece, que se encarna en hechos sociales, en hechos literarios, en hechos musicales. Es común que me acusen de ser exagerado, bestial, estúpidamente optimista, de no ver la miseria de los pueblos. Puedo verla, pero… no sé, tal vez sea delirante, pero pienso que estamos en un período de productividad, de proliferación, de creación, de revoluciones absolutamente fabulosas desde el punto de vista de la emergencia de un pueblo. Es la revolución molecular: no es una consigna, un programa, es algo que siento, que vivo, en algunos encuentros, en algunas instituciones, en los afectos, y también a través de algunas reflexiones.
El resurgimiento del pueblo en el campo de lo político es también la restitución del elemento activista al régimen democrático, que es «el único que institucionaliza el elemento activista de la libertad política; institucionaliza la oportunidad que tiene el hombre de realizar su libertad y superar la alienación del poder político» (Neumann, 1957, p. 181). Es preciso señalar que la más evidente manifestación del elemento activista es a través de formas de democracia directa y participativa, que en la actualidad deben ser comprendidas «como una expansión de las actividades ciudadanas y de las formas de la legitimidad más allá de lo que el autor llama la “democracia electoral-representativa”». (Annunziata, 2016, p. 42). Ello es cardinal para la reinvención de las formas democráticas, en tanto que es la participación activa en la política el elemento que garantiza la libertad e impide la alienación del hombre frente al sistema que lo gobierna (Neumann, 1957).
Todo lo hasta aquí dicho permite constatar una transformación de la soberanía popular que implica el surgimiento de nuevas formas de participación política al margen de los procedimientos electorales, lo que implica una variación en los actores y las dinámicas. En cuanto a las segundas, resulta pertinente mencionar a la revuelta como la forma más preminente que ha tomado la participación política directa en los últimos años. «La revuelta hoy no es el producto de un partido o de un régimen sino (…) un ensamblaje popular que no se permite a sí mismo ser claramente definido en el lenguaje de la “política”, si por ella se entiende el locus de la soberanía» (Karmy Bolton, 2021)((Traducción libre de las autoras. Cita original: «revolt today is neither the work of a party or a regime but, like the virus, it is a popular assemblage that does not allow itself to be clearly defined in the language of “politics”, if by politics we understand the institutional locus of sovereignty.» (Karmy Bolton, 2021).)), en cambio, el poder de la revuelta se sustenta principalmente en que expresa la potencialidad de lo popular para cuestionar y gestionar el cambio de lo institucional.
Pero, quizá, lo que más llama la atención es la composición social cada vez más heterogénea del «pueblo», pues «la proliferación, heterogeneidad, diversidad y riqueza que caracteriza al cuerpo de la revuelta y a los movimientos sociales es una potencia creadora inigualable» (Aguilera Hunt, 2021). Misma que puede deberse al liberalismo, cuyo cultivo del individuo ha dado lugar a formaciones sociales marcadas por demandas de reconocimiento, representación y redistribución para identidades producidas de forma cada vez más particular y heterogénea. Lo que implica que la forma democrática que está surgiendo tiene como desafío adoptar en su seno movimientos sociales que se oponen a elementos estructurales del modelo imperante como el capitalismo, el patriarcado, el modelo extractivo, las prácticas bélicas, el racismo, entre otras.
En ello, los medios de comunicación han jugado un rol crucial pues la lucha social ha superado las lógicas westfalianas; por ende, hoy día, las causas y movimientos sociales tienen un carácter global que da indicios del surgimiento de una sociedad civil que no responde necesariamente a la organización de Estados – Nación. Ejemplo de ello es el movimiento feminista, como lo expresó Luciana Cadahia en entrevista con CeroSetenta (2020):
el feminismo en América Latina ha demostrado una capacidad de articulación e invención muy poderosa que ayuda a las compañeras feministas de otros lugares del mundo a orientar la transformación social. Estoy pensando en el NiUnaMenos, en la performance de Las Tesis y en muchas otras experiencias (…). Claro que esto no es algo que nació de la noche a la mañana, sino que es el resultado de un trabajo de muchas décadas y de articulación de diferentes espacios que van desde el movimiento, la academia, las instituciones, etc.
En este sentido, el rol del Estado – Nación parece ser irrelevante, en tanto las formas de identificación son cada vez más globales y algunas de las demandas configuradas por factores exógenos a la pertenencia a una comunidad política en particular, lo que es nuevamente una cuestión de soberanía. Ello ya había sido advertido por Hardt y Negri (2005) citado por Sanín Restrepo & Méndez Hincapié (2018, p. 2), «La clave para esta forma transformada de soberanía es el permanente vínculo entre las viejas formas de poder nacidas para los organismos nacionales y las nuevas estructuras supranacionales que se reúnen bajo una única forma de dominación llamada Imperio»((Traducción libre de las autoras. Cita original: «The key to this transformed form of sovereignty is a permanent bond between old forms of power born to national organisms and new supranational structures that are united under a single form of domination called Empire» Hardt y Negri (2005) citado por (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 2).)).
Tal disputa es notoria si se observa que la forma democrática típica de los Estados se refiere a los procedimientos electorales en los que el voto es la expresión más visible e institucional de la ciudadanía (Rosanvallon, 2006) y que las tasas de abstención son cada vez más altas. En cambio, formas no convencionales de participación política, principalmente las protestas, corresponden a lo que Rosanvallon (2006) ha denominado como «democracia de expresión», en la que se manifiesta un sentimiento colectivo, un juicio sobre los gobernantes y de reivindicaciones, misma que si bien no era desconocida obedecía a un momento y contexto muy preciso, usualmente precediendo la revolución, pero que en las experiencias más actuales parece obedecer a una resustancialización de la democracia que sucede simultáneamente y con cierta continuidad en distintos lugares del mundo.
Se trata de una forma de contrademocracia, es decir la aparición y la exigencia de formas alternativas a la representación y a lo electoral para garantizar no solo el ejercicio más directo de la soberanía por parte del pueblo sino también formas representativas que correspondan efectivamente al interés general. Pero, a diferencia de la representativa, esta «se despliega mediante una serie de poderes que constituyen el ejercicio indirecto de la soberanía; no tienen ni pueden tener una expresión constitucional, son más bien informales, y es sobre todo por sus efectos que se manifiestan» (Annunziata, 2016, p. 44).
En lo expuesto, es claro que el problema de la impotencia frente al actuar del sistema político ha hallado respuesta en formas democráticas no convencionales que responden a toda la serie de transformaciones y condiciones sociales que influyen en el ejercicio de la soberanía y en la actitud del pueblo hacía el poder. Lo que muestra una vez el carácter inacabado y en constante transformación de la democracia y la permanencia de lo político, en palabras de la filósofa chilena Alejandra Castillo esta transformación en la democracia:
… [ha dejado] sin efecto tres de las tesis socio-políticas con que la inteligencia crítica narraba la “apatía política” popular —hasta entonces. Brevemente descritas, estas tesis son, en primer lugar, aquella que indicaba que el orden neoliberal no era solo un modo económico, sino que describía una subjetividad que hacía indistinguible una posición de clase. La prueba que se otorgaba para sostener dicha tesis era que la distribución del “voto” en los sectores populares favorecía a partidos políticos de derecha. El problema de esta primera tesis era el olvido de la abrumadora “abstención” que caracterizaba cada acto eleccionario desde el retorno de la democracia. En algún sentido, la política estaba ocurriendo en otro lugar, quizás en esas calles y liceos olvidados por el Estado mínimo. La segunda tesis indicaba que la integración vía consumo volvía irrelevante la lucha por los derechos y la justicia; y, en tercer lugar, la bancarización de la vida (deudas de todo tipo) hacían impensable una revuelta social. (Glavic y Pinto Veas, 2021)
No obstante, frente a los resultados de la movilización popular, se debe estar atento a no caer en un momento de ingobernabilidad de la democracia:
Menos poder para los gobernantes no significa, automáticamente, más poder para los gobernados. El juego de quitar poder puede (…) concluir en un vacío de poder. [Hay] prueba de la pérdida de poder del gobernante, de los gobiernos y de su parálisis, pero no de su sustitución con el poder gobernante de los gobernados. Ciertamente, la ingobernabilidad de las democracias se atribuye ampliamente a las demandas que el sistema político recibe de abajo; pero demandar, exigir, presionar favorece o no a los gobiernos. En suma, presionar sobre el poder no es ejercitar el poder no quiere decir democracia gobernante. (Sartori, 1994, p. 85)
La traición representativa
La cuestión de la representación es sin duda alguna la que más recelo despierta ante los ciudadanos. Sin embargo, la concreción de la democracia en sociedades tan numerosas y heterogéneas la convierte en ineludible. Pero tiene serios problemas en que su rol de intermediación termina por desfigurar la voluntad popular, generando una sensación de traición entre aquellos que le otorgaron un mandato. La tensión entre representantes y representados remite a los orígenes mismos de la democracia cuando:
Se buscó solucionar este conflicto integrando al concepto de representación la idea de una asociación de intereses de ambos grupos. Así, los representantes del nuevo gobierno se concebían como ciudadanos (…), miembros del pueblo. (…) La principal fuerza contemplada [para contrarrestar la distancia entre gobernados y gobernantes] fue el voto: el pueblo, en defensa de sus propios intereses, elegiría representantes cuyos intereses coincidieran con los suyos y, mediante la crítica decisión de la reelección se asegurarían de que permanecieran fieles a ellos. (Hart, 1997, pp. 102 -103)
Ello resultaría una solución plausible al problema de comunicar lo popular con lo institucional en sociedades homogéneas en las que existe una única voluntad y que podría coincidir con la propuesta de Schmitt (2008) sobre la democracia plebiscitaria. Resulta claro que
En la medida en que el ideal de homogeneidad pudiera ser alcanzado la legislación en interés de la mayoría habría de ser, necesariamente, legislación en interés de todos, y el prestar una mayor y más amplia atención a la igualdad de tratamiento resultaría innecesario. (Hart, 1997, p. 104 )
Sin embargo, la práctica política demuestra que rara vez se produce tal coincidencia como producto de sociedades cada vez más plurales y heterogéneas que desafían el ideal de consenso liberal y ponen a prueba al Estado con la imposición de demandas particularísimas, diversas, radicales e incluso en conflicto. Ante tal escenario de incapacidad institucional, es común que se comience a acudir a otras instancias como la vía judicial en la resolución de las demandas, con la particularidad de no ser un poder elegido popularmente, pero que logra que se cumpla efectivamente con el mandato concedido (Hart, 1997).
El problema haya origen en una interpretación errónea pero popular de que los cuerpos de representación o los representantes deben ser un espejo de la composición social o encarnar una voluntad predefinida y no un mandato. Pues,
La esencia del sistema democrático no reside en la participación de las masas en el sistema político, sino en la adopción de decisiones políticamente responsables. (…) El modelo de una democracia no es la idea Rousseauniana de una identidad de gobernantes y gobernados, sino la representación de un electorado (…) El representante no es un agente que actúa en nombre de los derechos e intereses de otros, sino alguien que actúa por propio derecho aún en interés de otro (interés nacional). (Neumann, 1957, p. 187)
Tal interpretación hace que surja una suerte de antagonismo entre lo popular y lo institucional que conduce al ejercicio de las formas de control que se manifiestan en los poderes de veto, obstrucción y control. Esto también obedece a que en el ejercicio de la soberanía se presenta una tensión entre su acepción como decisión y como libertad. Esta tensión se hace más latente cada vez, pues:
El problema que encierra la filosofía política y su dilema reside en conciliar la libertad y la coerción. Con la aparición de la economía monetaria nos encontramos con el Estado moderno como institución que aspira al monopolio del poder coercitivo (…). Pero al crear esta institución, al reconocer su poder soberano, el ciudadano creó un instrumento que podía, y frecuentemente pudo, dejarlo indefenso y privarlo de los beneficios de su trabajo. En consecuencia, al tiempo que justificaba el soberano el poder del Estado, trataba también de justificar la limitación de su poder coercitivo. (Neumann, 1957, p. 176)
El primero de estos sentidos, la soberanía como decisión, obedece al reclamo por tener el control y ser actores protagónicos en la toma de las decisiones políticas. Es decir, se interpreta la soberanía como voluntad. En términos políticos, que aquello que el pueblo decida y demande se haga realidad. Pero en el otro sentido, la soberanía como libertad, ser soberano significa también ser libre, no estar sometido a poder o coerción superior. Si se permite una alusión teológica, soberano es Dios y sobre él no se impone voluntad superior.
Tal paradoja tiene como resultado que exista una sensación de que el hombre es ajeno al poder político y, en consecuencia, tal distancia lo insta a participar pues es consciente de la coerción que se ejerce sobre él y se espera que al menos pueda decidir sobre ese poder, del que además es titular. Ello es consecuencia de que “En la época moderna la soberanía apareció formalmente como la negación del concepto jurídico de libertad, constituyó en realidad su presuposición misma” (Neumann, 1957, pág. 176). Así, “la participación política se concibe como el procedimiento por el cual los individuos se implican en el juego político. (..) es el proceso por el cual un individuo busca directamente reducir su distancia respecto al sistema político. (…) es un método por el cual el individuo pretende identificarse, reconocerse, darse puntos de referencia en la sociedad. Es una manera de encontrar una relación nueva entre el individuo y la política a través del conocimiento del mundo, del autoconocimiento, de la búsqueda de la identidad colectiva” (Rosanvallon, 1995, p. 124)
Por su parte, la libertad que se reclama como producto de la soberanía se manifiesta en que se pretende mantener al Estado en los márgenes, reducir su intervención. Tal concepción es producto de unas subjetividades creadas por el liberalismo que señala unos límites claros, pero que son cada vez más difusos, entre el individuo y el Estado. Puesto que:
más allá del discurso neoliberal que solo ve “soberanía” en el Estado, justamente su forma de subjetivación erige al “yo” individual como único soberano. No hay Estado, no hay necesariamente “otros”, sino tan solo “yo”. Un “yo” que puede asumir los riesgos de su “libertad” (una especie de existencialismo economicista) precisamente porque el término “libertad” deviene enteramente una forma de soberanía. (Karmy Bolton, 2021a)
El antagonismo entre individuo y poder se reduce a una resistencia a la dominación, en tanto que no se considera legítimo el poder del que proviene pues no responde a la voluntad popular. Así, «surge un espacio público, a distancia del poder, en el que se debate el sentido de los derechos, que nunca puede ser fijado, en el que se instaura la legitimidad del debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo» (Lefort, 1987 citado por Annunziata, 2016 , p. 40 ).
Ello da una clave sobre la paradoja que presenta la democracia y que
se traduce en la pérdida del fundamento trascendente del poder: Quienes ejercen la autoridad política son entonces simples gobernantes, no pueden apropiarse del poder, incorporarlo, ni encarnarlo. Y es aquí donde empieza la paradoja, porque sería posible suponer que la democracia moderna instituye un nuevo polo de identidad, un pueblo soberano, que se convierte en el nuevo fundamento del poder. Pero en realidad ese pueblo no existe en ningún lugar como una unidad sustancial. La sociedad democrática es una sociedad dividida, en la que la división es constitutiva de su unidad. (Lefort, 1985 citado por Annunziata, 2016, p. 40).
En otras palabras,
El pueblo es un amo indisolublemente imperioso e inapresable. Es un “nosotros” o un “se” cuya figuración está siempre en disputa. Su definición constituye un problema al tiempo que un desafío. En segundo lugar, una tensión entre el número y la razón, entre la ciencia y la opinión, pues el régimen moderno instituye la igualdad política a través del sufragio universal al tiempo que plantea su voluntad de construir un poder racional cuya objetividad implica la despersonalización. En tercer lugar, incertidumbre sobre las formas adecuadas del poder social, pues la soberanía popular trata de expresarse a través de instituciones representativas que no logran encontrar la manera de llevarla a la práctica. Finalmente, una dualidad que convive en la idea moderna de emancipación entre un deseo de autonomía de los individuos (con el derecho como vector privilegiado) y un proyecto de participación en el ejercicio del poder social (que, en consecuencia, pone a la política en el lugar de mando. Una dualidad entre la libertad y el poder, o entre liberalismo y democracia, para decirlo de otro modo. (Rosanvallon, 2003b, pp. 23-24)
Tal división da cuenta del carácter abierto y mutable de la democracia, que siempre halla su fundamento en lo popular, en tanto que «el campo popular trasciende y no es del todo cooptable por los signos del poder. El dinamismo social y el cambio cultural está en marcha, más allá de los reversos legales e institucionales que resguardan el estatus quo» (Aguilera Hunt, 2021). Por tanto, el rol que corresponde al pueblo es activo y no pasivo, como un simple mandato que se manifiesta a través del voto en la versión procedimental y liberal de la democracia.
Sin embargo, en la idea de la representación también está presente la desconfianza hacia el pueblo, pues las cualidades esenciales de los representantes están definidas por la tensión entre los principios de igualdad y de diferencia. Por un lado, se busca que ellos sean personas con las cuales se sienta proximidad e identificación, personas «como nosotros». Por el otro, se exige de los representantes experticia y capacidades que no son del común. La primera se refiere a la experiencia entre la comunidad y los representantes, la segunda a la capacidad real del representante de asumir el rol para el que ha sido elegido y de desenvolverse en el espacio institucional (Rosanvallon, 2005).
Es decir, se parte de la presunción de que quienes representan tienen mayores capacidades que el pueblo, interpretado como una masa con limites difusos, voluble e ignorante. Pero, los mecanismos electorales son los que pretendan zanjar tal dilema pues la representación se presenta como «demasiado estática e inflexible, taxonómica árida, demasiado exclusivamente construida en torno a la legitimidad electoral, y algo bidimensional en cuanto al carácter de lo representado se considera fijo o sin problemas» (Saward, 2010) mientras que se ocultan los problemas que a ella subyacen.
Respecto a esta idea en la democracia, Sanín Restrepo y Méndez Hincapié (2018), afirman que
La democracia no solo rompe la lógica de la absoluta separación entre gobernantes y gobernados, sino que también rompe la idea de que la distribución del poder obedece a un modelo prexistente. En otras palabras, que hay un un acuerdo inicial o un llamado natural a gobernar. La democracia es precisamente, la cancelación de las condiciones para gobernar para aquellos que carecen de las cualidades para hacerlo. (p.19)((Traducción libre de las autoras. Cita original: “Democracy is not only the breaking of the logic of absolute separation between rulers and ruled, but it also breaks the idea that all distribution of power means a preexisting model. In other words, that there is a prior arrangement or natural requirement to govern. Democracy is precisely the cancellation of the conditions to govern, it is the government of those who lack the qualities or provision to govern” (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 19).))
Sin embargo, las Constituciones liberales, lo que han hecho es establecer una serie de condiciones para gobernar, es en este sentido que se incumple la promesa democrática.
La resistencia al ejercicio del poder por parte de los representantes seguirá siendo una cuestión insalvable, pues no se puede prescindir de la representación como tecnología política de intermediación. La solución a esta cuestión no puede estar fundamentada en la eliminación de la representación en favor de formas de democracia directa porque es fácticamente imposible llevar a cabo tal proyecto. En cambio, se trata de reformas dirigidas a garantizar el control sobre los representantes, pero, sobre todo, que estos tengan conocimiento social; es decir, solo a partir de la relación con aquellos a los que se pretende gobernar es posible reducir la distancia entre gobernantes y gobernados y que la soberanía popular se traduzca de forma más eficiente en el espacio institucional.
El desfase temporal
Finalmente, entre los factores planteados por Rosanvallon (1995) que dan origen a la decepción democrática se encuentra el desfase temporal. Esta categoría refiere al desfase entre el tiempo de los acontecimientos y el tiempo de la política. Es un hecho que se hace aún más evidente en los tiempos actuales con el boom de las redes sociales, cuya consecuencia no es solo la abundancia y permanente disponibilidad de información, sino también la inmediatez con que esta se propaga. Sin duda alguna, ello ha traído innumerables ventajas para mantener una relación más directa con los representantes y ejercer un control más activo sobre estos. Sin embargo, ha generado también la percepción en los ciudadanos de que las instituciones no responden adecuadamente a los acontecimientos.
Esta dinámica puede ser explicada de forma más clara como sigue:
La rapidez con la que se presentan demandas al gobierno por parte de los ciudadanos está en contraste con la lentitud de los complejos procesos procedimientos del sistema político democrático (…). De esta manera se crea una verdadera y propia ruptura entre el mecanismo de recepción y el de emisión. (Bobbio, 1992, p. 25)
Esto es producto de la incapacidad de los tiempos institucionales de actualizarse a los tiempos de los acontecimientos; de manera más clara: la solución a un problema público que parece simple a ojos de los gobernados requiere de una serie de trámites, deliberaciones y cálculos políticos que aumentan el tiempo y complejizan la respuesta del aparato estatal. Fácilmente podría situarse la causa del problema de los tiempos de la política en la burocracia. Aunque a priori las estructuras burocráticas, por naturaleza jerárquicas, no parecen compatibles con las democráticas, de tipo horizontal, en realidad se han desarrollado de forma paralela.
El avance de los procesos de democratización significó también la expansión de la burocracia en tanto que esto supuso un aumento en los servicios ofrecidos por el Estado y la inclusión de un más amplio sector de la población en el cuerpo de funcionarios públicos (Bobbio, 1992).
Vinculado con el proceso de burocratización del Estado y de tecnificación de las decisiones políticas, se produjo un descenso en el rendimiento o un fenómeno de ingobernabilidad. Bobbio (1992) señala que:
el Estado liberal y después de su ampliación el Estado democrático han contribuido a emancipar la sociedad civil del sistema político. Este proceso de emancipación ha hecho que la sociedad civil se haya vuelto cada vez más una fuente inagotable de demandas al gobierno. (p. 25)
Tal relación entre ciudadanos y gobierno hace no solo que sea necesario un Estado cada vez más grande sino también un descontento cada vez mayor. Lo que es evidencia de que, como lo afirmará Aguilera Hunt (2021), lo popular desborda lo institucional, no importa qué tan eficiente sea un sistema político, le resulta muy difícil traducir en los tiempos y condiciones ideales las necesidades populares. Antes, la revolución parecía ser la forma de reajuste entre ambos tiempos, hoy las condiciones para la revolución son cada vez más precarias, pero en su lugar las revueltas populares se han multiplicado en todas las latitudes. Estas nuevas formas de participación política pueden ser interpretadas como la posibilidad de sincronizar ambos tiempos, pues
por muy eficaces que sean los partidos y organizaciones revolucionarias, progresistas, en la elaboración de su propaganda, en el momento de la revuelta, todas las ataduras quedan desatadas, ‘de-sujetadas’, todos los cálculos dislocados, y toda planificación queda remitida a la dinámica auto-referente de la lucha en las calles. (Aguilera Hunt, 2021).
La revuelta se ha convertido en una herramienta muy poderosa frente a las limitaciones de la democracia liberal. Muestra de ello es el estallido social que ha tenido lugar en distintas latitudes del mundo y los resultados que han permitido visibilizar las demandas y lograr cambios institucionales reales, como el caso chileno que condujo a una asamblea constituyente. Todas estas experiencias demuestran que
Incluso, las causas que gatillan el estallido de la protesta son rápidamente desplazadas en la dinámica que ésta desarrolla, y aunque en toda revuelta se trata de destruir los símbolos del poder y la opresión, o de hacerse de ellos, la dinámica que la justifica es la de una verdadera excepcionalidad, o “verdadero estado de excepción’ como diría Walter Benjamin, en el que no solo se suspenden los programas y las agendas, sino también la mitología tecnificada del derecho, devolviendo el supuesto momento originario del contrato social a su única instanciación posible: la gente en las calles y en las barricadas, momento en que el hipotético estado de naturaleza pre-histórico de las filosofías contractualistas clásicas, es develado en su contenido real: la fiesta como desfiguración del yo y sus propiedades. (Aguilera Hunt, 2021)
Todo lo anterior da cuenta de que se vive un tránsito en las formas de legitimación del poder político en las que el tiempo juega un rol fundamental. Se asiste al ocaso de las formas de legitimación legal – racional que caracterizó todo el siglo XX, que hoy no es más que un obstáculo para la realización de la voluntad popular, hacia una que halla fundamento en la inmediatez y ser un ejercicio del poder cada vez más directo. A lo que se debe agregar que las nuevas formas de legitimidad que no tienen que ver con lo electoral, suponen que no se trata de una virtud perpetúa, sino que
deben ser probadas de manera permanente en la conducta y la acción de las instituciones. Se trata de formas de legitimidad que apuntan a la durabilidad, pero al mismo tiempo son precarias, requieren que la sociedad perciba a las instituciones o comportamientos que las encarnan como imparciales, reflexivos o próximos. (Annunziata, 2016, p. 50)
Tales cambios pueden ser interpretados como una suerte de fascinación por el decisionismo, relacionado con que los problemas temporales de la democracia han sido abordados desde la perspectiva del condicionamiento decisionista, es decir, de una reflexión sobre los condicionamientos del poder ejecutivo como limitación de la democracia (Rosanvallon, 2003a). Lo que conduce a pensar que los escenarios típicos de deliberación como los parlamentos no satisfacen a los ciudadanos, por más representativos de la población que estos pretendan ser.
Lo anterior, como producto de la estrecha relación entre la democracia y el poder legislativo, como aquel que es la más fiel representación de la comunidad política y, en consecuencia, intérpretes de lo social, pero tiene como limitación que es un modelo pensado para la normalidad. Por el contrario, los tiempos que corren se caracterizan por la cada vez más permanente excepcionalidad que justifica el clamor por la decisionalidad y una mayor preminencia del poder ejecutivo que está instituido para la gestión de lo inédito y lo excepcional.
Ello es producto de una concepción romántica del liberalismo, la de que es posible armonizar las subjetividades sociales con una voluntad general a partir de deliberaciones que no conducen a decisiones en concreto. Esta crítica realizada por Carl Schmitt (2008) sigue siendo vigente y explicativa del descontento con los resultados de la democracia liberal. Por tanto, siguiendo el argumento de Schmitt (2008) en la crítica al parlamentarismo, no solo no se producen decisiones rápidas como consecuencia de la necesidad de someterlas a numerosos debates, sino que los productos de las deliberaciones no encarnan la voluntad popular y conducen a un estado de quietud estatal. Consecuentemente, el alemán será partidario de la dictadura o una forma de democracia plebiscitaria, que en la actualidad podría ser realizada por el populismo.
Esa lectura de la realidad es útil para esclarecer el éxito de los populismos, tanto los de derecha como de izquierda, en «desafiar» a la democracia liberal. El populismo como fenómeno político de izquierda «provee la estrategia adecuada para recuperar y profundizar los ideales de igualdad y soberanía popular que son constitutivos de una política democrática» (Mouffe, 2018, p. 9). Esto porque la encarnación de pueblo como totalidad en una figura política significa la realización de la promesa democrática de una voluntad popular única y homogénea, lo que posibilita que no haya lugar a la deliberación sino a una decisión que es realmente representativa, dando solución al problema de los tiempos institucionales y de la realización de la voluntad general. Obviamente, la experiencia del populismo suscita muchas dudas y antagonismos, pero no se puede desconocer su potencialidad para transmitir lo popular al campo institucional y dar respuesta al descontento con la promesa democrática.
Además, también se asiste al surgimiento de una ciudadanía más activa políticamente, que ha superado la apatía y demanda unas formas más directas de ejercer el poder que le ha sido conferido. Esto es sinónimo de desafiar la hegemonía de las formas representativas en la democracia, pues «la centralidad de la democracia es la existencia de un cuerpo político que tiene soberanía sobre todo en su poder (…), significa un espacio político y ético cuya existencia no depende de ninguna referencia a otra dimensión» (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 18)((Traducción libre de las autoras. Cita original: «The centrality of democracy is the existence of a political body that has sovereignty over everything in its power. (…) means an ethical and political space that does not depend for its existence on any reference to an extra dimension» (Sanín Restrepo y Méndez Hincapié, 2018, p. 18).)). Annunziata (2016) citando a Lefort (1896) interpreta esto como un proceso de sustancialización de la democracia frente a unos procedimientos electorales que han convertido a la voluntad popular en un procedimiento numérico.
Se trata de un momento en el que se vuelve a hacer manifiesta la tensión entre las formas de democracia directa y democracia representativa. Sin negar la solución que brinda la representación, parece ser que en la actualidad el pulso está siendo ganado por la forma directa que se refiere a una forma de expresión de la voluntad general caracterizada por la unidad y la simultaneidad en la que el pueblo se expresa como un todo, tienden a eliminar la sustitución del representante por el representado y en general todo tercero organizador. (Rosanvallon, 2005)
La tensión decisión-deliberación y directa- representativa, no tiene una solución definitiva a favor de ninguno de los dos términos en tensión, ya que la práctica democrática los convierte en indisociables. Esto resulta claro por las paradojas que presenta la transformación que vive la democracia. Por un lado, si bien se exige mayor decisión, a la vez se produce una demanda de mayores espacios de deliberación sobre lo público para los ciudadanos. Por el otro, el surgimiento de formas no convencionales y directas de participación política no significa la supresión completa de los mecanismos representativos, pues la exigencia práctica conduce a que el conflicto, lo político sean resueltos a través de los mecanismos electorales.
La superación del problema del desfase temporal supone alcanzar nuevos puntos de encuentro entre las tensiones antes planteadas. En primer lugar, la soberanía popular está vinculada con el momento constituyente y, en consecuencia, la democracia no puede definirse como el poder permanente del pueblo, porque ello representa una amenaza de desbordamientos. No es posible llevar a la práctica tal promesa, aunque es innegable el carácter continuo del proceso de constitución de una voluntad general que está siempre inacabada y de un pueblo en constante definición de sus límites (Rosanvallon, 2003a). En consecuencia, la conciliación del decisionismo y la deliberación no debe estar orientada a prácticas decisionistas, cada vez más frecuentes por la permanencia de la excepción en los Estados, sino en la reinvención de los escenarios deliberativos que cumplan con las exigencias del momento actual (Rosanvallon, 2003a).
En segundo lugar, la conciliación entre las formas de democracia representativa y democracia directa está atravesada por el problema del conocimiento social. Es decir, con la capacidad de los representantes de conocer e interpretar a ese cuerpo social heterogéneo en nombre del que actúan. Esto tendrá un peso decisivo en las formas de legitimidad que están surgiendo. Rosanvallon ha denominado esta forma como legitimidad de proximidad en la que:
el interés general se logra por la consideración y el reconocimiento de las singularidades sociales; en lugar de poner una distancia frente a cada particularidad —como la legitimidad de imparcialidad—, la proximidad supone una inmersión en el mundo de lo particular, una atención a los individuos concretos, sus experiencias, vivencias e historias. Esta figura de la legitimidad no tiene para el autor una institución característica, sino que remite a un conjunto de expectativas sociales sobre el comportamiento de los gobernantes, sobre su conducta. (Annunziata, 2016, p. 49)
Esto supone un reto en sociedades cada vez más plurales y heterogéneas, pero no es un imposible pues, aunque:
La democracia se inscribe doblemente en el régimen de la ficción. En principio sociológicamente, al reformar de manera simbólica el cuerpo artificial del pueblo. Pero también técnicamente, pues el desarrollo de un Estado de derecho presupone “generalizar lo social”, volverlo abstracto si se prefiere, para hacerlo gobernable por medio de leyes universales. Si esta formalidad es un principio de construcción social en la democracia, al mismo tiempo vuelve más incierto la constitución de un pueblo concreto. Aparece aquí mismo una contradicción que se instala entre el principio político de la democracia y su principio sociológico: el principio político consagra el poder de un sujeto colectivo cuyo principio sociológico tiende a disolver su consistencia y a reducir su visibilidad. (Rosanvallon, 2003b, pp. 38-39)
No hay nada que garantice mejor el funcionamiento y la estabilidad del régimen democrático que su capacidad de interpretar lo social y trasladarlo a lo institucional. No solo equivale a una ciudadanía más conforme con el sistema político, sino que las ventajas se evidencian en la dimensión procedimental y sustancial de la democracia.
Conclusión
Lo hasta aquí expuesto no significa en modo alguno que se asista a una crisis de la democracia o a un momento de debilitamiento. Por el contrario, consideramos que se observa en las manifestaciones populares y en sus demandas, el reclamo por un fortalecimiento de la esencia y el cumplimiento de la promesa democrática. La exigencia del campo popular por el retorno de la soberanía a su depositario (según las constituciones liberales) da cuenta de una radicalización de la participación política y de la democracia como un sistema político viable a pesar de sus imperfecciones. Por eso, aunque se exija que se corrijan los vicios que tiene, no parece existir la pretensión dirigida a su reemplazo, ni existe tal posibilidad en el marco de un Estado liberal.
Resulta correcto afirmar que la mayoría de las mejoras apuntan a la representación, en términos de ser más directa, fiel a la voluntad popular y con formas de control a los representantes. En este momento histórico ya se ha reconocido la ineludibilidad de la representación en el ejercicio democrático. Y que, en consecuencia, los mecanismos electorales seguirán estando presentes y son indispensables para lograr identificar esa voluntad popular y ser fieles a ello.
Muestra de lo anterior es que, a pesar de que las formas de participación política han mutado hacía otras con las características ya mencionadas, el fin de todos estos procesos, termina por conducir a lo electoral como procedimiento técnico de lo democrático. Ejemplo de ello son las recientes movilizaciones populares y fenómenos sociales de los últimos años, el más notorio de ellos Chile, que ha conducido a una Convención Constituyente que vuelve a reducir la cuestión al engranaje electoral.
Sin embargo, también es pertinente señalar que todo esto es producto de una revitalización de lo político que se resiste a su aniquilación por un modelo liberal que ha expuesto sus límites e imperfecciones. A la par de ello, también resurge el conflicto, en el que la democracia juega un papel fundamental en la tramitación de este y en la prevención de su desbordamiento fuera del escenario institucional hacía escenarios de guerra civil. Bajo tal consideración, que no se concreten los riesgos del impulso popular que se presenta depende de la capacidad de respuesta de la democracia y de las posibilidades de subsanar sus vicios, so riesgo de que se dé paso a sistemas abiertamente antidemocráticos.
En ese sentido los criterios de decepción democrática que Rosanvallon (1995) señala mantienen vigencia y permiten comprender a su vez las potencialidades de la democracia:
la democracia no son simplemente las tecnologías políticas de elección, sino la vida misma del cuerpo social. Es la búsqueda de la inmediatez absoluta de lo social y de lo político, lo político está absorbido en lo social. La vida moderna se caracteriza por la separación de la sociedad civil y la sociedad política. La sustancialización de la democracia es un proceso que trata de volverlas, nuevamente, indisociables. (p.118)
Entonces, se asiste a un breakpoint que será definitivo para el porvenir de la democracia. Como la filosofía política no tiene por objeto hacer pronósticos, no hay una respuesta definitiva acerca de qué viene, por ello este artículo no tiene ambición mayor que la de exponer algunas consideraciones e interpretaciones de carácter coyuntural. Sobre su futuro solo se puede cerrar indicando que, en tanto que modelo siempre inacabado, la democracia:
constituye a la política en un campo sumamente abierto a partir de las tensiones e incertidumbres que subyacen en ella. Si después de más de dos siglos sigue apareciendo como el indispensable principio organizador de todo orden político moderno, el imperativo que traduce esa evidencia es también tan intenso como impreciso. Dado que es fundadora de una experiencia de libertad, la democracia no deja nunca de constituir una solución problemática para instituir una polis de hombres libres. En ella se unen desde hace mucho tiempo el sueño del bien y la realidad de lo confuso. Esta coexistencia tiene de particular que no se trataría de un ideal lejano con el cual estaría de acuerdo todo el mundo. Las divergencias sobre su definición remiten al orden de medios empleados para realizarla. Sólo por esto, la historia de la democracia no es una experiencia fracasada o una utopía traicionada. (Rosanvallon, 2003b, pp. 20-21)
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