DescargarLorena Ardito Aldana.
Universidad de Chile, Santiago, Chile.
Lorena.ardito@gmail.com

Recibido: 13/11/2020 – Aceptado: 18/01/2021

 

Resumen((El presente artículo recoge parte de los análisis y reflexiones desarrollados en el marco de la Asamblea Biestamental del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile que sesionó a finales de 2019 en el marco del estallido social de octubre en Chile. También, del Seminario «La cultura latinoamericana de la Tercera Modernidad (1973-Hoy)», coordinado por el ensayista y crítico literario Grínor Rojo.)): A partir de un análisis de coyuntura sobre el estallido de octubre de 2019, se reflexiona sobre el escenario constituyente chileno, en un momento histórico en que se tensionan poder constituyente e impunidad. Se revisan algunos elementos característicos de experiencias constitucionales chilenas y latinoamericanas recientes, para reflexionar: ¿es posible pensar un proceso democrático en un marco de impunidad? Y por otra parte, ¿qué nos advierten las experiencias regionales previas? Se concluye que el actual momento constituyente, aun dominado por toda la incertidumbre de un escenario abierto, autoritario y sin precedentes, representa la posibilidad de cambio constitucional más relevante de la historia reciente chilena.

Palabras clave: Poder constituyente, impunidad, estallido social, neoliberalismo, legitimidad.

Constituent power and impunity

Abstract: Based on a situational analysis of the uprising of October, this article reflects on the Chilean constituent scenario, at a historical moment in which constituent power and impunity are strained. Some characteristic elements of recent Chilean and Latin American constitutional experiences are reviewed in order to reflect: is it possible to contemplate a democratic process in a framework of impunity? And on the other hand, what do previous regional experiences warn us? It concludes that the current constituent moment, although dominated by all the uncertainty of an open, authoritarian and unprecedented scenario, continues to represent the most relevant possibility of constitutional change in recent Chilean history.

Keywords: Constituent power, impunity, social outburst, neoliberalism, legitimacy.

 

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Rompiendo el torniquete: a modo de introducción

Estado de emergencia en Santiago.
Ola de violencia azota la capital y siembra caos y destrucción.
El Mercurio, 19 de octubre de 2019.

El poder constituyente se abre paso a mano y sin permiso. Restaura una situación originaria y hasta cierto punto caótica de soberanía popular que, en teoría, se delega a la forma Estado-Nación moderno tras la promesa de administrar un orden seguro, no violento y garantista de derechos, pretendiendo para sí el monopolio legítimo de esa violencia (Weber, 1993). Pero ¿quién ha firmado ese contrato y sus cláusulas de impunidad, desigualdad, usura, abuso?

Estas violencias parecen invisibles cuando la legitimidad del orden social logra imponer su peso. Sin embargo, están ahí de forma estructural y permanente, como conocen bien los territorios afrodescendientes e indígenas en resistencia, las poblaciones periurbanas, las zonas de sacrificio, los movimientos anarquistas y feministas, las organizaciones migrantes, jubilados estafados, discapacitados y enfermos humillados, estudiantes segregados, educadores precarizados, mujeres y disidencias agredidas, entre muchas otras víctimas del neoliberalismo «a la chilena».

De este modo, cuando ese mismo orden es puesto en entredicho por un estallido que abre paso al conflicto rompiendo cercos, reglas y torniquetes((En referencia a la masiva evasión y rompimiento de torniquetes del sistema subterráneo de transporte público en la capital chilena, que colapsó tras las intensas jornadas de protesta del 18 de octubre de 2019.)), cuando se toman las calles, se desestabiliza la economía y se «enfurecen» los mercados financieros, vemos al Estado operar como un actor en férrea defensa de los privilegios de una élite, violentando el legítimo derecho a la desobediencia y a la manifestación pública.

El grito del 18 de octubre de 2019 en Chile –que para los estudiantes del Instituto Nacional inició en realidad en abril, con el proyecto «Aula Segura»((Proyecto de ley que otorga atribuciones especiales a directores de establecimientos educacionales para expulsar a estudiantes por casos de violencia y autorizar el ingreso de fuerzas policiales, que sirvió como marco para la criminalización del movimiento estudiantil secundario durante su discusión pública e implementación.))– volvió a configurar un poder constituyente, destituyente e instituyente, que se creía dormido o inexistente. Un poder que se fue avivando junto con la legitimación y reinvención de prácticas de lucha, resistencia y creatividad popular que parecían anacrónicas o periféricas en el Chile exportado como paraíso neoliberal a escala planetaria((Me refiero a evasiones, cacerolazos, barricadas, capuchas, recuperaciones, ocupaciones, asambleas, cabildos, trawünes, mítines, paralizaciones, intervenciones artísticas y satíricas, cicletadas, campamentos ciudadanos, rayados, afiches, disputas simbólicas y toponímicas, reapropiaciones de cerros y plazas.)).

Pero el poder constituyente, cuya pulsión destituyente que pone en entredicho las más pesadas estructuras de privilegios, abusos y exclusiones, fue también avanzando en un marco gravísimo de impunidad, volviendo evidente esa violencia originaria que se desdibuja en tiempos de «orden público» y «pacífica convivencia».

Una violencia que ha vuelto a exhibirse al amparo de la nueva coyuntura socio-sanitaria de la COVID-19, que ha puesto de rodillas a la humanidad entera, y que a nivel local ha conducido a un extenso «Estado de Catástrofe » desde el día jueves 19 de marzo de 2020((Estado de excepción constitucional por «calamidad», que implica la toma de control del orden público por parte de las Fuerzas Armadas, y habilita la posibilidad de restringir las libertades de locomoción, reunión y el derecho de propiedad.)), utilizando la excusa de la defensa de la vida para militarizar diversos territorios urbanos y rurales organizados, así como para reprimir, desmovilizar y borrar (con pintura y vigilancia policial) los rastros callejeros de la revuelta.

A más de un año del estallido, y en medio de movilizaciones, debates constituyentes, repliegues, cacerolazos, brutalidades policiales y militares, e infiltraciones para deslegitimar los movimientos sociales, la impunidad volvió a teñir de rojo la ciudad de Santiago –con la brutal y negligente acción de carabineros sobre el joven de 16 años Anthony Araya, quien fue empujado al río Mapocho y abandonado por el piquete de fuerzas especiales que lo reprimía tras abundante gas lacrimógeno; mas también con el asesinato del joven Aníbal Villarroel, quien fue baleado mientras participaba en las acciones de conmemoración del 18 de octubre en la población La Victoria de la comuna de Pedro Aguirre Cerda–.

El día 25 de octubre de 2020, en una coyuntura llena de letras chicas que nos ponen alerta, y a un año de la manifestación pacífica más concurrida de nuestra historia reciente, los pueblos de Chile se volcaron a las urnas con una participación de más del 50 % del padrón electoral y cerca de un 80 % de los votos emitidos (SERVEL, 2020), para expresar de forma categórica la voluntad de derogar la Constitución de 1980, mediante un proceso democrático, ciudadano, plural y popular de redacción de una nueva carta fundamental.

Sin embargo, pocos días antes de clausurarse oficialmente la posibilidad de inscribir candidaturas independientes para disputar desde espacios políticos contrahegemónicos los escaños constituyentes, el 7 de enero de 2021 la Comunidad Autónoma de Temucuicui en Wallmapu es invadida por 800 efectivos policiales, en un allanamiento fallido que incluyó la violenta detención de comuneros y comuneras, así como de menores de edad, con amenazas de muerte en la localidad de Ercilla, el «mismo día en que se dictó el veredicto condenatorio a ocho ex uniformados por  el homicidio del comunero Camilo Catrillanca» (González, 2021).

En abril de 2021, el triunfalismo de un gobierno indolente frente a su campaña de vacunación masiva culmina, paradójicamente, en la agudización de la crisis socio-sanitaria. Una serie de medidas de confinamiento son anunciadas, mas la ciudadanía las enfrenta con cada vez mayor rebeldía, en respuesta a las ambivalencias del manejo de la pandemia, que precarizan la vida de un 80% de la población, mientras las grandes fortunas del planeta aumentan su riqueza en más de un 70%((Como publicó el Ranking Forbes el martes 6 de abril de 2021, escandalizando a la opinión pública nacional por contar entre las fortunas chilenas ni más ni menos que al presidente, en medio de un intenso debate mundial y también nacional sobre la necesidad de un impuesto a los “Súper ricos” (Financiero, 2021).)). Se postergan las elecciones que permitirán definir los escaños constituyentes (junto a la elección de alcaldes, concejales y gobernadores regionales), y con ello, se ensanchan las brechas entre candidaturas independientes y aquellas vinculadas a conglomerados de partidos políticos y grandes grupos económicos. La amenaza de la firma del Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (TPP-11) y sus nefastas consecuencias para nuestra soberanía están al asecho (Miranda, Albert y Sepúlveda, 2019), mientras en el parlamento se juega a las candidaturas mediatizadas y demagógicas. Nuevamente se intensifican la vulnerabilidad en todos los niveles, la violencia doméstica y la injusticia.

Es en este escenario de tensión permanente entre poder constituyente e impunidad, que nos preguntamos entonces: ¿es posible pensar un proceso constituyente democrático en un marco de impunidad como el que ha caracterizado a Chile en las últimas décadas y que se agudiza con el estallido de octubre y el actual contexto signado por la «pandemia»?, y por otra parte ¿qué nos advierten las experiencias chilenas y latinoamericanas previas sobre sus posibles consecuencias?

Defensa del orden

 La prensa chilena solo habla de saqueos […] No informan de los baleados, apaleados, los torturados, de cientos de personas que están sufriendo la represión del Estado.
@PiensaPrensa, 20 de octubre de 2019.

Conviene acordarse de los “otros” saqueos, los de primera clase […] Me refiero a los saqueos de los bienes del Estado, es decir, del patrimonio de todos los chilenos.
Grínor Rojo, 5 de diciembre de 2019.

 

El día 19 de octubre de 2019, tras una violenta y extendida jornada de protesta social contra la injusticia y el abuso generalizados, el presidente de menor legitimidad de las últimas décadas en Chile, Sebastián Piñera, declara un «Estado de Excepción Constitucional de Emergencia en la provincia de Santiago y Chacabuco, y las comunas de Puente Alto y San Bernardo de la Región Metropolitana» (Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 2019, p. 1), junto a su entonces Ministro del Interior y primo, Andrés Chadwick, y al Ministro de Defensa, Alberto Espina –tres nombres íntimamente vinculados con la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet (1973-1990)–.

La medida se extendió por el país en pocas horas, operando, de facto, como un Estado de Sitio que sacó a los militares a la calle para amedrentarnos. Pero la desobediencia civil no dio tregua, y aunque Piñera intentó desandar las medidas abusivas anunciadas días antes, continuó legitimando su política represiva, invocando la vieja Doctrina de Seguridad Nacional((Doctrina de intervencionismo militarista encubierto, utilizada por EE. UU. como parte de sus estrategias hegemónicas sobre América Latina en el período de la Guerra Fría (Tapia, 1980), y que opera mediante la construcción ideológica de un enemigo interno.)) – en su versión «democrática» de Ley de Seguridad Interior del Estado–, señalando: «Estamos en guerra, contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie» (Telesur, 2019). Una vez más, como en las dictaduras del Cono Sur de América, la amenaza del enemigo interno era utilizada para justificar el uso de la violencia en defensa del «orden», que no es sino la defensa de un status quo neoliberal instaurado a sangre y fuego, profundamente desigual, precarizante y violento (Harvey, 2007 y Bengoa, 2018).

Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), el 23 de octubre se registraban 2.138 detenidos, 376 heridos, 5 muertos por agentes del Estado y un total de 17 víctimas de trauma ocular severo, además de denuncias por procedimientos irregulares, torturas, vejaciones y violencia político sexual, incluyendo desnudamientos, tocaciones y amenazas de violaciones (Diario UChile, 2019). El mismo día, la Sociedad Chilena de Oftalmología y el Colegio de Médicos a través de su Unidad de Trauma Ocular, emiten una carta el Ministerio de Salud advirtiendo la gravedad y especificidad de los casos de daño ocular severo, que ya cifraban en 33 personas (Miranda, Albert y Sepúlveda, 2019).

Las víctimas de la violencia de Estado no eran delincuentes, saqueadores o incendiarios. Tampoco eran «alienígenas», como pensó en principio la Primera Dama (Clarín Mundo, 2019). Ni encarnaciones del «cáncer marxista» o del fantasmagórico «comunismo come-guaguas» de la Guerra Fría. Era gente, ciudadanos, pueblo. El presidente le declaraba la guerra al pueblo por atreverse a reclamar legítimamente: «¡Devuélvanse a sus cuarteles!», «¡Asamblea Constituyente o nada!» y «¡Hasta que la dignidad se haga costumbre!».

Frente al horror, una semana de repudio y desobediencia civil bastaron para que, tras la jornada de movilizaciones pacíficas más concurrida de la historia de Chile, el presidente levantara el Estado de Excepción el día lunes 28 de octubre (Portilla, 2019). Sin embargo, ello no detuvo su violenta política represiva. Muy por el contrario, las fuerzas especiales de la policía volvieron a escena con su reconocida brutalidad –esa que hemos visto militarizar el Wallmapu y criminalizar una y otra vez la protesta social–, pero esta vez, de manera generalizada. Una brutalidad azuzada por el uso de estupefacientes, uniformes sin identificación y la instrucción de impunidad del Director General de Carabineros, Mario Rozas, quien en un audio filtrado declaraba: «A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer» (El Mostrador, 2019).

Impunidad en debate

Un arduo debate público se reabrió entonces en torno a la violencia, los crímenes de lesa humanidad, las violaciones de los DD.HH. y la impunidad. Durante el mes de octubre y los primeros días de noviembre, el gobierno intentó sostener la tesis del empate, justificando la violencia policial por los daños a la infraestructura, los crímenes de lesa humanidad por la afectación a la libre circulación de las personas, y las víctimas civiles con uniformados atemorizados, en riesgo o lesionados.

Pero la violencia de Estado fue en ascenso, ganándose el repudio nacional e internacional. El 8 de noviembre, la imagen de un joven estudiante de psicología con sus ojos ensangrentados por perdigones estremeció a la opinión pública (Guzmán, 2019). Asumir las violaciones a los derechos humanos en Chile se volvió inevitable. Como sintetizó el día 21 de noviembre la directora de Amnistía Internacional para Las Américas, Erika Guevara, en sus conclusiones preliminares sobre la situación de los derechos humanos en Chile:

A pesar de los llamados a escuchar las demandas de la ciudadanía, el presidente Sebastián Piñera decidió sacar al Ejército a las calles […] decidió que el Ejército continuaría retraumatizando a una sociedad dolida por las graves violaciones de los derechos humanos, muchas de ellas que se mantienen bajo la sombra de la impunidad (T13, 2019)

Una política de castigo que dio paso a la brutalidad policial, «usando la fuerza de manera indiscriminada y excesiva, con la intensión de dañar y castigar a aquellas personas que valientemente continúan en las calles ejerciendo sus derechos de la libertad de expresión y la asamblea pacífica» (T13, 2019). Más de 1.100 denuncias por torturas y tratos crueles o degradantes, cientos de lesiones oculares que han dado la vuelta al mundo por su especificidad, la constatación de un «patrón consistente» y de «un modus operandi a lo largo del país» que constituyen «crímenes del derecho internacional» y que «solo han logrado alimentar las demandas de la población por una sociedad justa en donde se respeten los derechos humanos” (T13, 2019).

El presidente, el gobierno, las fuerzas armadas y policiales desconocieron el Informe de Amnistía. No obstante, el día 26 de noviembre, nuevamente el país se estremecía con la brutal agresión policial a Fabiola Campillai, trabajadora y dirigente social de 36 años, quien tras el impacto de una bomba lacrimógena directamente en su rostro mientras se dirigía junto a su hermana Ana María a la fábrica de Carozzi en que trabajaba en Nos, queda completamente ciega (Toro, 2020).

Días más tarde, tras recibir en el salón presidencial a José Miguel Vivanco de Human Rights Watch, el gobierno asume «con dolor» los «errores» en los procedimientos y aplicación de protocolos por parte de Carabineros, que han generado violaciones «graves» a los derechos humanos desde el 18 de octubre en Chile (El Desconcierto, 2019). Una institución europea, la otra estadounidense. La primera, apelando a la responsabilidad política de violencia policial. La segunda, llamando a judicializar casos de «uso excesivo de la fuerza» y a «profesionalizar la policía». Un informe incómodo para el «orden» institucional que se pretende defender y revalidar. El otro, canalizable en el marco institucional del «Estado de Derecho», dando paso a la tesis de una necesaria «reforma a las policías».

El debate se volvió entonces político, pues nadie podría ya sostener que en Chile no se están violando los derechos humanos de forma grave. Los informes que siguieron, emitidos por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (organismo autónomo de la OEA), la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los DD.HH., encabezada por la ex presidenta Michelle Bachelet, y el Informe Anual Sobre la Situación de los Derechos Humanos en Chile en el contexto de la crisis social (INDH, 2019), coincidieron en este diagnóstico: uso excesivo de la fuerza, violaciones graves, masivas y repetitivas a los DD.HH, obligación de permitir la manifestación pública y necesidad de reforma de la policía, pese mostrarse cautos a la hora de denunciar la sistematicidad de la violencia.

Como contraparte de los más de 20.000 imputados por saqueos y otros actos delictuales desde el 18 de octubre –incluyendo algunos concejales de gobierno y uniformados–, un alto número de querellas fue cursada contra agentes del Estado. El ex ministro del Interior fue acusado constitucionalmente por el Parlamento e inhabilitado por 5 años de ejercer cargos públicos, y el martes 17 de diciembre el 7° Juzgado de Garantías admite una querella por delitos de lesa humanidad contra el presidente «por las decenas de personas que desde el 18 de octubre han perdido uno o ambos ojos debido a la represión de agentes del Estado» (Publimetro, 2019).

Hacia finales del mes de noviembre, el INDH interpuso más de 400 querellas, la mayoría por torturas, tratos crueles o inhumanos, incluyendo la violencia de connotación sexual. Procesos en curso que siguen dejando abiertas las preguntas por la impunidad y la violencia estructural: ¿Qué responsabilidad cabe a las elites económicas y políticas del país, su cultura de abusos, saqueo, corrupción e indolencia?, ¿y la responsabilidad política de estos hechos?, ¿quién responde frente a los daños irreparables a las víctimas?

Es en este punto que se vuelve central la reflexión en torno a la cuestión de la impunidad, entendida en términos amplios como ausencia de consecuencias, y más específicamente, como ausencia de castigo o punición frente a la realización de actos de transgresión, particularmente asociados a violaciones de DD.HH. La impunidad se volvió central frente a las aberraciones de la Segunda Guerra Mundial y la posterior actuación de los tribunales de Núremberg y Tokio, volviéndose ineludible desde Naciones Unidas en torno a la década de los noventa (Escobedo, 2013).

No obstante, la complejidad de la coyuntura analizada pareciera volver necesario un concepto distinto de impunidad para comprender la trama de cuestiones en juego, pues la posibilidad de pensar otra forma de Estado-Nación, más justa y democrática, menos abusiva e indolente, inevitablemente confronta una vieja y pesada estructura de privilegios. La impunidad no es solo falta de castigo, elusión de responsabilidades o capacidad de negociar penas irrisorias frente a violaciones de DD.HH. Es una lógica de dominación que se retroalimenta en su propio ejercicio, como se definía en el I Seminario Internacional sobre Impunidad y sus efectos en los Procesos Democráticos:

La impunidad desconoce la igualdad ante la ley […] Ella significa, por un lado, ausencia de punición para algunos, y por otro, castigo a quienes se ha determinado reprimir. Responde a la lógica de dominación de unos sobre otros […] La impunidad persigue acostumbrar a la injusticia, promover la resignación y el desaliento frente a la denegación de derechos fundamentales. En definitiva, esa es su función política: consolidar un modelo de dominación y de conculcación de los más básicos derechos económicos, sociales y culturales. (Declaración de Santiago, 1996)

La lógica de las agendas social y represiva del gobierno tiene que ver con esta noción ampliada de impunidad. La primera, un «ofertón» de bonos y dádivas que prometen endeudar al Estado en beneficio del lucro privado, manteniendo la estructura de desigualdad que se ha enquistado en el neoliberalismo avanzado (Ruiz, 2019), un modelo voraz que la periodista canadiense Naomi Klein (2011) ha denominado asertivamente «capitalismo del desastre», por su capacidad de capitalizar los escenarios de crisis.

La segunda, con leyes habilitantes para la aplicación cada vez más desproporcionada de la fuerza pública, que suma al uso indiscriminado de perdigones de metal y bombas lacrimógenas, la soda cáustica en carros lanza aguas, dolosos atropellos a manifestantes, y el insólito aumento de contingentes policiales para seguir castigando la legítima protesta social((Lo que en el espacio simbólico de la revuelta de octubre que representa la Plaza Dignidad, se conoció como «estrategia de copamiento», implementada por el intendente de la Región Metropolitana, Felipe Guevara, con nefastas consecuencias: la muerte por paro cardiorrespiratorio de Abel Acuña (de 29 años), quien en medio de las manifestaciones fue ahogado por gases lacrimógenos e impedido de recibir asistencia, y el atropello de Óscar Pérez (de 20 años) por parte de carros policiales.)). Una agenda represiva que se argumenta en incendios, saqueos y daños a la infraestructura público-privada, aunque, paradójicamente, termina siendo mucho más victimizante que cualquier acto delictual, como reportó la Fiscalía Nacional con fecha 15 de julio de 2020:

[Son] 8.827 las víctimas de violencia institucional registradas tras el estallido. 413 de ellas con lesiones oculares […] 1.362 eran menores de edad, 24 mapuches, 32 que fueron discriminadas por pertenecer a diversidades sexuales […] Sobre la calificación jurídica, 6.291 eran apremios ilegítimos, 1.911 abusos contra particulares, 704 otros delitos comunes y 217 torturas. [Y] respecto a la violencia sexual, se registraron 281 desnudamientos, 67 hechos constitutivos de abuso sexual con contacto, 28 amenazas de cometer delitos sexuales contra la víctima y 12 hechos constitutivos de violación o abuso sexual agravado. (Piensa Prensa, 2020)

Del momento al proceso constituyente

los partidos abajo firmantes han acordado una salida institucional cuyo objetivo es buscar la paz y la justicia social a través de un procedimiento inobjetablemente democrático.
“Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”. Texto original, 2019.

 

El día 15 de noviembre, un bullado Acuerdo parlamentario por una Nueva Constitución fue anunciado entre gallos y media noche (Senado, 2019). Un acuerdo legitimado por una nueva amenaza de los militares en la calle. Sin pueblos, organizaciones ni movimientos sociales. Sin territorios, asambleas ni gente((Como evidencia, la nómina firmante de parlamentarios y partidos que redactan el texto original del Acuerdo: Fuad Chahin, Presidente Democracia Cristiana; Catalina Pérez, Presidenta Revolución Democrática; Mario Desbordes, Presidente Renovación Nacional; Javiera Toro, Presidenta Partido Comunes; Álvaro Elizalde, Presidente Partido Socialista; Heraldo Muñoz, Partido Por la Democracia; Luis Felipe Ramos, Partido Liberal; Carlos Maldonado, Presidente Partido Radical; Jacqueline Van Rysselberghe, Presidenta Unión Demócrata Independiente; Hernán Larraín Matte, Presidente Evópoli; Gabriel Boric Font (El Líbero, 2019).)). El apuro de la clase política por cerrar una polifonía de voces que recién comenzaba a oírse, a articularse, incluso a interpelarse entre sí –como vimos en el denominado Bloque Sindical de Unidad Social((Plataforma que aglutina a más de 50 de organizaciones y movimientos sociales chilenos en ámbitos diversos, que conforman internamente bloques específicos, tales como el Bloque Sindical (donde confluyen organizaciones de trabajadores), o el Bloque Territorial (que articula Mesas Territoriales y plataformas locales de Unidad Social).)), el que confrontado por diversas organizaciones territoriales, indígenas, estudiantiles y feministas, tuvo que incorporar en su discurso político las demandas de plurinacionalidad y paridad de género, en el marco del debate constituyente–.

Pero la pluralidad de sectores, realidades y demandas por dignidad que estalló en octubre, no dejó (ni ha dejado) de oírse en este diálogo de cacerolas que ha sido estratégico, o más también terapéutico. Sus voces no han podido ser acalladas porque su necesidad es vital. Su ruidoso sonido permite restaurar los lazos de comunidad y solidaridad fragmentados por el modelo neoliberal (con su tremenda capacidad de sobreendeudamiento, competitividad, desconfianza y miedo). La cacerola es un símbolo que aglutina la molestia y manifiesta una voluntad popular por recuperar la dignidad. Y representa una memoria larga de expresión de descontento y luchas por la vida que toman curso en espacios e intensidades que desbordan los canales convencionales del partidismo institucional, más allá de cualquier intento de control represivo o vanguardia representativa.

La imagen grotesca de Plaza Dignidad (ex Plaza Italia), el epicentro del movimiento, vestida de blanco con la palabra «PAZ», ponía en evidencia esta búsqueda por acallar un conflicto que abría, después de casi 40 años, el más relevante momento constituyente de nuestra historia reciente, en medio de la impunidad. Una puesta en escena que resultó tan falsa como ineficaz en su intento por cerrar un proceso de expresión y constitución de voluntad popular, vertiginosa e inevitablemente desencadenado.

¿El nuevo debate público? La «letra chica» del Acuerdo, cifrado entre el Plebiscito Nacional por una Nueva Constitución (a realizarse en abril de 2020), y las opciones «Convención Constitucional» (con elección del 100 % de los escaños constituyentes) y «Convención Mixta» (con presencia de un 50 % de parlamentarios actualmente en ejercicio). La sospecha por un nuevo montaje constituyente incapaz de superar los enclaves dictatoriales se instaló ampliamente entre ciudadanos, organizaciones y movimientos sociales en pie de lucha((Frente a los quórums calificados (que han operado como derecho a veto de las minorías), las leyes orgánicas constitucionales (amarradas a tales quórums), el derecho a veto presidencial (filtro último para la promulgación de cualquier ley o reforma constitucional) y la presencia de la misma élite política parlamentaria como protagonista del proceso. Una sospecha que se reforzó con los amarres de la Ley 21.200 promulgada el 23 de diciembre, donde se determinan los mecanismos de elección de constituyentes a partir del actual sistema de elección de diputados (por distritos y listas), y establecen la imposibilidad de contrariar tratados (de DD.HH., pero también comerciales) internacionales suscritos por Chile.)), que removía (y remueve) la defraudante memoria de la transición pactada a la democracia.

No obstante, la relevancia del momento hizo que las mismas fuerzas sociales se orientaran con fuerza a la campaña por el «Apruebo». Vimos crecer la esperanza, estallar la gráfica popular en campaña, y sumar voluntades por aprovechar este espacio con un movimiento amplio y transversal cada vez más despierto, entrando en este juego electoral restringido con el compromiso de «no soltar la calle» para mantener viva la revuelta.

Y es que la novedad de este «reventón social» (Rojo, 2019) es que logró desatar un poder constituyente primario, soberano, que no conoce limitaciones, pues es por definición extraordinario (Ríos, 2017). La coyuntura del Acuerdo se situó justo en el paso del poder constituyente «originario» al poder «constitutivo» o «constituyente derivado» (Nogueira, 2009), que delimita las formas de conducción y legitimidad.

De este modo, aunque sin un mandato ciudadano o popular expreso, un ilegitimado Parlamento se arrogó la potestad de colocar fecha, nombre y forma al proceso constituyente, la calle representó (y sigue representando) ese espacio de desobediencia y soberanía que mantiene la salida al conflicto como una pregunta inevitablemente abierta, tanto a la luz de la impunidad que enmarca el proceso, como ante las preguntas por su representatividad((Lo que llevó a una intensa pugna por garantizar la paridad de género (ya conquistada), la participación de comunidades migrantes, en condiciones de discapacidad, y de chilenos/as en el extranjero. Como también la adecuada representación de pueblos indígenas y tribales afrodescendientes, que fue aprobada excluyendo al Pueblo Tribal Afrochileno, en un marco de extensas y polémicas sesiones parlamentarias de Comisión Mixta, que concluyeron en un acuerdo mucho más estrecho que el propuesto por los pueblos, y que evidenciaron la peligrosa capacidad negociadora de las minorías reaccionarias en los quórums de 2/3 que regirán la Convención Constitucional.)). Una tensión viva, que se complejiza con el inesperado e inédito advenimiento del actual escenario pandémico.

Un nuevo escenario para el «capitalismo del desastre»

Un estornudo de la pacha [tierra] y todo lo que damos por sentado se puede quedar en nada […] Ha ocurrido algo que ninguna generación humana ha vivido antes.
Silvia Rivera Cusicanqui (CLACSO TV, 2020)

La noticia del advenimiento de una pandemia desde China encendió rápidamente las alertas del movimiento soberano desplegado desde el estallido. La comodidad de los discursos oficiales que advertían sobre el riesgo de realizar un plebiscito nacional en abril de 2020, fueron recibidos con sospecha y negacionismo. Una actitud alentada por las cifras epidemiológicas y sus bajos índices de mortandad, las teorías conspirativas imperialistas y de control del envejecimiento poblacional, y la inédita realización de un simulacro de guion en EE.UU.; un coronavirus nuevo que se expandía por el planeta desde un criadero de cerdos en Brasil, «prediciendo» las particularidades de la actual crisis sociosanitaria, económica y política (Event 201, 2019).

Sin embargo, a esa sospecha inicial le siguió una profunda toma de conciencia frente a esta paradójica condición humana, trascendiendo la pregunta por el origen del virus. El SARS-CoV-2, y toda la campaña del terror que ha acompañado su propagación global (Chuang, 2020), configuró tal vez el único escenario en que era posible que el movimiento expresado en la calle declinara por voluntad propia, por la solidaridad con «otres». Como expresa Judith Butler:

Me piden que no muera, y que no ponga a otros en riesgo de enfermedad o muerte. Y yo tengo que decidir si acepto o no ese pedido […] Soy al mismo tiempo potente y vulnerable, poderose y expueste, capaz de causar daño, pero también de sufrirlo. (TV UNAM, 2020)

Asimismo, entre lo global y lo local, vimos emerger el peligroso negacionismo de los (neo)fascismos contemporáneos, encabezados por Donald Trump o Jair Bolsonaro, pero también expresados en las políticas autoritarias de Lenin Moreno o Sebastián Piñera, cuyo triunfalismo y soberbia frente a la expansión del virus y sus riesgos, han cobrado miles de vidas humanas((Hablamos de más de 100.000 muertes en EE. UU., más de 70.000 en Brasil, más de 7.000 en Chile, y más de 5.000 en Ecuador, según las cifras oficiales (BBC Mundo, 2020).)). ¿Presenciamos el fin del capitalismo (Zizek, 2020 y Sibechi, 2020) o su inevitable agudización biopolítica, psicopolítica, televigilada (Han, 2020 y Ceceña, 2020)?

Más allá de las coordenadas o posiciones críticas para leer este inédito, vertiginoso e impredecible escenario, lo cierto es que una suerte de «Golpe de Estado universal» nos deja «en manos de farmacéuticas, militares y grandes transnacionales de la salud»” (Rivera Cusicanqui, 2020). El resultado es el denominado confinamiento (voluntario u obligado), en su sentido literal y desigual. La obligación forzada (militarmente) o autoimpuesta (por ética o miedo), de permanecer encerrado en un lugar fijo, minimizando al máximo posible el contacto físico humano.

Un escenario que en Chile ha operado al mismo tiempo como pausa y combustible al movimiento, pues si bien el virus no discrimina, se mueve en medio de sociedades humanas desiguales, con consecuencias también desiguales; como excusa para estigmatizar a los sectores precarizados por el neoliberalismo como «inconscientes» o «desobedientes», cuando se agudiza la violencia doméstica, la cesantía y el hambre; como habilitador de políticas absurdas, pretendiendo enfrentar el contagio con toques de queda, hostigamientos poblacionales, territoriales y carcelarios; y como coartada para tomar revancha en el espacio público, pretendiendo borrar con pintura las expresiones simbólicas de la revuelta((Como olvidar la imagen de Piñera sentándose en Plaza Dignidad, contraviniendo todas las medidas policiales y sanitarias promovidas por su propio gobierno, desatando la indignación popular (El Mostrador, 2020).)).

La indolencia triunfalista e ineficiente del gobierno frente a la crisis –encarnada en el ex ministro de salud y médico de cabecera del presidente, Jaime Mañalich– volvieron clave el rol fiscalizador del periodismo de investigación y denuncia((Donde destacan los trabajos de Alejandra Matus, CIPER, OPAL y Piensa Prensa.)). Una labor central, cuando parece instalarse la idea de que la única causa de riesgo y muerte la constituye el virus. ¿Y la represión, la violencia, la impunidad? Como expresó la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular a través de una declaración pública, tras publicarse imágenes inéditas del día en que el joven estudiante de psicología, Gustavo Gatica, fue mutilado por el oficial de FF.EE. Claudio Crespo (G-03):

Hoy enfrentamos la cara más cruda de una justicia que no llega y la terrible impunidad de autores de mutilación y violación a los derechos humanos, sino también el abandono absoluto de sus víctimas por parte del estado, en donde la atención en instituciones de salud ha sido suspendida […] (2020)

Volvemos así a las preguntas iniciales: ¿es posible pensar un proceso constituyente democrático en un marco de impunidad como el descrito? Y por otra parte, ¿qué nos advierten las experiencias chilenas y latinoamericanas previas?

Constituyentes chilenas para tomar en cuenta

“Las tres [Constituciones] que se han dictado nunca han tenido al pueblo deliberando y ejerciendo su voluntad soberana. […]En el pasado los movimientos ciudadanos siempre terminaron con represión militar y masacres violentas”.
Gabriel Salazar en Radio Cooperativa, 26 de octubre.

Chile nunca ha vivido un proceso constituyente efectivamente democrático. Todas las constituciones han sido resultado de procesos autoritarios, oligárquicos, en contextos de guerras civiles, dictaduras, masacres o traiciones de la clase política hacia la ciudadanía. La Constitución de 1833, surge como salida a una guerra civil mediante una Gran Convención (1933-1833), de la que emana un texto eminentemente conservador. En medio de la crisis del parlamentarismo, la Constitución de 1925 –reconocida como la «más democrática» de nuestra historia((Por consagrar igualdad ante la ley, el derecho a la manifestación pública, el carácter laico y representativo del Estado, y la posibilidad de tocar la propiedad privada en consideración de su utilidad pública.))–, fue redactada por una comisión designada por el entonces presidente, Arturo Alessandri, que desconoció todo el proceso constituyente ciudadano previo.

Y la Constitución de 1980, que rige hasta nuestros días la conformación de una sociedad radicalmente neoliberal, fue diseñada por la Comisión Ortúzar desde el inicio de la dictadura cívico-militar encabezada por Pinochet, validada por el Consejo de Estado y la Junta Militar de Gobierno, sometida a un plebiscito ilegítimo de salida, y plagada de enclaves autoritarios que impiden su transformación. Una de las pocas constituciones del mundo que, a 30 años del derrocamiento formal de un régimen militar, sigue determinando el destino de nuestro ordenamiento social.

El actual momento constituyente se ha hecho cargo de un debate amplio y no exento de polémicas respecto a los cerrojos autoritarios de la Constitución de 1980, las posibilidades reales de su derogación y su reemplazo por una nueva constitución. Sin embargo, en los rincones de la memoria colectiva existe una experiencia que el historiador chileno Sergio Grez (2016) ha situado «entre el olvido y la mistificación».

Se trata del proceso constituyente ciudadano que antecedió a la Constitución del 1925, la denominada Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales (o Constituyente Chica), que aglutinó durante 3 días de deliberación pública, en el Teatro Municipal de Santiago, a diversas organizaciones del movimiento popular –tales como el Partido Comunista, la Federación Obrera de Chile, la Asociación General de Profesores, la Unión de Empleados de Chile, la Federación de Estudiantes de Chile, sindicalistas independientes, sectores anarquistas, demócratas, radicales, feministas y otros–((De ella, emana una demanda constituyente en base a principios comunes: «La Asamblea Constituyente encargada de crear la nueva organización política del país, debe generarse con representantes de todas las fuerzas vivas de ambos sexos, dando al elemento asalariado la mayoría de la representación que le corresponde en justicia, a fin de que los postulados de redención social obtengan dentro de ella la confirmación legal que reclama la nación» (Congreso de Asalariados e Intelectuales, 1925).)).

Si bien su impacto fue minimizado tanto por radicales, demócratas y sectores anarquistas, como por el desconocimiento del propio Alessandri, la experiencia es decidora. Primero, porque recuerda la indolencia de la elite político-económica frente a las demandas sociales, incluso cuando estas se canalizan en un ejercicio ciudadano como el que resuena el último año y medio en Chile, al calor de cabildos, asambleas y trawünes constituyentes (convocados y autoconvocados). Pero también, porque evidencia la fuerza propositiva y deliberativa de la articulación de sectores distintos del movimiento popular, más allá de sus pugnas internas((La Constituyente Chica logró, en 3 días de ejercicio soberano, propuestas tales como el federalismo y la organización de base comunal colegiada, la presencia de un Tribunal Supremo Federal de Justicia elegido por los gremios organizados y de funciones temporales, la igualdad en derechos entre los sexos, la propiedad social de la tierra y sus recursos, y la búsqueda de equidad, redistribución y bienestar, con énfasis en el desarrollo de las ciencias y las artes (Grez, 2016).)).

¿Cómo comprender en este marco el enorme prejuicio existente frente a la idea de una Asamblea Constituyente?

Más allá del mito

Fantasmas como el de «Chilezuel, pero también como los que merodean las experiencias de Ecuador y Bolivia –que recientemente también vivieron meses de estallido y violencia con sus propias especificidades–, son una y otra vez repetidos por la oligarquía chilena y sus medios de divulgación, cerrando el paso a la posibilidad de hacer de este momento histórico, una posibilidad cierta para pensar democráticamente un Chile distinto.

La Asamblea Constituyente como el abismo hacia el socialismo, el comunismo, el caos, el hambre, el desabastecimiento y la destrucción. Y, en consecuencia, la denuncia de una supuesta mano externa en el estallido popular de octubre. El argumento es burdo, pero tiene su peso. De aquí la relevancia de mirar algunas características de esos procesos en la lógica de lo que nos enseñan y advierten.

No son pocos los países del mundo que han transformado sus textos constitucionales a través de la figura de la Asamblea Constituyente. Son los casos de Islandia, Italia, Portugal, Timor Oriental, Tailandia, Nepal, Irán, Camboya, Holanda, Túnez, Somalia, Venezuela, Perú, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Ecuador, Bolivia y Colombia, en los últimos 50 años. Sin ir más lejos, en un reciente estudio sobre procesos constituyentes (PNUD, 2015), se señala que los países suelen cambiar sus constituciones aproximadamente cada 2 décadas, y que entre los mecanismos utilizados –Poder Legislativo, Convención, Congreso, Asamblea y otros–, la Asamblea es escogida en un 27 % de los casos como órgano de representación, deliberación y redacción del texto magno. Es decir, que no hay correlación posible entre el «fantasma del comunismo» y la Asamblea Constituyente.

Asimismo, es evidente que los procesos constituyentes mal llamados neopopulistas, que podemos enmarcar dentro de los progresismos o socialismos del siglo XXI latinoamericano, tienen sus particularidades, pues cada proceso, contexto y tiempo histórico es único en su desarrollo. Ello, aun considerando rasgos comunes, como su carácter refundacional y participativo, su búsqueda de un orden social más justo, el personalismo de su conducción política, las crisis de corrupción en que desembocan, y el permanente boicot externo.

Los tres casos referidos (Venezuela, Bolivia y Ecuador), inician sus procesos constituyentes luego de que fuerzas sociales diversas y articuladas((Una alianza cívico-militar bolivariana en el primer caso, movimientos obrero-campesino-indígenas en los segundos.)) llegan al poder por la vía democrática. El amparo del proceso constituyente está, por tanto, en el propio movimiento social hecho partido y más tarde gobierno. Vemos claramente aquí una primera y radical diferencia con el caso chileno. Pero ¿qué nos enseñan y advierten estas experiencias?

Si bien son muchos los aspectos que podrían analizarse, creo que vale la pena puntualizar brevemente algunos elementos: el Poder Popular en el caso venezolano, la Plurinacionalidad en el caso boliviano y los Derechos de la Naturaleza en el caso ecuatoriano.

Poder popular

En la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, hay todo un aspecto que tiene que ver con el Poder Popular. La democracia participativa consagrada en el sistema legal integrado del Poder Popular, incluyendo Consejos Comunales, un Ministerio y toda una estructura financiera y deliberativa, buscan promover una autonomía de base comunal para refundar la estructuración estatal. Son leyes sumamente progresistas, que dan cuenta de un amplio debate territorial y ciudadano en contextos urbanos y rurales para asegurar la participación de base (Ministerio del Poder Popular, 2017).

Sin embargo, su efectividad ha quedado trabada en una doble camisa de fuerza: por una parte, por el electoralismo del PSUV, el partido de gobierno, cuya maquinaria trabó y en muchos casos impidió un desarrollo comunal autónomo. Por otra, en la eterna tramitación burocrática de los reglamentos que hicieran efectivas estas leyes. Y es que cualquier constitución es letra muerta sin una trama coherente de leyes, reglamentos, políticas, planes, programas, proyectos y financiamiento, que debieran hacer carne los principios y derechos consagrados, y que forman parte del juego político de correlaciones de fuerza y negociaciones que suceden al proceso constituyente. Nos recuerda entonces que la lucha es larga y llena de nudos, como sabemos. Mas también nos invita a conocer ese proceso del Poder Popular venezolano (Ministerio del Poder Popular, 2017).

Plurinacionalidad

Con sus enormes tensiones y complejidades internas, el caso boliviano es otro de los referentes latinoamericanos ineludibles a la hora de pensar un proceso constituyente que busca horizontes de mayor justicia social. Los prejuicios del racismo y la ingobernabilidad impiden ver uno de los ciclos históricos más estables, reparadores y democráticos de la historia republicana boliviana, del mismo modo que el énfasis en el carácter supuestamente «caótico e ineficiente» de su Asamblea Constituyente, invisibilizan lo que fue un intenso período de politización, deliberación pública, descolonización y vigilancia ciudadana al ejercicio del órgano constituyente (Chivi, 2010).

Sin embargo, no es en el proceso que creo relevante detenerme para efectos de la reflexión expuesta, sino en la forma que adquiere el Estado a partir de un texto que en su preámbulo señala, «dejamos en el pasado el Estado colonial, republicano y neoliberal», y en su primer artículo se define como «un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional, Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías», que se funda en «la pluralidad» (lingüística, cultural, jurídica, política, territorial, etc.). La Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia (2009), es la primera en otorgar a un Estado-nación la forma plurinacional, tensionando desde la diversidad y la autonomía, la pretensión monolítica y unitaria del liberalismo.

Nos permite pensar más allá de la declaración de buenas intenciones, del cuoteo de escaños reservados o de los enfoques declarativos de las políticas públicas integradoras. Nos abre un enorme abanico de experiencias latinoamericanas y del mundo, de configuración estatal compuesta, (con)federada, pluriétnica y plurinacional, más allá de las falsas promesas del multiculturalismo frente al reconocimiento de «minorías». Y nos interroga sobre la compleja y fundamental necesidad histórica de autodeterminación de los pueblos indígenas y afrodescendentes, sus territorios, lenguas, economías, formas de sociabilidad, cosmovisiones y prácticas en Chile, pueblos que, en el actual marco, carecen incluso de reconocimiento constitucional.

Derechos de la naturaleza

Como en el caso boliviano, en 2008 Ecuador también da el paso de reconocer su carácter plurinacional. Su constitución escrita mayoritariamente en castellano, pero también llena de conceptos y significaciones de los pueblos indígenas, como el principio del Buen Vivir o Sumak Qawsay (por su voz quichwa), articula una visión alternativa al desarrollo basado en el extractivismo. Es una de las más progresistas de la primera década del siglo XXI, pues además consagra derechos inéditos, como el Derecho a la Migración y los Derechos de la Naturaleza.

Es, de hecho, el primer país del mundo en reconocer a la naturaleza o Pacha Mama como sujeto «donde se reproduce y realiza la vida», y por tanto «tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos» (Art. 71). Asimismo, reconoce su «derecho a la restauración», principalmente frente a los impactos nocivos de la «explotación de los recursos naturales no renovables» (Art. 72).

Pero Ecuador ha sido incapaz de superar la explotación extractivista, como evidenció el polémico caso petrolero del Parque Nacional Yasuní, uno de los territorios indígenas de conservación más diversos y relevantes del planeta. La experiencia nos advierte que los límites para pensar otro orden social posible no solo están en los grupos económicos locales, sino también, y de forma determinante, en los intereses transnacionales. Tanto, como en la capacidad autónoma de generar matrices productivas distintas, formas de sustentación diferentes a escalas diversas, en suma, nuevos modelos para soportar nuestra base material.

Lejos de los prejuicios conservadores y binarios, muchos de quienes vivenciamos con cauta esperanza la lucha chilena contra las injusticias del neoliberalismo, nos sentimos inspirados por estas experiencias latinoamericanas, aun cuando en ellas estén aun ausentes las amplias demandas contemporáneas por justicia de género y el derrocamiento del orden patriarcal. Sin embargo, sabemos que estamos lejos de un horizonte refundacional como el que atravesaron dichos países, que hoy viven las consecuencias de las pequeñeces internas, del castigo internacional por atreverse a caminar distinto y de la incapacidad de materializar una nueva matriz energético-productiva con mayores horizontes de autonomía.

Ahora bien, desde mi punto de vista, el proceso constituyente colombiano es tal vez el más cercano al que hoy se disputa en Chile. Guardando todas las proporciones, especificidades, distancias temporales y magnitudes de violencia en que se sitúan, ambas experiencias se encuentran en un hecho dramático y doloroso: el marco de impunidad en que se inscriben. Por ello, creo relevante detenerme de manera un poco más extensa en el análisis de esta experiencia.

La dolorosa cercanía del caso colombiano

La Constitución de 1991 vino a reemplazar la centenaria y conservadora Constitución de 1886, tras una de las décadas más violentas de su historia: los años 80 fueron años de enfrentamiento entre carteles del narcotráfico (de Cali y Medellín), Diálogos de Paz y desmovilización de grupos guerrilleros que pasan a integrar partidos políticos civiles –como el Partido Unión Patriótica–, con enorme éxito electoral. Mas también fue la década del “Baile Rojo”, el genocidio político de 3.500 militantes de la alianza popular Unión Patriótica (UP), incluyendo 2 candidatos presidenciales, 5 congresistas y 11 diputados (Campos, 2013).

En medio de la agudización del conflicto y una amplia movilización social en repudio a esta violencia, la década culmina con el asesinato del candidato presidencial del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán (1989), provocando una enorme conmoción que movilizó a toda una generación entonces tildada de «apática». Se trataba de la Marcha del Silencio, en que a los amplios sectores sociales movilizados durante los ochenta, se sumó la activa participación de estudiantes secundarios y universitarios públicos y privados, articulando el movimiento estudiantil más grande conocido hasta entonces: el Movimiento de la Séptima Papeleta (Carrillo, 2013).

Unido a sectores del liberalismo, el movimiento de la Séptima Papeleta puso en juego una iniciativa del abogado Fernando Carrillo, para intervenir justamente con una séptima papeleta en los comicios de 1990, que elegía a 6 autoridades locales, municipales y nacionales. Su masividad fue tal que operó como plebiscito de facto, con cerca de 2 millones de votos. Y pese a que el mecanismo no estaba contemplado en la anterior constitución, el presidente Virgilio Blanco accede a realizar un referéndum oficial, reconociendo el poder constituyente primario de la ciudadanía.

El plebiscito ratificó con un 89 % la opción por una Asamblea Constituyente. 70 miembros que fueron escogidos con mecanismos mixtos de elección partidaria y escaños reservados por sectores sociales específicos para asegurar su representación. Esto es significativo, en la medida en que se trata de un proceso liberal y representativo (por tanto restringido), no obstante forzado a incluir a sectores que en el Chile actual parecerían inimaginables (como «les capuchas»).

En el caso colombiano participaron 4 guerrilleros con voz y sin voto –representantes del EPL, Quintín Lame y el PRT–, y otros sectores desmovilizados de la guerrilla articularon alianzas partidarias con una importante presencia en la configuración de los asambleístas (más del 20 %). Asimismo, no hubo mayoría de un solo partido, pese a que la presencia de los partidos tradicionales fue mayoritaria.

La iglesia evangélica y la UP obtuvieron 2 escaños a través de sus propios partidos. Y los pueblos indígenas quedaron subrepresentados a través de escaños reservados para 1 representante de cada una de sus principales organizaciones nacionales: la Organización Nacional Indígena Colombiana (ONIC) y las Autoridades Indígenas de Colombia (AICO). Aunque cabe subrayar que fueron las propias organizaciones las que escogieron a sus representantes, fuera del sistema partidario oficial (Correa, 1990).

Por otra parte, aunque no hubo un referéndum de salida, tuvo lugar una intensa vigilancia ciudadana. En los meses previos, se conformaron 1.580 grupos de trabajo territoriales, que sesionaron y generaron insumos para las comisiones temáticas de trabajo en la Asamblea((A partir de esta experiencia, en 1997 se generaron Asambleas Territoriales Constituyentes (espacios informales mas no ilegales de democracia participativa), para debatir y hacer carne a nivel local el texto aprobado en 1991, generar procesos de control ciudadano, debate público y resistencia civil en rechazo a la violencia. Desde el 2000, estas instancias locales han generan encuentros en los que se llama Asamblea Nacional Constituyente, buscando escalar sus posibilidades de incidencia.)). Una vez electos los representantes, se trabajó en base a comisiones temáticas((Derechos y Reforma Constitucional; Autonomía Regional; Reformas al Gobierno y Congreso; Administración de la Justicia y Ministerio Público; y temas económicos, sociales y ecológicos.)), que redactaron por partes el texto preliminar considerando los insumos de los grupos de trabajo, así como una serie de recomendaciones enviadas por grupos diversos de la sociedad civil. La deliberación en la Asamblea duró 6 meses, hasta que en julio de 1991, se promulga el texto final ratificado en el propio órgano constituyente (PNUD, 2015).

¿El resultado? Un texto que reconoce la diversidad étnica y cultural, pese a consagrarse a dios y declararse Nación unitaria. Un Estado Social de Derecho con Democracia Participativa e instancias de justicia y contraloría, que penaliza la desaparición forzada, la tortura y toda clase de tratos inhumanos. Reconoce derechos sociales, económicos, culturales (incluyendo lingüísticos), territoriales y a la autodeterminación a pueblos indígenas y afrodescendientes (Constitución Política de Colombia, 2016).

No obstante, al mismo tiempo resguarda la estructura de privilegios preextistente (Constitución Política de Colombia, 2016). Pese a sus contradicciones, el resultado es significativo. Lo es además por la estrategia de utilizar convenios, tratados y declaraciones del derecho internacional como marco general para su redacción y disputa frente a sectores oligárquicos, siendo la primera que hace este ejercicio en América Latina, y por lo mismo, la más progresista durante toda la década del 90.

La experiencia colombiana nos muestra así una posibilidad relativamente cercana de incluir la diversidad, aun en un contexto de elección partidaria. Sin embargo, también advierte sobre las trampas del proceso, con cuotas de diversidad que pueden ser marginales (2,6 % de presencia indígena), y con leyes que otorgan derechos sin afectar estructuras de privilegios preexistentes. Asimismo, da cuenta del carácter limitado de la «lucha constituyente», pues pese a lograr penalizar la violencia y los abusos del Estado en marcos Excepción, la Constitución no logró evitar la agudización del conflicto colombiano; de hecho, años más tarde se crean las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupos paramilitares que se vinculan a los crímenes del narco y la política institucional, y se acentúan los desplazamientos forzados de comunidades afro e indígenas en un contexto de ampliación y profundización del modelo neoliberal (Pillay, 2011).

Reflexiones al cierre

La crisis sanitaria, socioeconómica, psicológica y político-militar permanece. Se ha utilizado como excusa para aprobar tramposas medidas bajo eufemismos de «protección», «subsidios», «bonos» y «ayudas», que no hacen sino conculcar derechos a los ya precarizados y sobre endeudados sectores populares. No obstante, también hemos sido testigos de procesos legislativos inéditos, como la limitación a la reelección en cargos públicos, el retiro de fondos previsionales (cautivos por las Administradoras privadas de Fondos de Pensión), el triunfo electoral de la opción «Apruebo/Convención Constitucional», y la reciente inscripción de centenares de candidatos independientes vinculados a las luchas recientes e históricas de diversos movimiento sociales, todo lo cual, nos recuerda la plena vigencia del «momento constituyente».

El proceso se da en medio de tensiones grotescas, impúdicas, que confrontan el pronto aprovechamiento electoralista de candidatos que representan el statu quo, frente a una soberanía popular expresada en diversas formas de solidaridad (como las ollas comunes) y protesta. Tensiones que se agudizan en tanto que avanzan las medidas de desconfinamiento progresivo y se reactivan las movilizaciones, como sucedió con el ex ministro del Interior Víctor Pérez, quien presentó su renuncia luego de aprobarse en la cámara baja una acusación constitucional en su contra, como responsable político de la extensión de un paro de camioneros que produjo complejos escenarios de desabastecimiento, de una serie de medidas irregulares de infiltración y provocación violenta dentro de organizaciones y movimientos sociales, y de los casos de brutalidad policial impune acaecidos en el río Mapocho y la población La Victoria.

La desconexión e ilegitimidad de la elite política es tal que aun en medio de este proceso, muchos se preguntan por qué sigue habiendo manifestaciones. Una miopía insólita (o tal vez simplemente cínica) frente a la agudización de las violencias sociales, económicas, domésticas, políticas y psicológicas derivadas de las abismales desigualdades y precariedades que nos constituyen. Pero fundamentalmente por las más de 1.900 personas que siguen presas por participar en la lucha social que hizo posible el plebiscito nacional de octubre de 2020 (en su mayoría por medidas cautelares, sin pruebas y en aislamiento); por las más de 450 víctimas de trauma ocular, incluyendo a cientos de mutilados y dos personas completamente ciegas, para siempre; y por las decenas de personas fallecidas en el marco de la revuelta.

¿Para qué ha servido entonces la lucha por una nueva constitución, tras el grito «¡No son 30 pesos… son 30 años, 45 años, 500 años!»? Para reconstruir el tejido social desmembrado por la violenta imposición de la Constitución de 1980. Para abrigar la esperanza de un Chile más justo y digno, en medio del neoliberalismo autoritario más salvaje. Para dibujar el campo de lucha por los derechos individuales y colectivos, que implica la disputa por cambiar el carácter del Estado, y recuperar bienes comunes tan esenciales como el agua (considerada como un recurso privado por el Código de Aguas) y el manejo de cuencas.

Mas también para reconocer nuestro carácter profundamente plural y diverso; reapropiarnos de la política, secuestrada por las élites; repolitizar una sociedad inmovilizada por la deuda y el consumo sin límites; reencontrarnos, autoeducarnos; reconocer violencias y demandas; devolvernos la posibilidad de pensarnos distinto.

Y principalmente seguir pulsando, aun en un marco de impunidad creciente y violenta, por materializar el cambio constitucional más relevante de nuestra historia reciente. Como señaló la recientemente constituida Vocería de los Pueblos “Como constituyentes portadoras y portadores de mandatos colectivos que provienen de territorios, movimientos y organizaciones sociales, manifestamos nuestro compromiso democrático con el ejercicio soberano de los pueblos. Pusimos el pie en el portal para ingresar a raudales a la Convención y no permitiremos que tras de nosotras y nosotros se cierre la puerta. Nos llamamos a hacer efectiva la soberanía popular de la constituyente, expresada tanto en el reglamento como en las normativas que debe darse, sin subordinarnos a un Acuerdo por la Paz que nunca suscribieron los pueblos. Lo afirmamos también respecto de toda la institucionalidad de nuestro país, que habrá de someterse al fin a la deliberación popular” (Vocería de los pueblos, 2021).

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