Mateo Aguado Caso
Profesor Titular de la Escuela Politécnica Nacional (Ecuador) e Investigador del Laboratorio de Socio-Ecosistemas de la Universidad Autónoma de Madrid (España).
Escuela Politécnica Nacional, Quito, Ecuador
mateo.aguado@epn.edu.ec / mateo.aguado@uam.es
Recibido: 30/10/2016 – Aceptado: 12/12/2016
Resumen: Nuestro planeta ha entrado en una nueva época geológica, el Antropoceno, caracterizada por el impacto de los seres humanos sobre el Sistema Tierra. Actualmente, las actividades humanas están afectando de forma profunda a la mayor parte de los procesos que determinan, globalmente, el funcionamiento de la ecosfera. Los seres humanos y nuestras sociedades se han convertido en una fuerza geofísica global en los albores del siglo XXI. Durante las próximas décadas, la humanidad tendrá que reconsiderar sus actuales patrones de desarrollo y progreso si no quiere acabar enfrentándose a un colapso ecológico y social cuyas consecuencias podrían resultar dramáticas. Bajo este contexto, necesitaremos repensar el concepto de bienestar humano desde una perspectiva socio-ecológica y sostenible.
Palabras clave: Cambio Global, Antropoceno, Gran Aceleración, Sostenibilidad socio-ecológica, Bienestar humano
Abstract: Our planet has entered a new geological epoch, the Anthropocene, characterized by the impact of humans on the Earth System. In our time, human activities are deeply affecting most of the processes that determine the global functioning of the ecosphere. Humans and our societies have become a global geophysical force in the twenty-first century. During the next decades, humanity will need to rethink its current development and progress patterns if it does not want to face an ecological and social collapse, whose consequences could be dramatic. Under this context, we will need to rethink the concept of human well-being from a social-ecological and sustainable perspective.
Key words: Global Change, Anthropocene, Great Acceleration, Socio-ecological sustainability, Human wellbeing
Si estamos de verdad en una situación catastrófica -y lo estamos-, tratar de analizarla no es un discurso catastrofista, sino un ejercicio de realismo.
Jorge Riechmann
Alentados por satisfacer nuestras necesidades más básicas, primero, y nuestros anhelos de progreso y desarrollo, más tarde, los seres humanos hemos modificado la naturaleza desde nuestros orígenes (Costanza et al., 2007). Esta capacidad transformadora nos ha ido aportando a lo largo de la historia indudables avances en numerosos campos del conocimiento que nos han permitido ir mejorando notablemente nuestras condiciones de vida. Sin embargo, y sobre todo a lo largo de las últimas décadas, estas mejoras han traído consigo importantes alteraciones sobre la integridad de los ecosistemas y la biodiversidad que amenazan con condicionar, por primera vez en la historia, tanto el funcionamiento integral de nuestro planeta como nuestro propio bienestar (MA, 2005a; Rockström et al., 2009).
Tal y como ha evidenciado la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio (MA, 2005a),[1] en los últimos sesenta años los seres humanos, promovidos por satisfacer unas demandas cada vez mayores de alimentos, agua dulce, madera y combustibles, hemos transformado los sistemas naturales más rápidamente que en ningún otro período de nuestra existencia. Como consecuencia de ello, actualmente al menos dos terceras partes de los servicios que los ecosistemas proporcionan a la humanidad a escala global se están degradando o están siendo utilizados de manera insostenible.
Esta presión a la que el Sistema Tierra se ve forzado por causas antrópicas -y que puede medirse, pese a sus limitaciones y carencias, mediante la huella ecológica (Wackernagel & Rees, 1998)- llegó a su punto crítico a comienzos de la década de los setenta, cuando la demanda humana de tierra y agua biológicamente productivas superó por vez primera en la historia la biocapacidad del planeta.[2] Esta suerte de sobrepasamiento, conocido como “ecological overshoot”, ha ido progresando desde entonces hacia un déficit ecológico cada vez mayor. Así, durante más de cuarenta años los seres humanos hemos estado utilizando más de lo que la Tierra podía proporcionarnos y, fruto de ello, a día de hoy nuestra huella humana global supera ya en más de un 50% la capacidad del planeta de regenerarse (dicho de otra forma, el planeta tarda hoy más de un año y medio en regenerar los recursos renovables que los humanos utilizamos en tan solo un año) (McLellan et al., 2014). De mantenerse esta tendencia, se espera que para 2030 sean necesarios más de dos planetas Tierra para satisfacer la demanda de bienes y servicios de toda la humanidad (Grooten et al., 2012). Estamos, sin duda, viviendo por encima de nuestras posibilidades (Duarte & Montes, 2008).
Viviendo en tiempos de Cambio Global
Los trabajos científicos de las últimas décadas han aportado evidencias inequívocas de que, actualmente, los seres humanos estamos afectando de forma profunda a la mayor parte de los procesos que determinan conjuntamente el funcionamiento global de la ecosfera (Duarte et al., 2009; Ellis, 2011; MA, 2005a; Robin et al., 2013; Rockström et al., 2009; Steffen et al., 2004, 2015a).
Al conjunto de cambios ambientales inducidos por las actividades humanas se le ha denominado Cambio Global (o cambio ambiental global, del inglés “global environmental change”) (Vitousek, 1994) y, dentro de él, se incluyen todas aquellas actividades humanas que, aunque puedan ser realizadas localmente, tienen efectos que trascienden el ámbito local o regional para afectar al funcionamiento global de todo el planeta (Duarte et al., 2009). Entre los impulsores directos más importantes del Cambio Global se encuentran los cambios de uso de suelo, el cambio climático, la contaminación, la introducción de especies invasoras, la alteración de los ciclos biogeoquímicos y la sobreexplotación de recursos (MA, 2005a; MA, 2005b). Es importante aclarar, no obstante, que el término Cambio Global viene referido a las exclusivas características que determinan este momento único de cambios ambientales en la historia del planeta: la celeridad e intensidad con la que están sucediendo y el hecho de que es antropogénico, es decir, que es tan sólo una especie, el Homo sapiens, el principal motor de los mismos (Duarte et al., 2009; Oscáriz et al., 2008; Steffen et al., 2004).
Las claves que mejor explican, al fin y al cabo, el fenómeno del Cambio Global son dos: el crecimiento de la población humana y el incremento en el consumo de recursos per cápita por parte de la humanidad (Duarte et al., 2009; Vitousek, 1994). Dicho de otra forma, cada vez somos más y cada vez demandamos más a nuestro planeta. Así, mientras que a comienzos del siglo pasado la población mundial apenas llegaba a los 1,650 millones de personas, hoy somos más de 7,400 millones y, según estimaciones recientes, esta cifra, lejos de estabilizarse, podría llegar a los 10,900 millones para finales del siglo veintiuno (Gerland et al., 2014). Paralelamente a este excepcional crecimiento demográfico, durante el pasado siglo la producción industrial mundial se multiplicó por más de cincuenta, el consumo de energía por casi veinte, el consumo de agua por diez y las capturas pesqueras por aproximadamente cuarenta (Crutzen & Ramanathan, 2007; Heinberg, 2005; McNeill, 2001); y todo ello al tiempo que el grado de urbanización planetaria superaba por vez primera en la historia de la humanidad el 50% de la población mundial[3] (Aguado, 2015; ONU, 2014).
Bajo un contexto tan acelerado como este resulta de suma importancia reconocer que los sistemas naturales y los sistemas socioculturales han tendido históricamente a evolucionar de forma paralela, dando con ello pie a una suerte de coevolución socio-ecológica adaptativa (Anderies et al., 2004) en donde los cambios acaecidos en una de estas esferas han conllevado siempre cambios paralelos en la otra (Steffen et al., 2015b). De esta forma, las alteraciones globales observadas sobre la ecosfera en los últimos decenios (como por ejemplo el cambio climático) son, en realidad, las respuestas biofísicas del planeta a los cambios que, previamente, hemos ido realizando los humanos sobre el sistema socioeconómico mundial (como por ejemplo mediante la quema desmedida de combustibles fósiles).
Las verdaderas causas del Cambio Global no se hallan por lo tanto en los impulsores directos de cambio (que serían, antes bien, los efectos) sino en los impulsores indirectos; esto es, en todos aquellos factores o procesos sociopolíticos que actúan de forma difusa alterando los ecosistemas a través de su acción sobre uno o más impulsores directos (EME, 2011). Según Nelson (2005), los principales impulsores indirectos que nos permiten entender el fenómeno del Cambio Global son cinco: i) los impulsores demográficos (tendencias poblacionales, flujos migratorios), ii) los impulsores económicos (políticas macroeconómicas, mercados financieros), iii) los impulsores sociopolíticos (globalización, procesos de gobernanza), iv) los impulsores culturales (valores, creencias, costumbres) y v) los impulsores relacionados con los aspectos científico-técnicos.
El Cambio Global se alza de este modo como un fenómeno emergente, complejo, sinérgico y multidimensional que está indiscutiblemente ligado al comportamiento humano: a sus hábitos, a su estilo de vida, a sus patrones de consumo, a su metabolismo socioeconómico, a sus instituciones, etc. Se trata, por tanto, de un fenómeno intrínsecamente social generado, en última instancia, por la crisis de nuestro modelo de civilización; un modelo que no ha sabido hasta la fecha acomodar de forma eficaz las aspiraciones humanas con la sostenibilidad ecológica. Asumir esto y aceptar que la actual crisis ecológica es, a fin de cuentas, un hecho social enraizado en nuestro estilo de vida y en nuestro modelo civilizatorio significará convenir, más temprano que tarde, en que las soluciones a dicha crisis sólo podrán llegar a partir de cambios socioculturales profundos relacionados con nuestros patrones de comportamiento (Prats et al., 2016). De acuerdo con Rands et al. (2010), aceptar esta realidad supone, adicionalmente, reconocer que los esfuerzos conservacionistas de nuestro tiempo no pueden estar únicamente dirigidos a la protección de los ecosistemas y de la biodiversidad sino que deben de contemplar también cambios profundos en los principales engranajes socioculturales de la actual civilización capitalista.
El amanecer de una nueva época: bienvenidos al Antropoceno
Hasta tal punto estamos los seres humanos alterando los procesos biogeofísicos y biogeoquímicos esenciales de nuestro planeta que muchos investigadores sugieren que estamos ya inmersos en una nueva unidad formal dentro de la escala temporal geológica de la Tierra: el Antropoceno, una nueva época dentro del periodo Cuaternario en la cual los seres humanos estaríamos sobrepasando con nuestras actividades los umbrales de seguridad de varios parámetros ambientales claves para el correcto funcionamiento de la ecosfera (Crutzen & Stoermer, 2000; Ellis, 2011; Rockström et al., 2009; Steffen et al., 2007, 2011; Waters et al., 2016; Zalasiewicz et al., 2008, 2010, 2011).
A pesar de no haber sido aún reconocido explícitamente por la comunidad científica internacional como una nueva unidad formal dentro de la escala de tiempo geológico (Steffen et al., 2011a), lo cierto es que en los últimos años la idea del Antropoceno está penetrando con mucha fuerza en la literatura científica de todo el mundo para señalar el grado con que las actividades humanas están alterando los ecosistemas del planeta (Zalasiewicz et al., 2008, 2011). Paralelamente a este creciente interés científico, el término Antropoceno está experimentando una ascendente popularidad mediática y social, estando cada vez más presente en los medios de comunicación, en internet, en el discurso de los movimientos ecologistas y en las librerías de todo el mundo (véase, por ejemplo, Angus, 2016; Autin & Holbrook, 2012; Bonneuil & Fressoz, 2016; Davies, 2016; Finney et al., 2016).
Tal y como sostienen Zalasiewicz et al. (2015), uno de los mayores éxitos del término Antropoceno radica sin duda en su capacidad para albergar cronográficamente y de forma satisfactoria la situación de excepción ecológico-social en la que nuestro planeta se halla bajo el fenómeno complejo del Cambio Global. Sobre estas bases cabría concebir al Antropoceno como la unidad geocronológica y cronoestratigráfica bajo la cual tiene lugar el proceso antropogénico del Cambio Global. O, dicho de otra forma, como la unidad de tiempo geológico bajo la cual los seres humanos estaríamos modificando con nuestras acciones los patrones o ritmos naturales de cambio de la ecosfera, sacando con ello al planeta de su “variabilidad natural”.
Con el objetivo de clarificar la validez científica del Antropoceno, en el año 2008 se presentó una propuesta a la Comisión Internacional de Estratigrafía[4] para evaluar si el término tenía o no mérito científico como una nueva unidad formal dentro del tiempo geológico de la Tierra; y, si lo tuviese, resolver cuándo habría comenzado. Tras más de ocho años de intenso trabajo, las certidumbres científicas cosechadas por el Grupo de Trabajo sobre Antropoceno respecto a la validez académica de este nuevo término han resultado ser bastante convincentes (ver, por ejemplo, Steffen et al., 2016; Waters et al., 2016). Igualmente notables han sido los avances obtenidos por este grupo de trabajo respecto al momento histórico en el cual situar el comienzo de esta nueva época geológica (o, lo que es lo mismo, dónde establecer la frontera geológica entre el Holoceno y el Antropoceno). Como veremos a continuación, son tres las propuestas que, a día de hoy, cuentan con un mayor respaldo científico a este respecto (Zalasiewicz et al., 2015).
La primera de ellas, conocida como la teoría del “Antropoceno temprano”, emplaza el inicio de esta nueva época geológica en el Neolítico, con la domesticación de especies y la llegada de la agricultura y la ganadería. Según apunta esta hipótesis, el cambio sociocultural que supuso pasar de organizarse alrededor de pequeños grupos nómadas de cazadores-recolectores (Paleolítico) a constituir asentamientos humanos basados en las actividades agropecuarias (Neolítico) conllevó una modificación del sistema biofísico global (expresada fundamentalmente a través de los cambios de uso del suelo y del aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera) que, según sostienen sus defensores, podría ser considerado como el inicio del Antropoceno (Certini & Scalenghe, 2011; Ellis et al., 2013; Ruddiman, 2003, 2013; Ruddiman et al., 2011; Wilkinson et al., 2014).
La segunda teoría sobre el comienzo del Antropoceno sitúa su inicio hacia finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve, con la invención de la máquina de vapor por James Watt y el arranque de la Revolución Industrial (Zalasiewicz et al., 2015). Esta hipótesis fue la que originalmente propusieron los autores del término Antropoceno allá por el año 2000, argumentando que los efectos de las actividades humanas se hicieron claramente perceptibles a escala global a partir de este momento (sobre todo aquellos relacionados con las concentraciones atmosféricas de CO2 y CH4 detectadas en los testigos de hielo glaciar) (Crutzen, 2002; Crutzen & Stoermer, 2000; IPCC, 2014). Estudios recientes han puesto de manifiesto como los productos asociados a las actividades extractivas -como los materiales de construcción o los metales procesados- representarían otro importante marcador estratigráfico que señalaría un cambio notorio en las características de los depósitos antropogénicos durante el inicio de la Revolución Industrial (Ford et al., 2014; Price et al., 2011).
Por último, la tercera gran teoría sobre el inicio del Antropoceno sostiene que éste comenzó a mediados del siglo veinte, con el fenómeno de rápidas e intensas transformaciones sociales, económicas, científicas, tecnológicas y biofísicas que tuvieron lugar a escala planetaria tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Según sus defensores, este fenómeno, conocido como la Gran Aceleración (McNeill & Engelke, 2016; Steffen et al., 2007, 2011b, 2015b), habría impulsado un fuerte incremento poblacional y un potente aumento en el consumo per cápita de recursos que -junto al posterior proceso de globalización económica- habría sumido al planeta Tierra en un nuevo estado de cambios drásticos inequívocamente atribuible a las actividades humanas.
De entre estas tres grandes hipótesis, las últimas averiguaciones cosechadas por el Grupo de Trabajo sobre Antropoceno de la Comisión Internacional de Estratigrafía se inclinan a ubicar el inicio del Antropoceno hacia mediados del siglo pasado, es decir, con el comienzo de la Gran Aceleración (tercera hipótesis) (Waters et al., 2014; Zalasiewicz et al., 2015). Las razones principales que llevaron a estos investigadores a descartar las opciones del Neolítico y de la Revolución Industrial como el inicio formal del Antropoceno fueron, fundamentalmente, que ambos acontecimientos sucedieron -cada uno de ellos por separado- de manera diacrónica en todo el planeta, y, como es sabido, los límites cronoestratigráficos en geología deben de establecerse siempre en base a medidas sincrónicas globales (Zalasiewicz et al., 2015). Así, el proceso por el cual los seres humanos fuimos desarrollando la agricultura y la ganadería durante el Neolítico no fue un fenómeno que sucediese de forma simultánea en todas las regiones del planeta, sino que estuvo separado por miles de años, e incluso por decenas de miles de años en algunos casos (Purugganan & Fuller, 2009; Rindos, 2013). Estudios recientes desarrollados sobre horizontes edáficos vinculados a las primeras prácticas agropecuarias (Fairchild & Frisia, 2014) y sobre minerales magnéticos de sedimentos lacustres (que constituyen un potente marcador de eventos de deforestación y de erosión edáfica) (Snowball et al., 2014) sugieren igualmente una narrativa diacrónica para los episodios ligados al comienzo de la agricultura neolítica.
Del mismo modo, la Revolución Industrial, aun tratándose de un proceso mucho más comprimido en el tiempo que la neolitización, es también un evento diacrónico en el espacio y en el tiempo que, para el caso de muchos países, realmente no termina de producirse hasta mediados del siglo veinte (Waters et al., 2014), y, en cierta medida, la actual industrialización de China, India y otros países emergentes podría ser interpretado como su continuación contemporánea (Zalasiewicz et al., 2015). En este sentido, y según evidenciaron los trabajos de Snowball et al. (2014), algunos marcadores estratigráficos asociados a la industrialización, como las señales magnéticas de determinados minerales vinculados a la combustión del carbón, se han mostrado geográficamente diacrónicos hasta en 100 años. Por todo ello, son muchos los autores que sostienen que la Revolución Industrial, aun siendo un acontecimiento mucho más claro y representativo del impacto de las actividades humanas que cualquier otro sucedido miles de años atrás, no puede ser formalmente considerada como el comienzo estratigráfico del Antropoceno (Gibbard & Walker, 2014; Waters et al., 2014; Zalasiewicz et al., 2015).
La Gran Aceleración
Según han puesto de manifiesto las últimas investigaciones científicas del Grupo de Trabajo sobre Antropoceno, es a partir de mediados del siglo pasado cuando, con el inicio de la Gran Aceleración, se producen los mayores cambios de origen humano sobre el Sistema Tierra (McNeill & Engelke, 2016; Steffen et al., 2007, 2011b, 2015b). De este modo, y tal y como recoge la Figura 1, el excepcional aumento de las actividades humanas sucedido desde mediados del siglo veinte, junto a los impactos globales asociados con diversos aspectos relacionados con el funcionamiento del Sistema Tierra, habrían sumido al planeta en una nueva época de cambios rápidos, intensos y globalizantes que representaría el inicio de la Gran Aceleración y, con ello, el comienzo del Antropoceno (Steffen et al., 2011b, 2015b; 2016).
Según señalan Zalasiewicz et al. (2015), este conjunto de cambios acelerados, además de tener la capacidad global de modificar la dinámica “natural” del planeta, ha ido originando -con el paso de los años- diversos registros estratigráficos reconocibles para la geología (Zalasiewicz et al., 2015). Así, tal y como apuntan estos investigadores, entre las principales transformaciones antropogénicas asociadas a registros estratigráficos detectables encontraríamos: i) la dispersión mundial de isótopos radiactivos procedentes de las pruebas nucleares que se iniciaron a mediados de la década de los cuarenta con la detonación de la primera bomba atómica (Hancock et al., 2014; Hua et al., 2013; Waters et al., 2015, 2016); ii) la alteración global del ciclo del nitrógeno ocurrida a partir de la intensificación agrícola facilitada por el uso masivo de fertilizantes artificiales de origen petroquímico (Holtgrieve et al., 2011; Wolfe et al., 2013); iii) la creación y dispersión planetaria de nuevos materiales fabricados por el ser humano, como los plásticos y las fibras sintéticas (Zalasiewicz et al., 2016); iv) la difusión global de contaminantes vinculados a las actividades industriales, incluidos los contaminantes orgánicos persistentes (COPs) (Muir & Rose, 2007) y los metales pesados (Gałuszka et al., 2014; Leorri et al., 2014); v) la pérdida de biodiversidad generalizada, así como el avance de las especies invasoras en todo el planeta (Barnosky, 2014; Barnosky et al., 2011; Ceballos et al., 2015); vi) la modificación humana del sistema climático mundial debido al aumento acelerado de los niveles atmosféricos de CO2 a partir, fundamentalmente, de mediados del siglo veinte (IPCC, 2014); y vii) la alteración de los depósitos y flujos de materiales pétreos granulados correspondiente tanto al transporte deliberado de materiales (minería, construcción, urbanización) (Ford et al., 2014) como al efecto indirecto producido por las grandes presas fluviales (cuya presencia reduce drásticamente las escorrentías y el aporte de sedimentos en las zonas costeras de todo el mundo provocando con ello un retroceso significativo de los deltas)[5] (Syvitski & Kettner, 2011).
Todos estos cambios antropogénicos detectables mediante marcadores estratigráficos (junto a algunos otros indicadores) han permitido al Grupo de Trabajo sobre Antropoceno de la Comisión Internacional de Estratigrafía proponer a la Gran Aceleración como el momento formal del inicio del Antropoceno (Steffen et al., 2015b, 2016; Waters et al., 2016; Zalasiewicz et al., 2015). Con todo ello, y según sus defensores, el enorme crecimiento del sistema económico-financiero mundial acontecido a partir de mediados del pasado siglo, junto al paralelo desarrollo tecnológico y a la posterior globalización capitalista, habrían posibilitado un acoplamiento a escala planetaria entre el metabolismo de la esfera socioeconómica y el funcionamiento de la ecosfera que representaría de facto el comienzo el Antropoceno.
De entre los múltiples cambios antropogénicos que caracterizarían a la Gran Aceleración, son varios los criterios estratigráficos que podrían ser utilizados formalmente como pistoletazo de salida del Antropoceno (Zalasiewicz et al., 2015). Sin embargo, y según apuntan los últimos trabajos de la Comisión Internacional de Estratigrafía, el evento más apropiado para situar el nacimiento oficial de esta nueva época geológica sería la primera detonación nuclear, llevada a cabo en el desierto de Alamogordo, en Nuevo México, el 16 de julio de 1945 (Waters et al., 2015, 2016; Zalasiewicz et al., 2015). Según argumentan estos estudios, los isótopos radiactivos liberados a partir de los primeros ensayos nucleares (ensayos que alcanzaron su máximo de emisiones a comienzos de la década de los sesenta, en la conocida como “era atómica”), habrían modificado para siempre, y de un modo sincrónico, el registro químico-estratigráfico global de nuestro planeta, siendo de este modo el candidato idóneo para representar geológicamente el comienzo del Antropoceno.
En definitiva, las evidencias científicas que respaldan la teoría del Antropoceno son cada día más robustas y contundentes (Steffen et al., 2016; Waters et al., 2016; Zalasiewicz et al., 2016), y probablemente sea cuestión de tiempo que el término acabe siendo formalmente aceptado por la comunidad científica internacional. Hasta entonces, no cabe duda de que se trata de un concepto útil y consistente cuyo enorme potencial mediático-reflexivo puede contribuir positivamente -tanto desde el punto de vista político como cultural- a una mayor toma de conciencia global sobre la delicada situación socio-ecológica en la que se encuentra nuestro planeta y nuestra especie en los albores del siglo veintiuno.
Repensando nuestro bienestar frente al Antropoceno
Las aceleradas pautas de crecimiento y sobreexplotación características del Antropoceno, junto al hecho de que vivimos en un planeta de recursos finitos y de espacio ecológico limitado, ponen de manifiesto una incómoda realidad física: que el crecimiento en el consumo per cápita de recursos naturales de una población en constante crecimiento no puede mantenerse de forma indefinida en el tiempo sin acabar chocando con los límites biofísicos del planeta (Daly & Farley, 2011). Continuar ignorando esta realidad termodinámica en pleno siglo veintiuno podría resultar fatal durante las próximas décadas para el planeta y para nuestra especie, pues tal y como han puesto de manifiesto numerosos trabajos científicos, el fenómeno emergente del Cambio Global abre la puerta -cada día con más rotundidad- a la posibilidad de sufrir un colapso socio-ecológico de magnitudes planetarias (Bardi, 2014; Ehrlich & Ehrlich, 2013; Lenton et al., 2008; Meadows et al., 1972; Motesharrei et al., 2014; Rockström et al., 2009; Steffen et al., 2004; Turner, 2014).
Las primeras voces científicas que alertaron sobre el riesgo de padecer un colapso global llegaron a comienzos de la década de los setenta con la publicación del primero de los informes al Club de Roma, el ya clásico libro Los límites del crecimiento (Meadows et al., 1972). Esta obra, basada en complejos modelos matemáticos dinámicos sobre la economía mundial y la biosfera, sobrecogió a la comunidad científica internacional con un contundente mensaje: si los países industrializados no reconsideran sus patrones de crecimiento podríamos enfrentarnos, en algún momento del siglo XXI, a un colapso global fruto de la combinación de la superpoblación humana, el exceso de contaminación y una menor disponibilidad de recursos naturales (Meadows et al., 1972). Más recientemente, una revisión del investigador australiano Graham Turner ha mostrado hasta qué punto las conclusiones de Los límites del crecimiento estaban en lo cierto, concluyendo que, de continuar con la actual dinámica de crecimiento, el colapso social, económico y ambiental podría llegar para la década de 2030 (Turner, 2014).
Por lo tanto, parece que de no tomarse medidas urgentes al respecto, el actual rumbo de insostenibilidad planetaria al que nos está dirigiendo el metabolismo socioeconómico mundial podría conducirnos en algún momento del presente siglo a sobrepasar diversos umbrales críticos en el funcionamiento del Sistema Tierra que podrían empujarnos hacia un escenario socio-ecológico indeseado y sin retorno cuyo desenlace final podría desembocar en un colapso civilizatorio. Es por ello que vivir hoy en el Antropoceno supone, más que nunca, aprender a desenvolverse en un contexto cambiante y globalizante que nos emplaza continuamente a convivir con lo inesperado (González et al., 2007).
Reconocer esto y aceptar la existencia de límites biofísicos al crecimiento humano será algo esencial durante los próximos años para poder planificar en el Antropoceno una gestión eficiente y segura de las relaciones naturaleza-sociedad. Si partimos de la base de que el Cambio Global es, en esencia, fruto de la insostenibilidad de nuestro actual modelo socioeconómico y del estilo de vida asociado al mismo (EME, 2011; Martín-López et al., 2013), parece lógico aceptar, entonces, que cualquier esperanza de caminar hacia una civilización más sustentable ha de pasar forzosamente por repensar nuestra concepción dominante de bienestar humano (Aguado et al., 2012). La humanidad necesita así comprender que, en una ecosfera sujeta a límites biofísicos, tratar de ensalzar y defender una noción de bienestar basada en las aspiraciones materiales y en el crecimiento continuo puede resultar altamente contraproducente en el medio y largo plazo para la sostenibilidad socio-ecológica global de nuestro planeta (Aguado et al., 2014).
Trabajar por un mundo más justo y sostenible en los albores del Antropoceno significará ineludiblemente trabajar por una nueva concepción de bienestar alejada de los aspectos economicistas y monetarios preponderantes hasta ahora en el imaginario social generalizado. Requeriremos, a fin de cuentas, repensar nuestra forma de entender la vida en el Antropoceno hacia nuevos esquemas existenciales que estén mejor acoplados con el funcionamiento de la ecosfera. Caminar hacia este horizonte implicará necesariamente transcender las fronteras de las ciencias formales y experimentales para reflexionar sobre nuestra manera de ser y estar en el mundo y sobre la forma en que construimos valores y proyectamos realidades.
Bajo la nueva realidad del Antropoceno, la alternativa a la insostenibilidad que el actual modelo de desarrollo ha provocado dependerá, en gran medida, de la capacidad que tengamos como sociedad global de dejar atrás la actual deriva mercantilista y consumista del bienestar para repensar colectivamente su noción desde el paradigma de la sostenibilidad y la justicia; esto es, avanzar hacia una vida digna y justa para todos los seres humanos que transcurra y florezca sin exceder los límites biofísicos de nuestro planeta.
Agradecimientos: el autor de este artículo agradece a José A. González, a Carlos Montes y a Kr’sna Bellott las valiosas aportaciones realizadas sobre una versión anterior de este escrito.
Referencias
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Notas
[1] La Evaluación de los Ecosistemas del Milenio es un programa científico interdisciplinario auspiciado por Naciones Unidas que, a día de hoy, representa el mayor esfuerzo internacional que se está llevando a cabo para evaluar la capacidad que tienen los ecosistemas del planeta y su biodiversidad de contribuir al bienestar humano de sus habitantes.
[2] La huella ecológica es un indicador de impacto ambiental que calcula la presión que el ser humano ejerce sobre el planeta a través de la demanda de recursos y de la emisión de residuos (es decir, a través de nuestros patrones de consumo en último término). Por su parte, la biocapacidad, o capacidad biológica, es la capacidad que tienen los ecosistemas para producir materiales biológicos útiles para los seres humanos, así como para absorber los materiales de desecho generados por nuestras actividades.
[3] A pesar de ocupar tan sólo el 1% de toda la superficie terrestre libre de hielos (Klein Goldewijk et al., 2010), las ciudades aglutinan a día de hoy alrededor del 90% del PIB mundial (Gutman, 2007) y cerca del 80% de las emisiones totales de CO2 (Seto et al., 2013).
[4] La Comisión Internacional de Estratigrafía de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (IUGS) es el principal organismo científico encargado de construir la escala de tiempo geológico (o tabla cronoestratigráfica internacional). Es decir, es el organismo encargado de “poner orden” en la historia del planeta basándose en las evidencias científicas recogidas en rocas y sedimentos.
[5] Según estimaciones de Douglas & Lawson (2001), el transporte anual mundial de materiales promovidos por las actividades humanas asciende ya a unas 57,000 millones de toneladas, una cantidad tres veces superior al transporte de sedimentos que realizan de forma natural los ríos de todo el mundo.
Para citar este artículo: Aguado, M. (2017). Llamando a las puertas del antropoceno. Iberoamérica Social: revista red de estudios sociales VII, pp. 41 – 59. Recuperado en https://iberoamericasocial.com/llamando-las-puertas-del-antropoceno/
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Una reflexión maravillosa, un magnífico artículo. Aconsejo su lectura.