Alain J. Santos Fuentes
Investigador predoctoral en el Departamento de Historia Medieval, Moderna y de América, EHU/UPV.
Becario programa predoctoral del Departamento de Educación, Política Lingüística y Cultura del Gobierno Vasco.
Miembro del Grupo de Investigación del Sistema Universitario Vasco “País Vasco y América: vínculos y relaciones atlánticas”.
alainjesus.santos@ehu.eus
Resumen: La Constitución de Cádiz impulsó una nueva división política del territorio español en provincias. En la isla de Cuba, esta cuestión enfrentó a las élites locales del interior contra las élites y autoridades de La Habana, que ostentaban la hegemonía tradicional sobre todo el territorio. El cabildo de Puerto Príncipe, desobedeciendo el mandato del capitán general de la isla, aprovechó el contexto para impulsar sus reclamos de autonomía y convertirse en cabecera de una nueva provincia en el centro de la isla.
Palabras clave: Cuba, Constitución de Cádiz, territorio, provincias, Puerto Príncipe
Abstract: The Spanish Contitution of 1812 drove a new political division within the Spanish crown’s territory. In Cuba this matter caused a confrontation between the inner local elites on the one hand and the Havana authorities and traditional elites on the other. The Puerto Principe Council, against the command of the captain general, took advantage of the context to succeed in their claims of autonomy and become the capital city of a new province in the central part of the island.
Key words: Cuba, Spanish Constitution of 1812, territory, provinces, Puerto Principe
Introducción
El objetivo de este trabajo es dar cuenta de cómo la aplicación de la Constitución de Cádiz en Cuba contribuyó a modificar el ordenamiento territorial de la isla, muy especialmente su división en provincias o gobernaciones. Si bien el crecimiento económico de la segunda mitad del XVIII confirmó la preponderancia absoluta de La Habana y su élite sobre todo el territorio, esto no se produjo sin resistencias por parte de las élites del interior. Los discursos de agravio dirigidos al capitán general o al gobierno de la Monarquía encontraron su oportunidad con la propuesta de llevar a cabo una división permanente del territorio español, bajo criterios racionales, que impulsaron los constituyentes.
La colocación de un mapa de provincias homogéneas sobre el complejo entramado de jurisdicciones que conformaban los dominios de la Monarquía fue un sueño de los reformistas ilustrados, heredado por los liberales gaditanos. Pero esta idea tuvo un difícil recorrido, que comenzó con la aplicación del régimen de intendencias y no culminó hasta mediados del siglo XIX, tras el fin del imperio americano. En el mundo hispánico, y muy especialmente en América desde la conquista, los municipios o ayuntamientos tuvieron un papel fundamental como órganos representativos del territorio. Con el régimen gaditano, la nación y la provincia se convirtieron en las comunidades políticas fundamentales, junto a los ayuntamientos reformados, en un proceso no exento de tensiones. El estudio de la formación de diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales resulta de gran utilidad para comprender los conflictos territoriales entre las élites y los graves enfrentamientos que caracterizaron el período de las independencias.
En este contexto, el caso cubano ha despertado hasta ahora muy poco interés historiográfico, debido fundamentalmente a que la isla se mantuvo ajena a las convulsiones que asolaron al continente durante casi dos décadas y que culminaron con el surgimiento de las repúblicas hispanoamericanas. Sin embargo, la Constitución se aplicó allí plenamente durante el bienio 1812-1814 y el trienio 1820-1823, lo que supuso el establecimiento de ayuntamientos constitucionales y diputaciones provinciales, además de la celebración de elecciones para elegir representantes a todos los niveles. El nuevo régimen daba así no solo la posibilidad de visibilizar los conflictos propios de una sociedad en plena expansión económica, sino también herramientas para canalizarlas políticamente.
Cádiz y el ordenamiento político del territorio español
Las Cortes Constituyentes heredaron del reformismo borbónico el plan de transformar el ordenamiento político y administrativo del vasto territorio de la monarquía de acuerdo a criterios liberales de racionalización administrativa. El debate sobre la soberanía y la configuración del Estado enfrentó por un lado al liberalismo hispano centralista, defensor de la soberanía unitaria y abstracta de la nación. Por otro, al liberalismo americano, defensor de una soberanía de los territorios, dividida en tres niveles: municipal, provincial y nacional. Y, por último, al tradicionalismo realista, defensor de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes. El resultado final fue un compromiso entre las diferentes corrientes, aunque sobre la base del criterio liberal (Fernández Sarasola, 2011).
Al frente de cada uno de los territorios en que se dividió la monarquía (división que mantuvo un criterio tradicional, sobre la base de reinos, virreinatos, capitanías generales, audiencias, etc.) se puso una diputación provincial, órgano colegiado y electivo de gobierno de la provincia pero presidido por un jefe político designado por el gobierno central y en el que recayó todo el poder ejecutivo. A los nuevos ayuntamientos, también electivos, se les asignó un poder delegado de carácter puramente administrativo, de modo que en el importante aspecto ejecutivo o “político” quedarían sujetos a la diputación provincial (Chust y Frasquet, 2006). Al igual que las diputaciones provinciales, debían ejercer sus funciones bajo la presidencia de los jefes políticos y sus representantes o delegados (Constitución, Art. 322o). Para las elecciones, se estableció un sistema indirecto, organizado en tres niveles: parroquias, partidos y provincia((La elección de la parroquia como circunscripción electoral base no sólo remitía a una institución primordial del Antiguo Régimen, sino que asumía que no había una forma más fiable de identificar adecuadamente y reunir al censo. A la vez que se introducían los principios liberales de soberanía de la nación y de representación por población y territorio, se definían la condición de español y la ciudadanía política (derecho a ser elector y elegible) mediante un doble criterio tradicional: linaje y vecindad (excluyendo a mujeres y empleados del servicio doméstico). (Constitución, Art. 5o, 1o), ampliado el Art. 18o con las exclusión de todos los que tuvieran sus orígenes en África; aunque el artículo 22o les dejaba abierta la puerta de la ciudadanía por vías de merecimiento.)).
El artículo 10o de la Carta se limitaba a enunciar las partes que componían el territorio nacional, pero no les otorgaba el carácter de provincias, por lo que se hacía necesaria una división del territorio de acuerdo a los nuevos criterios. Llevarla a cabo traería serias dificultades tanto en España como en Ultramar((Puesto que era evidente que la enumeración de territorios de la monarquía recogida en el artículo 10o de la Constitución no consignaba, por lo que se refiere a América, sino los virreinatos y las principales capitanías generales (y no todas), muchos representantes americanos solicitaron la creación de otras nuevas provincias, casi siempre sobre la base de circunscripciones bien definidas históricamente (audiencia, gobernación, capitanía general o intendencia). Pretendían alcanzar un reconocimiento expreso de su independencia respecto a las cabeceras o “capitales coloniales”.)). A pesar de que la Constitución sólo concedía a las diputaciones provinciales una función puramente administrativa, su carácter electivo las dotaba de una nueva legitimidad a ojos de las élites criollas. Lo mismo sucedía con los ayuntamientos constitucionales, a nivel regional o local. El régimen constitucional abría así la posibilidad para encauzar conflictos seculares entre élites regionales (Chust, 1999, p. 230 – 231).
Para la puesta en marcha del nuevo régimen las Cortes ordenaron el establecimiento de una junta preparatoria en cada uno de los territorios que según el texto componían la nación (Colección Cortes Generales, 1812, T-II, p. 220). El decreto no zanjaba del todo la cuestión de la división del territorio, pero abría la posibilidad al surgimiento de nuevas provincias a partir de la organización de las elecciones. La ambigüedad, e incluso contradicción, con que los diputados de las Cortes Extraordinarias abordaron la nueva ordenación del territorio se puso de manifiesto en otro decreto, el CLXIV, aprobado ese mismo 23 de mayo, para el establecimiento de diputaciones provinciales en la Península y Ultramar (Colección Cortes Generales, 1812, T-II, p. 224). Si en el Artículo 10o de la Pepa se hablaba de “territorios” que componían las Españas, en este segundo decreto eran equiparados con provincias. Estas, a su vez, podían ser divididas en otras provincias, dependiendo de la estructuración del territorio que decidieran las juntas preparatorias de las ciudades capitales mencionadas en el primero de los decretos.
Volvía a recalcarse que se trataba de una división provisional, pendiente de la ordenación definitiva del territorio prevista en el artículo 11o de la Constitución. Pero no se quedaba ahí, sino que este segundo decreto ordenaba la formación de diputaciones provinciales en Cuzco, Charcas, Quito, San Luis Potosí, León de Nicaragua, y en Santiago de Cuba. Sin duda, esta adición, que tiene todo el carácter de provisional o apresurado, era una respuesta de urgencia a las presiones de esas capitales por haberse sentido discriminadas en los primeros decretos de elecciones. Probablemente habría tenido también la intención de evitar nuevos movimientos secesionistas como los que ya se habían producido (por ejemplo, en Quito, Cuzco y Charcas).
Cuba, nuevo régimen y territorio: las provincias
La junta preparatoria de La Habana, con jurisdicción sobre toda la isla y las dos Floridas se instaló el 27 de julio de 1812. Junto al gobernador y capitán general Juan Ruiz de Apodaca, y al intendente de ejército y hacienda Juan de Aguilar, la formaron el deán de la catedral Cristóbal Manuel Palacio, en quien delegó el obispo Díaz de Espada, el alcalde de primer voto Simón del Moral y Navarrete, el regidor decano José de Zaldívar (conde de Zaldívar), el síndico procurador general Tomás de Palma y otros dos regidores que ocupaban el lugar de los “dos hombres buenos”: Pedro Regalado Pedroso y Juan Bautista de Galainena Basave((AGI, Cuba, 1840. Acuerdo de la Junta Preparatoria de La Habana para la elección de diputados a Cortes. La Habana, 3-XII-1812.)).
Cinco de los ocho miembros de dicha junta pertenecían al ayuntamiento antiguo, y todos ellos habían destacado por su cercanía al anterior capitán general el marqués de Someruelos (Amores, 2014, p. 240). De esa manera, las Cortes dejaron en manos de los notables y autoridades de las principales ciudades la primera división del territorio de la monarquía.
En el caso cubano, los miembros de la junta habanera actuaron desde la convicción de superioridad absoluta que había ostentado La Habana sobre el resto del territorio, confirmada por la ambigüedad de los decretos. Para la división en provincias prevaleció el criterio de continuidad con el esquema tradicional de división del territorio, negándole un trato de igualdad a Santiago de Cuba, decidiendo sobre la elección de su propia diputación provincial y excluyendo de su jurisdicción las villas de Puerto Príncipe y Bayamo (Amores, 2014).
Lógicamente, las decisiones de la junta habanera no fueron bien recibidas en Santiago de Cuba, como tampoco en otras ciudades con antiguas aspiraciones de autonomía como Puerto Príncipe, sede desde 1800 de la Real Audiencia. El ayuntamiento principeño, en acta del 9 de octubre de 1810, decidió elevar una representación a la junta preparatoria de La Habana para su remisión a las Cortes, en las que solicitaba que “las provincias de Cuba y Puerto Príncipe” tuvieran representación separada en el congreso de la nación. A decir del teniente de gobernador de la plaza, Francisco Sedano, “la intención de estos nuevos patriotas es la independencia absoluta de esa provincia de la de La Habana”((AGI, Cuba, 1820. Carta de Francisco Sedano a Juan Ruiz de Apodaca 11-X-1812. La expresión “nuevos patriotas” parece usarla en sentido irónico, más que positivo u objetivo.)). Según relata Olga Portuondo, el gobernador de Santiago y los capitulares del ayuntamiento también elevaron una representación denunciando el agravio y reclamando una provincia propia, independiente de la habanera (Portuondo, 2008, p. 88).
Las históricas reclamaciones de autonomía de aquellas dos ciudades((En este sentido, sirva como ilustración el trabajo de Fernández Mellén (2007) sobre el intento de crear una junta subalterna en Puerto Príncipe en 1809, como instrumento para defender su autonomía frente a la Audiencia y el capitán general.)) se vieron respaldadas con la decisión de las Cortes del 27 de febrero de 1812 de instalar en ellas sendas intendencias((La de Puerto Príncipe con jurisdicción sobre la propia ciudad y las Cuatro Villas (lo que suponía duplicar el territorio de su distrito, aunque fuera solamente en la jurisdicción de hacienda) y la de Cuba, con jurisdicción sobre el territorio de Santiago y Bayamo. La hasta entonces única intendencia de la isla, situada en La Habana, quedaba como intendencia de la provincia o distrito de La Habana-Matanzas y como superintendencia delegada de hacienda de toda la isla “para que las otras y sus empleados reconociesen un supremo jefe en los asuntos que se pusiesen a su inspección y decisión”. (Colección Cortes Generales, Tomo II, pp. 85-88).)). En efecto, las élites locales interpretaron aquel gesto como un precedente para una nueva división territorial de la isla y para el establecimiento de diputaciones provinciales separadas, lo cual vieron frustrado con la decisión de la junta preparatoria habanera. En octubre de 1812 ya se sabía en Puerto Príncipe que se iba a establecer una intendencia allí y, ante la expectativa, el teniente de gobernador ya había recibido varias peticiones para ocupar sus empleos((AGI, Cuba, 1820. Sedano a Apodaca, 4-X-1812.)). Él mismo, el 27 de febrero de 1813, enviaba a Apodaca una petición para que le dejara allí de jefe de provincia, teniendo en cuenta que estaría por caer la decisión de convertir a Puerto Príncipe en capital provincial, una vez tomada la de establecer la intendencia y tras haberse nombrado al intendente((AGI, Cuba, 1820. Sedano a Apodaca, 27-II-1813.)).
El 1 de marzo de 1813, las Cortes, tras haber examinado las exposiciones de los ayuntamientos, ordenaron que se respetara la división hecha por la Junta, pero ordenaron a ambas diputaciones iniciar trámites con sus respectivos ayuntamientos constitucionales para proceder a una división “regular y permanente de la isla en provincias políticas y partidos”. Mientras tanto, establecieron que la línea que dividía a ambos obispados serviría también como división política más adecuada, lo que suponía en la práctica el paso de Puerto Príncipe y Bayamo a la jurisdicción de la diputación de Santiago de Cuba((Sobre la división de la diócesis de Cuba y creación del obispado de La Habana, ver: Fernández Mellén (2014).)). La Habana y Santiago de Cuba eran confirmadas como capitales de las respectivas provincias (Colección Cortes Generales, 1813, Tomo II, p. 85-88). Las resoluciones satisfacían los reclamos de las élites de la capital del oriente, pero dejaban en suspenso o muy tocadas los impulsados por el ayuntamiento constitucional de Puerto Príncipe, que se negó a reconocer la autoridad del jefe político superior de Santiago de Cuba, hasta que no recibiese órdenes precisas del Congreso((AGI, Santo Domingo, 1288. Suárez de Urbina a Limonta, 7-VI-1814.)). A punto de cerrarse la primera experiencia constitucional, la división del territorio en provincias seguía sin resolverse, generando tensiones e impidiendo el desarrollo de las funciones institucionales de diputaciones y ayuntamientos.
La diputación provincial de Santiago de Cuba se constituyó el 22 de marzo de 1813. Además de su presidente, Pedro Suárez de Urbina como jefe político, y del nuevo intendente Manuel de Navarrete, resultaron electos Manuel de Jústiz y Silvestre del Castillo por la capital, Juan Francisco de Acosta por Jiguaní; Pedro Pérez por El Caney; José Antonio Poveda y José Rosalía Batista por Holguín; Francisco Morgado por Baracoa; y el licenciado José Ángel Garrido como secretario((AGI, Ultramar, 115. Carta de Suárez de Urbina a José de Limonta, 31-X-1813.)). Una semana después, el 1 de mayo, quedó constituida formalmente la primera diputación provincial de La Habana((AGI, Ultramar, 95. N.13. Acuerdos con las diputaciones provinciales, 21-III-1814.)). Acompañaron al jefe político Juan Ruiz de Apodaca como presidente y a Juan de Aguilar como intendente: José González Ferregut elegido por el distrito de La Habana; Juan Bautista Galainena Basave, aunque residente en La Habana, por el de Pensacola (Florida occidental); Melchor José de Mesa y Pedroso por el distrito más occidental y menos poblado de la provincia habanera, el de Nueva Filipina; Ignacio Francisco Agramonte y Recio por Puerto Príncipe; Jacinto de Estrada, que había sido alcalde de Sancti Spiritus, por las Cuatro Villas; Ignacio María de Quesada por Bayamo; Fernando de la Marza Arredondo por Florida; y Tomás Romay como secretario.
Exceptuando a Tomás Romay, que era médico, el resto constituían un conjunto de abogados, estrechos colaboradores de las autoridades ya existentes, además de representar a los grupos de élite de la sociedad cubana, aunque ninguno de ellos estaba entre los grandes hacendados titulados criollos, que por lo general se ausentaron del proceso (Amores, 2014, p. 242).
A vueltas con el proceso: la junta preparatoria de La Habana durante el Trienio Liberal
Otra vez en “circunstancias extraordinarias” se conformaron las juntas preparatorias para la organización de las elecciones de diputados para las Cortes ordinarias de 1820-1821. En la isla de Cuba y territorios americanos que aún se mantenían fieles a la monarquía este proceso comenzó a mediados de 1820, poco después de recibido el real decreto de 22 de marzo de 1820, que convocaba a las Cortes para el 9 de julio de aquel mismo año y contenía las instrucciones para la celebración de las elecciones en todo el territorio español. En las provincias de Ultramar se debían formar juntas preparatorias en 15 capitales, sin variar lo establecido a los mismos efectos en 1812. En lo tocante a Cuba, se volvía a designar únicamente a La Habana, como capital de la Isla de Cuba y de las Dos Floridas, a pesar de que, como vimos, durante el Bienio se había aprobado la creación de una nueva provincia con capital en Santiago de Cuba y otras dos intendencias. En líneas generales, las instrucciones coincidían con las del período anterior, por lo que la junta habanera volvía a tener la prerrogativa de dividir su territorio en provincias subordinadas y determinar, ajustándose a los “los censos de la población más auténticos, entre los últimamente formados”.
Tras el recibo de la real orden y las instrucciones en La Habana, Juan María Echeverri((Capitán general y jefe político de La Habana de forma interina (1820-1821).)) convocó a los miembros de la junta preparatoria el 8 de junio. Además de él mismo como presidente, quedó formada por el obispo diocesano Juan José Díaz de Espada, en nombre del cual acudió Juan Bernardo O-Gavan((Canónigo de la catedral, provisor y vicario del obispo, que fuera diputado a las Cortes constituyentes por la ciudad de Santiago de Cuba (Pezuela, 1863, T-4, p. 162).)), Alejandro Ramírez (superintendente general de hacienda), Carlos de Castro Palomino (alcalde constitucional de primer voto), Isidoro de Arteaga y Cervantes (regidor decano) y Genaro Montoro (síndico procurador más antiguo del ayuntamiento). Entre ellos eligieron a dos “hombres buenos”, vecinos de la ciudad, que resultaron ser Andrés de Jáuregui y Joaquín Gómez((Florida y Pensacola pasarían a soberanía norteamericana en el verano de 1821. Hasta entonces, cumplieron con la normativa constitucional, instalando su ayuntamiento y celebrando elecciones para los diputados a Cortes. Sobre la aplicación de la Constitución en este territorio, ver: Mirrow (2013).)). Ninguno de los miembros de esta junta había estado presente en la formada en 1812. El día 12 de junio la junta se volvió a reunir para tratar “lo que convenga con respecto a la provincia de Cuba”, es decir, la oriental. Para esta provincia estimaron una población de no más de 80.000 “almas”, correspondiéndole un diputado y su suplente, y acordaron dividirla en cinco partidos: Santiago de Cuba, Puerto Príncipe, Holguín, Baracoa y Bayamo, que se correspondían con la gobernación y tenencias de gobernación tradicionales. A las dos primeras, por ser de mayor población, decidieron asignarle dos electores a cada una y las restantes sólo tendrían uno, hasta completar los siete((AGI, Ultramar, 105, R 2, N 8. Echeverri a Antonio Porcel, 12-IX-1812.)).
Una isla, tres provincias: creación de una diputación provincial en Puerto Príncipe
La primera experiencia constitucional había terminado con la aprobación de una división temporal en dos provincias, pero las élites de Puerto Príncipe habían manifestado repetidamente su inconformidad con formar parte de La Habana primero y de Cuba después. La llegada del Trienio defraudó a los principeños, pues las Cortes ordenaron la creación de dos diputaciones provinciales y obviaron sus reclamos. No obstante, el 8 de mayo de 1821 se aprobaba en Madrid el decreto para el “Establecimiento de Diputaciones provinciales en las provincias de Ultramar donde no las haya” (Colección Cortes, 1821, T-VII, p. 72-73) que reabriría los capítulos de la división de la isla y de las tensiones entre las autoridades política y las élites locales de Puerto Príncipe.
Los debates que se dieron en las Cortes previamente a la aprobación del decreto demuestran que este surgió para dar respuesta a la reivindicación de territorios del virreinato de Nueva España que habían quedado demarcados como provincias subordinadas, que nombraban diputados, contaban con intendencias y con jefes políticos, pero no con diputaciones provinciales. Las dudas planteadas por el diputado Francisco Martínez de la Rosa ayudan a entender el desarrollo de los acontecimientos en la isla de Cuba tras la aprobación del decreto. Al famoso liberal granadino le preocupaban las repercusiones que podría tener la aprobación precipitada de una medida de tal calado((Había solicitado aplazar la aprobación al día siguiente, para garantizar la presencia del Ministro de Ultramar.)). Condicionó su apoyo a conocer si en todos los territorios de las intendencias, consideradas a priori como provincias por los representantes americanos, existían al menos dos empleados de nombramiento del gobierno (un jefe político y un intendente) y si dichos territorios nombraban diputados, elegidos por una junta reunida en su capital (Diario Cortes, 1821, T-15, 30-IV-1821, p. 10-29). En Puerto Príncipe se había establecido la intendencia en 1813, pero a diferencia de las ciudades novohispanas, nunca había nombrado diputado, ni tenía una población numerosa, y su jefe político era un teniente de gobernador subordinado en todo al capitán general, a quien debía su nombramiento.
Para el establecimiento de tales diputaciones, las Cortes establecieron que debían incorporarse los individuos que hubiesen sido elegidos en las últimas juntas electorales de la provincia, celebradas en el territorio de la intendencia. Dichos individuos, sólo por esa ocasión, debían seguir ejerciendo en las diputaciones ya establecidas, a la vez que en la nueva. El resto de individuos, hasta completar los siete, debían ser elegidos por los electores de partido que hubiesen formado la junta electoral de provincia para nombrar diputados a Cortes para los años 1822 y 1823. En Puerto Príncipe se daban dos circunstancias que complicaban el proceso. En primer lugar, que el territorio de la intendencia se encontraba dividido entre las provincias de La Habana (las Cuatro Villas) y la de Cuba (Puerto Príncipe), por lo que ninguno de los representantes del territorio habría sido elegido por toda la circunscripción. En segundo lugar, que las elecciones de La Habana para las Cortes ordinarias de 1822-1823 habían sido suspendidas por irregularidades. A todo ello, debe sumarse que el decreto no estableció ni un calendario de ejecución, ni la forma en que sería llevado a efecto. Por último, debe tomarse en consideración que el teniente de gobernador de Puerto Príncipe había tenido serias dificultades para ser reconocido como jefe político de la villa por el ayuntamiento constitucional durante el bienio.
El territorio de la intendencia de Puerto Príncipe, y en especial su ciudad capital, protagonizaron durante varios meses el intento de establecer autónomamente una provincia, con sus respectivas autoridades e instituciones. Este notable proceso demostró el alcance de las reivindicaciones históricas de la localidad y a la vez una manera de entender el contexto constitucional que se estaba viviendo, especialmente en lo tocante al derecho y la soberanía de los territorios dentro de la nación española. Se trató, en fin, del intento de un ayuntamiento de estructurar una nueva comunidad política en el interior de la isla, cuya única estructura previa era la instalación de una intendencia, apenas unos años antes((La importancia de las provincias como una de las dos comunidades políticas básicas del régimen liberal a lo largo del XIX es analizada en Forcadell y Cruz Romeo (2006). Sin embargo, la ausencia de una identidad o tradición provincial en el caso de Puerto Príncipe remite más bien al trabajo de Morelli (2007) sobre el papel jugado por los ayuntamientos en el mundo iberoamericano como representantes del territorio.)). Fue además un proceso sui géneris de complicidad entre las élites locales principeñas y una parte de los representantes del poder central, especialmente la intendencia. Un extenso expediente, enviado por el intendente interino José María Zamora al ministro de Estado y del Despacho de la Gobernación de Ultramar, dando cuenta del establecimiento allí de una provincia, permite conocer de primera mano los sucesos((AGI, Ultramar, 108, N 1442. José María Zamora al ministro de Ultramar, 4-X-1821. Se trata del jurista José María Zamora y Coronado, abogado originario de Costa Rica, que comenzó como relator en la Audiencia de Puerto Príncipe en 1811 (AGI, Ultramar, 97); obtuvo luego el empleo de teniente asesor letrado de la intendencia en 1816 (AGI, Ultramar, 165, N. 18), pero enseguida quedó como intendente interino al haber regresado a España el titular José Vildósola (AGI, Ultramar, 137, N. 58); al finalizar el Trienio volvió a su empleo de asesor (AGI, Ultramar, 158, N. 49, y 140, N. 18). Fue luego asesor de la superintendencia de La Habana y hombre de confianza del famoso intendente Pinillos, director de la Sociedad Económica de La Habana y, finalmente, regente de la Audiencia de Puerto Príncipe (1846-48). Es el autor de la muy conocida Biblioteca de Legislación Ultramarina, una magna obra editada en Madrid en 1844 (Sáenz, 1999).)).
En su exposición al gobierno, dando cuenta de los sucesos, Zamora insistía sobremanera en que su admisión del mando había sido forzada por las circunstancias y que en más de una ocasión se había negado a aceptarlo. Según él, su decisión debía ser vista como un acto de responsabilidad, pues el “clamor” de la provincia por establecer su propia diputación era tan grande, que de no haberse satisfecho habría derivado en graves conflictos y “perjuicios a la causa pública”. De paso, cargaba duramente contra la supremacía habanera y el desprecio que demostraban sus instituciones por el resto del territorio: “¿(…) se pretenderá que las miras paternales de las Cortes y el Supremo Gobierno solo han de convertirse sobre la opulenta Habana y que no la merecen los otros pueblos de la Isla?”.
El 11 de agosto de 1821 el ayuntamiento constitucional se daba por enterado del decreto del 8 de mayo y lo celebraba con regocijo((Compuesto por: Miguel Cosío, Fernando Betancurt, José Ramón Proenza, José Mariano González, Francisco Iglesias, José María Tejeda, Juan Aulet, Juan Recio y Aróstegui, Antonio Ibern, Pedro Garamendi, Manuel María de Piña, Francisco Iraola, José Joaquín López y el secretario Pedro de la Torre.)). La información había llegado a la ciudad a través del Diario de Gobierno de La Habana, en el que había sido publicado el decreto, sin que se recibiese ningún aviso por parte del jefe político de la provincia de Cuba o del capitán general de La Habana. El cabildo, defraudado por la división territorial de la isla que se había adoptado en el bienio, tenía encargada desde antes una comisión para promover sus aspiraciones de formar provincia propia, compuesta por José María Tejeda y Francisco de Iraola. A ellos ordenó pasar el citado recorte de prensa, para que propusieran los medios más adecuados para llevarlo a afecto en el territorio provincial de la intendencia. La retórica del acta refleja por un lado la sensación de agravio sentido por el territorio y por otra, la confianza en los beneficios que una institución independiente podía brindar. En ambos aspectos, los regidores quisieron involucrar a todos los habitantes y pueblos que componían la intendencia. De esta manera, contribuían a la idea de que la dicha intendencia era de por sí una provincia con entidad y derechos propios, que se habían visto ultrajados al negársele la posibilidad de constituirse como entidad política. El ayuntamiento de la sede de la intendencia actuaba así de la misma forma en que lo habían hecho en varias ocasiones la élite habanera, asumiendo la representación del resto del territorio.
Para organizar rápidamente todos los pasos a seguir, el 12 de agosto el ayuntamiento nombró una comisión compuesta por varios regidores, junto a “al jefe político, a los señores diputados provinciales por esta ciudad de los años 1820, 1821, 1822 y 1823, a los señores intendente interino de la provincia y al vicario juez eclesiástico”((Compuesta por: Coronel Francisco Sedano, jefe político subalterno; José María Zamora, intendente interino de la provincia; capitán Miguel Cosío y Fernando Betancourt, alcaldes constitucionales; licenciado José Antonio Machado, vicario juez eclesiástico; capitán Manuel Borrero y Julián Miranda, diputados provinciales; José María Tejeda, regidor; y licenciado Francisco Iraola, procurador síndico. Se ausentó el diputado Pedro Nolasco de Agramonte, que se hallaba fuera de la villa.)). La primera reunión de la misma fue el 16 de agosto y en ella se manifestaron algunas de las principales dificultades que suponía la aplicación del decreto.
El coronel Sedano, jefe político y teniente de gobernador también durante el bienio, alertó sobre la necesidad de esperar por la comunicación oficial que debía llegar de parte del jefe político de Santiago de Cuba, junto con las órdenes correspondientes a la separación de provincias y a la entrega del mando político. Sin dichas instrucciones, Sedano se mostraba incompetente para ceder el mando político subalterno que le había sido confiado o asumir el mando provincial. Uno de los argumentos que defendió fue la incapacidad del ayuntamiento de una villa para decidir por el resto del territorio y exigir subordinación, sin esperar la protesta de aquellos o los intentos de proceder de la misma manera. El intendente Zamora estuvo de acuerdo en esperar por la comunicación oficial, aunque su actuación posterior hace pensar que se trató de una maniobra para salvar su responsabilidad. No obstante, aprovechaba para culpar de la situación actual de Puerto Príncipe a los errores “malhadados” de la junta preparatoria de La Habana. Esta operación, un tanto insólita en un oficial del gobierno, estaría sin duda destinada a complacer a la élite local y especialmente a los miembros del cabildo.
Con su connivencia o no, los capitulares se apresuraron a convocar al intendente un día después de sus declaraciones para “su aceptación, juramento y posesión del mando político que está dispuesto a entregarle en este mismo momento”. Así quedaba demostrado que no estaban dispuestos a que la discrecionalidad del capitán general y del jefe político de Santiago de Cuba frustraran su añorada autonomía. Tras la aún más extraña renuncia del teniente de gobernador, el intendente se presentó en el cabildo y aceptó el nombramiento. Las dudas que se presentaron al conocerse la publicación de un decreto como aquel sin que llegaran las orientaciones por vía oficial, harían más complicada cualquier reacción a favor o en contra de su aplicación inmediata. Las Cortes nunca formularon expresamente un principio de publicidad que actuase como garantía de cumplimiento de sus decretos para los ciudadanos y las autoridades. Por el contrario, mantuvieron un mecanismo de circulación jerarquizada de las disposiciones a través del aparato estatal, que podía dar lugar a situaciones de confusión, especialmente en puntos muy alejados de la capital nacional. Las publicaciones oficiales no fueron órganos de publicitación, entendidos como acto jurídico para la validez de la ley, sino vehículos publicitarios (Lorente y Garriga, p. 382). Esta característica de la obra legislativa provocó la paradoja de que la Gaceta de La Habana llegara a Puerto Príncipe con una ley promulgada que directamente le concernía, sin que antes hubiese llegado ninguna notificación de parte del gobierno central, del habanero o del de Santiago de Cuba. Es más, pasará más de un mes sin noticias ni instrucciones a través de los aparatos del Estado.
Ante esa tesitura, las élites principeñas y el intendente interino interpretaron la situación de una manera que, si bien se parecía más a los procedimientos inaugurados por el liberalismo francés, poco tenían que ver con la regulación y práctica del hispano. Asumieron que, una vez publicada en Madrid y en La Habana, la ley entraba en vigencia y que todas las autoridades involucradas procederían a ejecutar la parte que les concernía. Esta interpretación era tanto ingenua como interesada, pues lo que estaba en el fondo de la precipitación era evitar cualquier maniobra desde La Habana o Santiago.
Tras ser proclamado jefe político de la provincia, José María Zamora y Coronado se dirigió a las autoridades constitucionales de las demás villas sujetas a su intendencia. Zamora necesitaba el reconocimiento de Santa Clara, Trinidad, Remedios y Sancti Spiritus para legitimar su designación y crear la diputación provincial. Un hecho así no se había producido con anterioridad. El ayuntamiento de Puerto Príncipe se autoproclamaba capital, asumía parte de la soberanía para designar a la autoridad ejecutiva y comunicaba al resto de los actores territoriales su nuevo estatus. Entre finales de agosto y principios de septiembre Zamora recibió la contestación de tres de las cuatro villas respecto al establecimiento de la provincia y su nombramiento como jefe. Las mismas, fueron publicadas en el Periódico de Puerto Príncipe, el 15 de septiembre de 1821. Todas las contestaciones coincidían en felicitarlo por el nombramiento, pero sólo Sancti Spíritus y Remedios se aprestaron a reconocerlo como tal y jurar lealtad a la nueva provincia.
El ayuntamiento espirituano((Tomás de Pina, abogado español y Juan Buenaventura Carbó, alcaldes constitucionales; Esteban Castañeda, Marcos Joaquín de Castro, Antonio Vingut, Ramón Valdivia González, Manuel Francisco Ramos, subteniente Domingo Ramos y Andrés Figueroa, regidores constitucionales; Francisco Antonio Moles, síndico procurador.)), en acta del 29 de agosto, de forma unánime, no sólo manifestó su adhesión, sino que le pidió a Zamora que acelerara la creación de la diputación provincial. La junta mostraba su optimismo respecto a la nueva entidad política y también cierto agravio hacia La Habana: “¿Y cómo no alegrarse, cuando será más cierta su representación? Menos complicada la maquina; tendrán sus relaciones políticas más rápido curso y todos los negocios girarán con la brevedad que corresponde”. Dos días después el ayuntamiento remediano((Justo Asencio Carrillo, alcalde presidente; Agustín de Rojas, alcalde segundo; licenciado Rafael Antonio Cabrera, Lino José Balmaseda, Sebastián Saura, bachiller Joaquín de la Torre, Andrés José Espinosa, José Ramón de Morales, Manuel Antonio de Rojas y Joaquín de Morales, regidores; José María Anido y Joaquín de la Peña, síndicos procuradores.)) mostraba la misma actitud, aunque con un lenguaje más sobrio.
La respuesta de Trinidad llegó con la firma de Pedro Marquina Villanueva, militar peninsular que había sido nombrado jefe político subalterno de la villa((AGI, Ultramar, 109, N. 3.)). Además de felicitarlo, le anunciaba que había comunicado al ayuntamiento trinitario y a los otros pueblos del partido su circular, pero que también lo había hecho al capitán general. Si bien se mostraba solícito a cumplir las disposiciones de Zamora, le recordaba que para ello necesitaba las órdenes expresas de la máxima autoridad de la isla. Las otras dos villas no tenían delegados del capitán general, lo cual explicaría en parte su decisión. Además, ninguna de las dos era cabecera de partido, a diferencia de Trinidad, cabecera de las Cuatro Villas desde tiempo inmemorial, por lo que el establecimiento de una nueva provincia podía significar para ellas una mayor autonomía, en este caso precisamente de Trinidad y de La Habana. El ayuntamiento de Santa Clara, tras recibir la circular de Zamora, decidió comunicarlo al jefe político y la diputación de La Habana, para esperar instrucciones de su parte. La distancia geográfica de las Cuatro Villas hasta La Habana y Puerto Príncipe era muy parecida, por lo que este argumento no debió ser muy significativo en la toma de partido, aunque los caminos hacia Occidente estaban sin duda en mejores condiciones, atendiendo al nivel de riqueza y actividad agrícola de aquella región.
Zamora también escribió a Mahy y a Escudero con posterioridad a su nombramiento. El primero, máxima autoridad militar de la isla y jefe político de La Habana, le respondió manifestándole su sorpresa ante tales hechos y “unas ocurrencias tan extraordinarias e imprevistas”. Su respuesta a Zamora, fechada el 17 de septiembre, iba dirigida al intendente interino de Puerto Príncipe, modo de no reconocerle como jefe político de una provincia contigua. La tardanza en la respuesta no impidió que desde Puerto Príncipe se continuaran las gestiones para el establecimiento de una diputación provincial. Por lo tanto, el cruce de correspondencia entre ambas autoridades se producía a la vez que cada una de ellas enviaba comunicaciones a las Cuatro Villas, con órdenes encontradas. La diputación provincial y Escudero, jefe político de Santiago de Cuba, por su parte, dieron curso a la solicitud de Zamora y le remitieron 50 expedientes concernientes al territorio de la nueva provincia.
Ante la urgencia de establecer la diputación provincial, en Puerto Príncipe se estableció una junta electoral, “a falta de una junta preparatoria de provincia”. Esta, basándose en el censo de 1817, dividió el territorio en cinco partidos, que debían nombrar un elector cada uno. La convocatoria a elecciones resultó infructuosa, pues ni Santa Clara ni Trinidad participaron, siguiendo las orientaciones que les envió el general Mahy. La provincia occidental se encontraba en pleno proceso electoral, teniendo en cuenta que el 19 de agosto había llegado la orden de las Cortes de repetir las elecciones para el período 1822-1823, apenas unas semanas después de que concluyese la repetición de las del período 1820-1821. La reacción de las autoridades habaneras de frenar la aplicación del decreto que concedía una provincia independiente a Puerto Príncipe pudo ser una estrategia para no volver a celebrar junta preparatoria, y redefinir el censo y la distribución de partidos y electores. También pudo estar motivada en que la salida de las Cuatro Villas significaría la pérdida de un diputado a Cortes para la provincia habanera. El motivo que adujeron en carta al gobierno español fue muy distinto, pues achacaron su decisión a la posibilidad de que la provincia oriental se quedara sin el censo necesario para tener representación en Cortes si el partido de Puerto Príncipe salía de ella((AGI, Ultramar, 108, N 1441. Consulta al Consejo de Estado. 18-IX-1821.)).
Los ayuntamientos de Remedios((Tras convocar a una comisión de notables de la villa, que resolvió reconocer Zamora como nuevo jefe político provincial. AGI, Ultramar, 108, N 1441. Actas del ayuntamiento constitucional de Remedios, 2-X-1821.)) y Sancti Spiritus se sumaron a la convocatoria de elecciones para nombrar a la nueva diputación provincial de Puerto Príncipe y suspendieron las correspondientes a los diputados a las Cortes extraordinarias de 1822-1823 por la provincia de La Habana. Los de Santa Clara y Trinidad continuaron con el calendario fijado por la junta preparatoria habanera, por lo que las elecciones provinciales se veían afectadas por irregularidades que podían poner en peligro la representación en el Congreso. Una carta de Zamora a la Gobernación de Ultramar, fechada a primeros de noviembre, confirma su intención de seguir adelante con la constitución de la diputación provincial, a pesar de las advertencias de Mahy y de la negativa de Santa Clara y Trinidad a participar en el proceso. Alertaba de que sin los electores correspondientes a aquellas dos villas sólo podrían reunirse tres, pero que con esos procedería a la junta provincial, para nombrar a los diputados.
La comisión Tejeda-Iraola, activada por el ayuntamiento, cargó duramente contra el jefe político Mahy y contra la diputación habanera antes de que concluyeran las elecciones, por utilizar irresponsablemente su autoridad para evitar la creación de la nueva provincia en el centro de la isla. Los hacía responsables de la profunda división en que se hallaban los partidos del territorio, votando unos en unas elecciones y otros en otra. En su informe((AGI, Ultramar, 108, N 1441. Informe de la comisión Tejeda-Iraola, 16-X-1821.)), no dudaron en recurrir a la retórica antiabsolutista para desacreditar la actuación de aquellas autoridades, insinuando incluso que actuaciones como aquella habían estado en la base de la ruptura de la Monarquía en América:
En vano será que el soberano Congreso se desvele por mejorar nuestra suerte, si (…) las Americas gimen bajo el enorme peso del despotismo no menos ahora que en el sistema anterior (…) Allí se desenvuelve una parte de los males que sufre la America por haberse dejado los mismos Vireyes, con otro nombre si se quiere, pero la misma autoridad (…) vejando los honrados habitantes de unos pueblos dignos de toda consideración y deprimiendo las autoridades electivas Constitucionales.
La élite principeña se valió de un discurso muy radical contra las autoridades gubernamentales, relacionándolas directamente con los gobernantes absolutistas y oponiendo su legitimidad a la de los nuevos cargos electivos. Esta vez acusaban directamente de déspota a quien seguía siendo la máxima autoridad de la isla de Cuba. El ayuntamiento, el 19 de octubre, se hizo eco del informe de la comisión y elevó una protesta contra el jefe político habanero y contra la diputación (Diario Sesiones, Vol. 2, 17-III-1822).
El 25 de mayo de 1822, tras conocer los respectivos informes de Zamora, de Mahy y del ayuntamiento principeño, las Cortes aprobaron un dictamen de la comisión de Ultramar que reconocía que el decreto del año anterior llamaba a que se establecieran diputaciones provinciales en cada una de las intendencias de provincia de la España ultramarina en que no estuviesen ya establecidas, pero suspendía su aplicación a Puerto Príncipe. La decisión estuvo fundamentada en tres argumentos. En primer lugar, porque según la comisión el decreto se refería a aquellas intendencias que formaban provincias separadas, sujetas a un jefe político, que nombraban diputados, y a las que “solo les falta para tener organizado completamente su régimen interior en la conformidad que la Constitución lo ha determinado, establecer su diputación provincial”. En segundo lugar, porque si se hicieran en ella elecciones provinciales, su población, dividida, participaría a la vez en más de un proceso. Y por último, porque temían que con la separación de Puerto Príncipe, la provincia de Cuba quedaría sin suficiente población para nombrar un diputado en lo sucesivo y el decreto no podía servir para “que se arreglen unas provincias disolviendo otras” (Diario Sesiones, Vol. 2, 25-V- 1822).
De esta manera, las Cortes reconocían el error de haber promulgado el decreto sin la presencia del Ministro de Ultramar o de su secretario de despacho. Las razones expuestas por la comisión de Ultramar parecían repetir los argumentos del capitán general de la isla y no tenían en cuenta los trastornos que podría causar en Puerto Príncipe, donde ya se habían dado todos los pasos para el establecimiento de su diputación desde hacía varios meses.
La ambigüedad en el uso del término provincia en la Constitución y en la posterior obra legislativa de las Cortes había despertado el recelo de las élites regionales en América, como demostraron las intervenciones de los representantes novohispanos en las sesiones previas el decreto del 8 de marzo de 1821. Aquel texto alentó una corriente localista que buscaba reforzar el papel de las élites regionales frente a las capitalinas. Reconociendo el derecho de dichos territorios a establecerse como provincias de pleno derecho, las Cortes reafirmaron también los discursos identitarios de sus élites. Aunque en la práctica las diputaciones provinciales sólo tenían un carácter administrativo, servían de plataforma a las élites locales para asegurar su papel en el territorio. Siguiendo el ejemplo de la isla de Cuba, eran precisamente las élites no capitalinas las más interesadas en participar en las instituciones. En la isla se trataba de conseguir autonomía frente al capitán general, representante del poder central y estratégico aliado de las élites habaneras.
Con la suspensión del decreto, las élites principeñas veían defraudadas sus aspiraciones de autonomía o independencia respecto a La Habana y la nueva estructura de Estado defendida por los liberales españoles. A pesar de haber participado activamente en los espacios abiertos por el sistema constitucional y protagonizado varios enfrentamientos con las autoridades gubernamentales en la isla, no consiguieron sus objetivos. La decisión de las Cortes no sólo enviaba un mensaje claro sobre la interpretación política que hacían de la isla de Cuba como un sujeto político único. También contribuía a la articulación interna de ese sujeto bajo la hegemonía de la capital habanera y el mando de una autoridad máxima: el capitán general.
A principios de 1823 Gabriel de Torres, por entonces gobernador militar y jefe político de la provincia de Santiago de Cuba, daba cuenta de haberse suprimido la diputación provincial de Puerto Príncipe y de haber devuelto el mando político al coronel Sedano. Como cabría esperar, tanto el ayuntamiento de la villa como la diputación provincial formada en Puerto Príncipe ofrecieron resistencia al mandato de las Cortes. Según Torres, el intendente Zamora hizo dejación de su cargo de jefe político, pero lo cedió al ayuntamiento constitucional (de quien en realidad lo había recibido), lo que hizo aún más duradera la resistencia de los regidores. El gobernador también denunció “temerarias y pertinaces” oposiciones por parte de los miembros de la diputación provincial, que se resistían a la supresión de la provincia.
Según su propio relato, sólo pudo hacerse valer amenazándoles con enérgicas medidas, como la imposición de fuertes multas. “Esta medida produjo saludables efectos, pues ya no hubo más oposición, y la llamada Diputación Provincial quedó disuelta, el Coronel Sedano, repuesto en el mando político subalterno y contado Puerto Príncipe uno de los partidos que forman esta provincia”((AGI, Ultramar, 108, N 1441. Carta de Gabriel de Torres a Ultramar, 30-I-1823.)).
Conclusiones
Las Cortes, a través de las juntas preparatorias, dejaron en manos de las élites de las principales ciudades de la Monarquía la primera división política del territorio español. El compromiso reflejado en la Constitución de establecer una división permanente y más racional del territorio estimuló las aspiraciones de autonomía de ciudades y regiones respecto a sus cabeceras coloniales. En ambos casos, quedó patente el interés por asegurarse el control del territorio y de las nuevas instituciones para su gobierno.
La élite habanera, a través de la Junta preparatoria, reforzó la preponderancia de la ciudad sobre la isla y la idea de un territorio o provincia única. Frente a ella, los cabildos de Santiago de Cuba y Puerto Príncipe esgrimieron su derecho a formar provincias separadas y constituir diputaciones provinciales. Las Cortes y el gobierno de la Monarquía habían contribuido a reforzar esas aspiraciones con la instalación en 1812 de tres intendencias, mientras que en la convocatoria a Cortes ordinarias solamente concibieron la instalación de una Junta preparatoria con jurisdicción sobre toda la isla. La pronta movilización de fuerzas por parte del gobernador de Santiago de Cuba y los cabildos constitucionales determinaron que las Cortes aprobasen una división más equitativa de la isla. Tomando como línea la demarcación entre los dos obispados, establecieron la creación de dos provincias separadas con capitales en La Habana y Santiago de Cuba, respectivamente. Al final del bienio constitucional la ordenación política adoptada distaba de resolver satisfactoriamente las reclamaciones de autonomía o tensiones de encaje territorial de algunos cabildos de la isla, particularmente Puerto Príncipe y Bayamo.
El regreso del orden constitucional en 1820 reabrió el debate sobre la división del territorio en provincias. El difícil contexto americano ofreció la posibilidad de encauzar las reclamaciones que habían quedado pendientes del Trienio. El gobierno se vio obligado a satisfacer las demandas de varios territorios que no habían podido culminar el establecimiento de las diputaciones provinciales. Tras la publicación del real decreto del 8-V- 1821 en el Diario de Gobierno de La Habana, el cabildo de Puerto Príncipe, con la colaboración del intendente, emprendió el camino para constituir su propia diputación provincial, saltándose el mecanismo de circulación jerarquizada de la información que se aplicaba tradicionalmente y que las Cortes mantuvieron durante el régimen constitucional.
La alianza entre el intendente y los regidores constitucionales buscó la complicidad de los cabildos de la intendencia para forzar la rápida constitución de una provincia, utilizando como recurso retórico las ventajas que podría proporcionarle a la región contar con un órgano propio de gobierno. El discurso, tanto desde la nueva capital como desde el resto de los cabildos implicados, muestra una interpretación en clave legitimista de las instituciones representativas frente a la autoridad antigua o absolutista que representaban los tenientes de gobernador y el propio capitán general. Aunque las aspiraciones autonomistas de Puerto Príncipe no surgieron durante el régimen constitucional, sus protagonistas se valieron del nuevo lenguaje liberal y pretendieron expandir su hegemonía a un territorio mucho mayor que el de la jurisdicción de la villa. Con la erección y sostenimiento por más de un año de la nueva diputación legitimaron la existencia de una nueva provincia en el centro de la isla.
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De archivo:
Archivo General de Indias
Sección Ultramar. Legajos: 95; 97; 105; 108; 109; 115; 137; 158; 165
Sección Cuba. Legajos: 1820; 1840;
Sección Santo Domingo. Legajos: 1288