DescargarCamila Arbuet Osuna.
Universidad Nacional de Entre Ríos.
camila.arbuet@uner.edu.ar

Recibido:13/10/2020 – Aceptado:10/12/2020

 

Resumen: El presente artículo analiza las intervenciones de activistas e intelectuales feministas que han alertado sobre la acentuación de prácticas punitivas, de control y vigilancia por parte de los Estados y de sectores de la sociedad en medio de la crisis sanitaria, económica y política actual. Dicho proceso, sostenemos, se vio justificado por discursos del cuidado de sí y de lxs otrxs que deben ser puestos políticamente en tensión. Nos abocaremos a la articulación de estas intervenciones teniendo como eje sus críticas a los solapamientos entre cuidados y punición, dilucidando las distintas violencias que operan en esta yuxtaposición. Haremos foco en cómo estos discursos securitistas han prosperado en América Latina, especialmente en Argentina, mientras revisamos cuáles han sido las estrategias feministas de resistencia desde otras políticas sensibles. Es decir, cómo han explorado distintos imaginarios para pensar el cuidado, la inmunidad, el peligro y la peligrosidad en este contexto como micropolíticas de desestabilización de las nuevas normalidades y domesticidades.

Palabras clave: feminismos, pandemia, punitivismos, cuidados, micropolíticas.

Abstract:  This paper examines the public interventions of feminist activists and intellectuals who have warned of the increase in punitive practices of control and policing by the states –and by some segments of society– during the current health, economical, and political crisis.  We claim that such a process, which has been structured around the discourse of self-care and the care of others, should be called into question politically. We explore the ways in which these interventions have been articulated, focusing on their critique of the overlap between care and punishment, in an attempt to elucidate the different forms of violence operating in such a juncture. We will concentrate on the ways in which the securitization of the discourse has proliferated in Latin America, especially in Argentina, as we survey the feminist strategies of resistance through alternative politics of feelings. In sum, we will show how feminism has been able to tap into different forms of imagination in order to think about care, immunity, danger, and dangerousness within this context, as forms of micropolitics aimed at disrupting both the «new normal» and the new domesticity.

Keywords: feminism, pandemic, punitivism, care, micropolitics.

 

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Feminismos, punición y cuidado

La crisis del covid-19, desatada con toda su virulencia en Latinoamérica a partir marzo del 2020, acentuó un conjunto de desigualdades sociales, precariedades y exposiciones previas, a la vez que reforzó la ya conocida respuesta a las mismas: un azuzamiento de las prácticas de punición, vigilancia y control, que tienen al castigo como lógica imperante frente al conflicto. Esta vez, la justificación de dichas prácticas como parte del cuidado de sí y de lxs otrxs ante la emergencia sanitaria halló nuevos ecos en los discursos nacionalistas, xenófobos, sexistas, racistas, clasistas y capacitistas que ratificaron las distintas jerarquías pre-existentes de ciudadanía. Así se afirmó el poder de policía en las calles; se distinguió entre trabajos esenciales y trabajos no-esenciales; se diferenció entre poblaciones inmunizables y poblaciones en peligro –cuando no “peligrosas” – habilitando medidas estigmatizantes, gueticas y tutelares; se precarizaron aún más las condiciones de los trabajos de cuidado, tanto los rentados como los impagos; en tanto que las aperturas a nuevas flexibilizaciones laborales y la caída de los salarios reales llegaron a nuevos niveles.

Mientras esto ocurría los textos de activistas e intelectuales se iban acumulando en revistas y publicaciones digitales, en un arco argumental que iba desde la predicción del fin del capitalismo (Žižek, 2020) hasta el fin de la educación universitaria (Agamben, 2020), pasando por un conjunto de críticas muy interesantes sobre las nuevas tecnologías de control que los distintos gobiernos del mundo estaban utilizando en medio de la excepción abierta por el coronavirus (Han, 2020; Yáñez González, 2020). Aquí nos interesa volver particularmente sobre las intervenciones en clave feminista que fragmentaria pero potentemente se atrevieron a diagnosticar, testimoniar o alertar sobre cambios en nuestros modos de vivir, morir, trabajar, vincularnos, y que aún no podemos dimensionar del todo en su complejidad. A pesar de que estos textos abarcaron muchos tópicos acuciantes, nos centraremos específicamente en pensar un recorrido de los mismos en sus usos de las nociones de cuidado y punición, que a su vez articularemos con el despliegue de técnicas de gubernamentalidad securitaria en América Latina, y más específicamente en Argentina. A través de escenas que registran cómo las formas de sometimiento clasista, patriarcal y colonial propias del capitalismo neoliberal contemporáneo, han agudizado su virulencia y sus procesos de desposesión en medio de esta crisis sanitaria, social y económica, como han denunciado teóricxs y activistas como Nelly Richard, Judith Butler, María Galindo, val flores, Paul Preciado, Moira López, Celenis Rodríguez, Ana Longoni, Verónica Gago y Luci Cavallero, ente tantxs otrxs.

Los análisis feministas sobre los cuidados como trabajo tienen una larga genealogía, que no nos proponemos repasar aquí, sobre la naturalización y la feminización –que recae mayoritariamente en mujeres y disidencias sexuales– de las tareas de cuidado, su no reconocimiento como trabajo –su colindante no cuenta, no remuneración, no descanso– y su centralidad en la (re)producción social (Federici, 2018; Pérez Orozco, 2006). Todos estos elementos se han subrayado en la cotidianeidad de la pandemia, donde la reclusión, la pobreza y las distintas formas de exposición diferencial al virus han incrementado los trabajos de cuidado sin que por ello su reconocimiento remunerado, sindicalmente protegido y materialmente asegurado lo haga. La agenda de los cuidados dentro del feminismo argentino ha adquirido tanta envergadura que ha llegado a consolidarse también dentro del Estado, que inauguró en la nueva gestión una Dirección de Cuidados Integrales de la nación, como parte de la cartera de Desarrollo Social. A pesar de este tipo de reconocimientos, como señalan desde la organización Development Alternatives with Women for a New Era (D.A.W.N.), “al tiempo que se reconoce la importancia y centralidad de los cuidados para la vida y la economía, hay de momento un retroceso en sus condiciones”. La pandemia ha exacerbado, como en tantos otros frentes, esta desigualdad histórica, ingresando elementos como el teletrabajo o la reclusión en núcleos familiares androcéntricos y heteropatriarcales o la hiper-exposición al virus en condiciones de trabajo precarias que van desde los envíos puerta a puerta de delivery, pasando por las trabajadoras del hogar hasta el personal de salud mal pago y mal equipado…sin mencionar los trabajos esenciales e ilegales (LeTorneau, 2020). Así en las “Reflexiones de la Confluencia Feminista Hacia el Foro Social Mundial de Economías Transformadoras ante el COVID19” leemos:

La pandemia desnuda y acentúa desigualdades, al tiempo que se torna pretexto para una escalada de formas de fascismo gubernamental y social. La vulnerabilidad económica conlleva un brusco deterioro o suspensión de ingresos, altas posibilidades de contagio y mínimas de atención en los casos las trabajadoras precarizadas, de las mujeres migrantes y refugiadas, en situación de cárcel, etc. El despunte de clasismo, racismo y xenofobia ha llegado al extremo de culpabilizar a estos sectores por la expansión del virus, y de difundir, de modo directo o velado, la idea de que hay vidas desechables, no viables. Se alientan actitudes sociales de vigilancia, no de solidaridad. (D.A.W.N., 2020)

Como este, se han escrito varios estudios importantes respecto a estos procesos de acentuación de las opresiones, desigualdades, violencias y precariedades vinculadas a la labores del cuidado adentro y afuera de la casa (Gago y Cavallero, 2020) y se han organizado distintos espacios asamblearios y colectivos de resistencia feminista.

Así como hay una larga genealogía de estudios feministas sobre el cuidado también la hay respecto a las estrategias para pensar prácticas, discursividades y justicias feministas no punitivas (Varela y Daich, 2020; Trebisacce, 2020; Arbuet, 2020). Entendiendo al punitivismo como la apuesta histórica habitual a la resolución de los conflictos sociales –propios del patriarcado, del colonialismo y del capitalismo– mediante la implementación de mecanismos de control, tutela, persecución y vigilancia, así como de otros tipos de tecnologías de producción y gestión del “yo” vinculadas con la filosofía del castigo en las sociedades de disciplinarias y de control. El cruce entre esas dos vertientes problemáticas de los análisis feministas tiene algunos tópicos históricos de encuentro que actualmente han cobrado gran relevancia en los debates internos del movimiento: el reconocimiento del trabajo sexual, las cruzadas contra la transfobia, las formas de problematizar el consentimiento, el tipo de políticas ideadas para la prevención de femicidios y la actuación ante la violencia de género. Sin embargo, no es nuestra intención detenernos en la descripción de estos importantes campos de activismo y producción teórica, nos interesa en cambio poder pensar en cómo las nociones mismas de cuidado de sí y de lxs otrxs, devenidas responsabilidad pública apremiante en la pandemia, activaron dentro de las filas del feminismo un conjunto de alarmas respecto al poder de policía (Rancière, 1996) interna y externa que dichas nociones performan.

El miedo como sentimiento público

“(…) antes de que llegue el coronavirus en un cuerpo, había llegado en forma de miedo, de psicosis colectiva, de instructivo de clasificación, de instructivo de alejamiento.”

María Galindo, Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir

Las campañas gubernamentales preventivas del covid-19 en la Argentina a los inicios de la pandemia comenzaron con mensajes que vinculaban las pautas de responsabilidad civil frente a la pandemia con la defensa del país, la familia y el trabajo a través del cuidado de sí. Se trataba de slogans que oscilaban entre instrucciones educativas para prevenir el contagio y la propagación del virus y otros que remarcaban la heroicidad del acto de acatamiento del #QuedateEnCasa, cuidando a lxs otrxs desde la comodidad del living. Conforme la pandemia fue acelerando su curso los spots viraron –siguiendo un giro discursivo que se puede identificar en otros países también((En España, por ejemplo, se puede observar este giro drásticamente del spot “#EsteVirusLoParamosUnidos” al spot “¡Protégete, protégenos!” sobre el calor que produce el barbijo y los grados a los que sube el crematorio, que se puede ver en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=Q7glbAOGUVw&feature=youtu.be&ab_channel=ComunidaddeMadrid )) – a propagandas de shock respecto a las consecuencias mortales que la desobediencia de dichas instrucciones y protocolos pueden traer para nuestros seres queridos mayores. El paradestinatrario pasó a ser entonces esa población joven –entre los 20 y los 40 años– que es la que  más se contagia –por ende la que más contagia– y, a su vez, la que dadas las características del virus tiene menor tasa de mortalidad. El giro de la estrategia de concientización tuvo como centro la interpelación al miedo como emoción política. No es la primera vez que vemos en marcha este uso de la estrategia de shock tan frecuente en campañas contra la violencia de género o contra los accidentes de tránsito, pero lo que nos interesaría pensar aquí es de qué modo este cambio en la forma de apelar al cuidado de sí, como vehículo del cuidado de lxs otrxs en pandemia, trabajó sobre el miedo –a la muerte– sin hacerse cargo del todo del mismo.

En primera instancia, porque aparece recurrentemente como la muerte de otrx. Si bien las estadísticas muestran que la edad  promedio de lxs fallecidxs es de 73 años en Argentina, también mueren por covid jóvenes y niñxs, pero esos decesos no son relatados sino como excepcionales por ser numéricamente intrascendentes. Esto refuerza la ficción de inmunidad de buena parte de la población laboralmente activa a la vez que permite políticas tutelares de corte etario y capacitista((Como por ejemplo los decretos polémicos que prohibieron explícitamente la circulación de personas mayores o discapacitadxs. La misma población que pasa a ser potencialmente más sacrificable cuando se tiene que aplicar el protocolo “ético” respecto a qué vidas sostener cuando los recursos son escasos.)).

Las famosas comorbilidades o enfermedades pre-existentes son mentadas por los medios como una especie de antídoto contra la desesperación y justificación de las muertes, aunque es posible que no conozcamos muchas personas adultas que no tengan: hipertensión, fallas renales, diabetes, problemas pulmonares u otras patologías que se presentan como agravantes del covid-19. Esto expone cómo la laxitud de la “población de riesgo” es particularmente macabra y no deja de subrayar un mentiroso adentro/afuera de la comunidad plena, salva e inmune. Esta distribución desigual de la vulnerabilidad tiene dos presuposiciones, como ha señalado Judith Butler en su último libro: “primero, trata a los grupos como si ya estuvieran constituidos como vulnerables e invulnerables; segundo, fortalece una forma paternalista de poder en el mismo momento en que se requieren con más urgencia obligaciones sociales recíprocas.” (Butler, 2020c, p. 89)

Lo que nos lleva a la segunda instancia del problema: reconocer ese temor como sentimiento público supondría hacerse cargo de las afectaciones de una población desigualmente vulnerabilizada. Butler llamó la atención al inicio de la pandemia, en su artículo El capitalismo tiene sus límites, sobre la no discriminación del virus y las maneras en las que el capitalismo sí lo hace, asegurando la pervivencia de algunxs a cualquier costa mientras se decide dejar morir a vidas que no son  merecedoras “de ser protegidas contra la enfermedad y la muerte” (Ibídem, p. 62). Más allá de los efectos cegadores de la alienación y del azuzamiento político de los blancos movimientos anticuarentena (que han llevado a reducir la libertad a la posibilidad de no usar barbijo o de reanudar formas no virtuales de consumo), la gran mayoría de las personas que poblamos este mundo somos conscientes de que nuestras vidas corren riesgo siempre que los sistemas de salud de nuestros países o regiones colapsen dado que no estaríamos contadxs entre “aquellos quienes a toda costa serán protegidos de la muerte” (Ibídem, p. 62). Aún a pesar de este saber y frente a un miedo colectivo que todxs sentimos, de forma constante o aleatoria, las campañas gubernamentales respecto a lo que se entiende por “cuidado” en este contexto –distanciamiento, barbijo, higiene de manos y superficies de contacto, no salir a menos que sea necesario– trabajan sobre la masiva incapacidad de admitir el temor de salir o, más bien, sobre la absoluta negación de este sentimiento de precariedad como parte de la estructura de sentimientos plausible.

De hecho no deja de sorprendernos cuando en notas o reportajes algún/x vecinx o comerciante en vez de festejar la nueva posibilidad de circular o abrir el local dice que tiene miedo de contagiarse. Como si ningún sentimiento debiera anteponerse al deseo de “volver a la normalidad”, como si la representación hegemónica de la población fuese de hecho la blanca anticuarentena de la derecha que se manifiesta en las plazas y en marchas, o las personas que aparecen en la televisión o en las redes de copas en bares mientras los comunicados de salud son cada vez más alarmantes. De modo tal que cualquier registro de la angustia, la desesperanza, el dolor, la depresión y el miedo (Berlant, 2011; Ahmed, 2019) como pulso de la época tiende a ser obturado como gesto o sentir genuino, posible o habitable de buena parte de la sociedad. Así, mientras las campañas de concientización giran en torno al miedo, buscan azuzar un sentimiento que acto seguido esperan que no sea reconocido públicamente como el sentir dominante de la sociedad. Se refuerza así la imagen de una población que, inconsciente de su vulnerabilidad en medio de su deseo irrefrenable de hacer una vida igual a la de antes del covid-19, gira en torno de una profecía auto-cumplida.

Esta línea de intervención no sólo no reconoce que vivimos en una sociedad que está armada a modo de comunidad de la falta a través del miedo –especialmente a lxs otrxs– (Esposito, 2003), sino que además olvida que son esas mismas condiciones de supuesta normalidad las que provocan la precariedad diferencial y obligan a estrategias recurrentes de olvido (siempre parciales) respecto a la exposición real para poder sobrevivir en una sociedad capitalista, racista y sexista. Es decir, quienes sí o sí necesitan salir a la calle para poder vivir, sean o no caratuladxs sus labores como “trabajos esenciales”, tienen que poder conjugar ese temor a morirse tras un contagio y es parte de la perversión meritocrática neoliberal que eso sea codificado como inconsciencia, o como un acto igual a los de quienes no soportan más quedarse en casa haciendo teletrabajo –y no es que el teletrabajo no sea una nueva cumbre en los procesos de auto-explotación de lxs empresarixs de sí–.

Seguridad y cuidados: la jerarquización de ciudadanías en pandemia

Miedo, cuidado y seguridad han estado íntimamente enlazados desde inicios de la sociedad disciplinar y de las operaciones sistemáticas de gestión biopolítica de la población exploradas por las sociedades de control (Foucault, 2006; Garland, 2001). Hace ya muchas décadas que las fuerzas de seguridad utilizan recurrentemente la idea de cuidado para sostener la vigilancia, legitimar la represión y habilitar nuevas formas de control. Esto sólo se ha acentuado durante la pandemia, donde mientras los Estados reconocen a las fuerzas represivas como parte sustancial de la “primera línea” de combate contra el virus –junto con el personal de salud– las violencias policiales han dado un salto exponencial((Los datos se pueden consultar en el informe anual ante el Congreso presentado por el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura, presentado el 6 de octubre del 2020. En otro registro, se puede consultar la nota de Esteban Viú, “La otra pandemia: violencia institucional”, La Tinta, 30 de marzo, disponible en : https://latinta.com.ar/2020/03/la-otra-pandemia-violencia-institucional/)), tal y como lo ha denunciado el Grupo de Arte Callejero (G.A.C.). En su última intervención, del 9 de agosto en el monumento porteño a los caídos por la fiebre amarilla, ha leído su Manifiesto contra el Yutavirus:

Es sabido que el Covid 19 y el Yutavirus se cruzaron, era de esperar, ya que son dos enfermedades que se debaten y alimentan con el miedo (…) Ya por el 20 de marzo, hubo al menos tres casos de víctimas de Yutavirus 2020, resonantes en el país sus nombres son –Facundo Castro, Raúl Dávila, Lucas Verón– ellos dan cuenta de una pandemia tan vieja y conocida por les argentines, que hoy rebrota y rebota entre todes nosotres. Ostentosa en el contexto de aislamiento, el yutavirus 2020 sepa argenta, lleva ya 71 casos de muertes por apremios ilegales en pueblos, descampados, cárceles y comisarias. No es un policía es toda la Institución. Desde el 20 de marzo pasado, hay 71 casos de personas asesinadas por el aparato represivo estatal. (GAC, 2020)

Mes y medio después de la acción del G.A.C. lxs muertxs por gatillo fácil llegan en Argentina al centenar, según los registros de la CORREPI. Así mismo las agresiones policiales han crecido exponencialmente, llenando comisarías y cárceles que no cumplen con ningún protocolo sanitario ((Cfr. Umpierrez, Analia, Chiponi, María y Rubin, María José (comps.) (2020). El encierro en el encierro. Reflexiones e informes iniciales sobre cárcel, universidad y prácticas políticas en contexto de pandemia, Newsletter, N°43, UBA. Disponible en: https://www.soc.unicen.edu.ar/index.php/categoria-editorial/277-newsletter/n-43/4020-newsletter-n-43-el-encierro-en-el-encierro-reflexiones-e-informes-iniciales-sobre-carcel-universidad-y-practicas-politicas-en-contexto-de-covid-19)), avaladas por un discurso persecutorio y criminalizante sobre quiénes “nos” ponen en peligro por no seguir las normas del Estado. Sin reparar en los presupuestos mentirosos de ese “nosotros” nada homogéneo y –como señala la activista colombiana Celenis Rodríguez (Núñez et al., 2020)– sin explicitar desde dónde están construidas esas normas, es decir, con miras a preservar qué tipos de vidas aislables y a valorizar qué trabajos reconocidos como trabajos.

En Argentina, por ejemplo, las trabajadoras sexuales fueron excluidas de último momento –en medio del proceso de llenado de las planillas, por acción de grupos abolicionistas– de ser consideradas como parte de la economía informal apta para recibir el Ingreso Familiar de Emergencia (I.F.E.). También podemos repasar las terribles noticias de trabajadoras domésticas viajando en baúles para ir a trabajar limpiando las casas de sus patrones sin que realmente exista la posibilidad de decir que no, preservarse del virus y seguir cobrando ((Cfr. Varano, Majo (2020). “Las invisibles: trabajadoras domésticas en tiempos de COVID-19”, La izquierda diario, 22 de abril. Disponible en: http://www.laizquierdadiario.com/Las-invisibles-trabajadoras-domesticas-en-tiempos-de-COVID-19)).  Las mismas trabajadoras que fueron luego estigmatizadas en muchos lugares de América Latina por ser transportadoras del virus. En otras palabras ¿a quién cuida el Estado? o, como señala una de las campañas de la Asamblea Trabajadoras en Tiempos de Pandemia, “¿Seguridad es cuidado?”. Posiblemente estos sentidos sean complementarios para las personas que no ocuparán las doce nuevas cárceles que el Estado argentino ha mandado a construir en lo que se conoce como la inversión en seguridad más grande de la historia del país ((En el siguiente link se puede acceder a las declaraciones al respecto del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof: https://www.telam.com.ar/notas/202009/510366-kicillof-es-uno-de-los-planes-de-seguridad-mas-grandes-del-que-se-tenga-memoria.html)) , anunciada rimbombantemente en medio de una de las crisis económicas más terribles. No hay demasiado subtexto respecto a qué “peligros” se pretende atender con tamaña inyección de dinero y reconocimiento en las fuerzas represivas. En palabras de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional:

Con la incorporación de esos 10.000 nuevos bonaerenses, como ya lo señalamos en la nota sobre el Plan Centinela, la policía de la provincia de Buenos Aires superará los 102.000 efectivos, particularmente desplegados en los partidos del conurbano. Si a eso agregamos los 4.000 integrantes de fuerzas federales, estamos frente a una tropa combinada de tal envergadura que superará los 1.000 uniformados armados cada 100.000 habitantes y convierte a la provincia en el lugar con más proporción de efectivos en las calles del mundo. (CORREPI, 2020)

Estas cifras impresionantes –cuyo eco puede seguirse en el impulso de los presupuestos de seguridad de los gobiernos de Chile, Brasil, Colombia, entre otros– no hacen más que reforzar un hecho terrible respecto a los límites clasistas y racistas de la presunción inmunitaria antes mencionada: para muchxs jóvenes, marrones, negrxs y pobres de toda América Latina el yutavirus tiene una letalidad mucho más acuciante y real que el coronavirus. De hecho para muchxs de estxs jóvenes evitar la policía es un acto de cuidado y de sobrevivencia.

Por otra parte, nos interesa aquí es pensar cómo esa misma unión –entre miedo, cuidado y seguridad– que habilita esto que el G.A.C. llama yutavirus opera también en micropolíticas feministas del cuidado en este contexto pandémico. Porque el punitivismo es una filosofía del castigo y el único castigo posible no es la pena, entre sus varios formatos también están la vigilancia, el control y la estigmatización–que, como sabemos son productores de subjetividad–. Al respecto, en el marco primero de la cuarentena y luego del Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio (Di.S.P.O.) que se sucedieron en la Argentina, hemos escuchado la repetición de la frase “yo sé que vos te estás cuidando” ((Me llamó la atención respecto a la construcción de este shifter mi colega y amiga Florencia Degrossi.)), cuando dos personas que están atravesando estas instancias de reclusión separadas discuten la posibilidad de encontrarse clandestinamente. La frase luego va a acompañada o de una excusación –un pero– o de un reconocimiento de ese cuidado, quizás para habilitar la posibilidad de verse o quizás simplemente para comparar situaciones de auto-exclusión sostenida. Más allá de sus efectos en la acción posterior, la fórmula en sí misma performa un saber –supuesto, artificial y muchas veces arbitrario– sobre el vínculo de esx otrx con los protocolos de prevención en pandemia, sus deseos y posibilidades de aislamiento y/o contacto-contagio.

Recurrentemente la frase encubre en sí misma una hipocresía, es decir, en realidad pensamos que esa otra persona se está exponiendo innecesariamente pero igual creemos que es conveniente activar –como escudo de diálogo– la presunción sobre ese/su cuidado. Porque lo que no estamos dispuestxs a pensar, cada vez que la frase aparece, es la posibilidad de que alguien realmente elija exponerse y cuáles serían las consecuencias simbólicas y materiales de tal elección. De hacerlo ingresarían algunas variables problemáticas sobre esa decisión de exponerse que activan juicios de valor complicados: la suposición de una cierta inconciencia o de un contacto estrecho con su pulsión de muerte; el egoísmo sobre todxs aquellxs con lxs que tiene contacto y que no participaron de esa decisión ni han sido anoticiadxs; la falta de horizonte sobre quiénes van a sostener los cuidados de ese cuerpo enfermo si cuando se contagia no llega a ser asintomáticx, etc. Este conjunto de presunciones, que abre una brecha entre gente que se cuida y gente que no, gente responsable y gente que no, nos llevan a dilemas que los feminismos se han ocupado de discutir –como parte de cruzadas contra el pánico moral y las formas tutelares de control y victimización–, dado que actualizan la internalización de técnicas de vigilancia y estigmatización cotidianas que aplicamos cuando no debatimos abiertamente, ¿cómo nos cuidamos colectivamente sin poner en uso los modos de averiguación –disponibles en redes sociales– sobre las condiciones, salidas, encuentros de lxs otrxs?, ¿qué estrategias estamos dispuestxs a sostener para suspender esas presunciones sobre el cuidado correcto o incorrecto de lxs otrxs?, ¿cómo trabajamos sobre la explicitación de los pactos de cuidado, exposición y contagio con las personas que tenemos vínculos?, ¿cómo se gestiona esa difícil “verdad de sí” sobre el contagio, los deseos y los temores de una vida digna en la “nueva normalidad”?. Una verdad de sí que, como dispositivo de vigilancia y cuidado, es tan perseguida como prácticamente inaplicable en el caso del covid-19 en la mayor parte de los países latinoamericanos –dada la falta de hisopados y la imposibilidad de saberse enfermx para la mayoría de lxs asintomáticxs–. A pesar de esto, los casos donde la estigmatización y el escrache de quienes están contagiados se han hecho sentir en edificios, vecinales y lugares de trabajo. Recordando las pulsiones del viejo “delito por peligro de contagio” del sida –que quiso implementarse hace pocos años en Mendoza((Cfr. Cuello, Nicolás (2018), “Vigilar y castigar ¿Qué pretende el código contravencional de Mendoza?”, Cosecha Roja. Disponible en: https://www.telam.com.ar/notas/202009/510366-kicillof-es-uno-de-los-planes-de-seguridad-mas-grandes-del-que-se-tenga-memoria.html))  y que de hecho existe en otros lugares, como México((De hecho las conexiones sensibles en la memoria colectiva entre un virus y el otro son muchas. En Argentina, la misma organización –la Fundación Huésped– que trabajó en tratamientos y campañas contra la estigmatización de las personas seropositivas, abrió en medio de la actual crisis un número telefónico para personas hostigadas por vecinxs, al trascender su condición de infectadxs.))

Hay varias colisiones peligrosas entre los discursos de cuidado individual de sí y de lxs otrxs, y la tendencia a reivindicar la posibilidad de inmunidad como elemento sustancial del deseo nacional; mientras se amplifica un miedo a la muerte, que aparece como políticamente necesario para las pautas estatales de prevención y como inconfesable en tanto sentimiento público. El resultado es el refuerzo de sociedades de control altamente desarrolladas, que usan la información sobre otrxs punitivamente, y que se mueven a través de un conjunto de complicados presupuestos sobre las vidas, las necesidades y los anhelos ajenos. Entramados sociales deshilachados donde discursos clasemedieros, blancos, heterosexuales y cis de cuidado intervienen, en la línea de las miserias altamente aprendidas, mientras actúan frente a la pandemia con regímenes de abstención y “permitidos” sociales como si de una dieta se tratase.

Cuidados diferenciales, decisiones políticas y subjetivación

La noción de que todas las personas necesitamos cuidados y también poder cuidar –inscripto ya sea como un acto afirmativo de la autonomía o como un modo de vincularse con el mundo– es a estas alturas una obviedad. Otro tanto sucede con la idea de que necesitamos y demandamos cuidados diferenciales, es decir, que no hay un cuidado genérico. Sin embargo, este carácter diferencial, situado, personal e íntimo del cuidado, lleva consigo un conjunto de presuposiciones que no son tan ampliamente aceptadas. Por ejemplo, cuidar puede ser discutir, puede ser ayudar a morir, puede ser olvidar y también, han discutido algunas lecturas feministas, cuidar puede ser contagiarse. En el contexto pandémico, esa diferenciación ha tocado fondo en varios momentos, estallando la noción gubernamental de cuidado entendido como distancia con las formas particulares de experimentar y pensar el cuidado en comunidades, en relaciones intersubjetivas o en soledad.

Entre marzo y abril, fueron publicados dos textos inquietantes que revisaron lo nocivo, racista, clasista y desafectado que puede ser plantarse una forma genérica de cuidado y de decisión correcta frente a las vidas y las muertes por covid-19. El primer texto es el de María Galindo Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir y el segundo es No tener olfato de Ana Longoni. A pesar del carácter testimonial que conecta ambos textos, los registros son muy distintos. Mientras que el de Galindo asume desde su título un tono revulsivo y de disputa, el de Longoni se desliza entre la reclusión, la deriva y las afectaciones en medio de la pérdida absoluta de certezas y de lugar en el mundo tras saberse sin olfato, contagiada, sin contacto y “secuestrada en su hogar”, como diría Butler (2020a). A pesar de esta gran distancia, ambas reflexionan sobre qué sería cuidar como un gesto de amarrarse a la vida y, más  específicamente, a una vida elegida en sus términos.

El escrito de Galindo es particularmente molesto porque combina una gran lucidez, respecto a las formas de control que la crisis del covid pareciera justificar en su excepcionalidad, con un complicado llamado al contagio masivo de la población boliviana, como forma de resistencia. Llamado que provocó gran inquietud en cuando salió en marzo, cuando la peste aún no había asolado completamente a América Latina. En el mismo se lee:

El coronavirus es un miedo al contagio. / El coronavirus es una orden de confinamiento, por muy absurda que esta sea. / El coronavirus es una orden de distancia, por muy imposible que esta sea. (…) / El coronavirus es un código de calificación de las llamadas actividades imprescindibles, donde lo único que está permitido es que vayamos a trabajar o que trabajemos en teletrabajo como signo de que estamos viv@s. (…) El coronavirus es un arma de destrucción y prohibición, aparentemente legítima, de la protesta social, donde nos dicen que lo más peligroso es juntarnos y reunirnos. (Galindo, 2020, p.120)

La intervención fue interpelada como imprudente, fuera del timing de todos los discursos gubernamentales y sociales del momento. A través de un llamamiento al contagio masivo de la población boliviana a contrapelo de cualquier noción de cuidado mediante el aislamiento y el distanciamiento social, Galindo les proponía preparar sus cuerpos para el contagio. Lo hacía en momentos en que los discursos médicos, científicos y pseudo-científicos remarcaban que por más olla popular, medicina ancestral y proceso de cuidado colectivo en marcha, había ciertos cuerpos que quizás nunca pudieran estar exactamente preparados para el contagio de un virus como el covid-19. Hoy, seis meses después, viendo cómo el virus ha hecho estragos en la sociedad boliviana, donde las personas mueren –como anunciaba Galindo– en sus casas, apiñadas en las recepciones de centros de salud, en las calles, sin que el sistema sanitario –completamente desvencijado– haga algo, mientras la presidenta organiza vuelos para bendecir las poblaciones y así inmunizarlas, el texto cobra las razones de toda una población cuyo cuidado fue pensado en términos genéricos, estatales, católicos y occidentales. Una forma de cuidado que lo único que trató de prevenir realmente fue la revuelta –y a pesar de eso las comunidades bolivianas se movilizaron masivamente– y que sin reparar en las condiciones y posibilidades alimenticias, habitacionales y culturales de los pueblos que componen Bolivia, determinó protocolos policiales y militares de salud pública que contribuyeron a la muerte solitaria, doméstica y pobre de miles de bolivianxs boicoteando, persiguiendo y penalizando las formas comunitarias de ayuda. Aún así, ese cuidado particular, urgente y político, se dio sus estrategias para armar comunidad y persistir apuntalando otras subjetivaciones posibles, no atrapadas por la asepsia y el anonimato de las muertes por fuera del registro de la duelidad:

Hicimos ollas comunes con y para las trabajadoras sexuales, fabricamos alcohol en gel casero, fricciones y ungüentos prohibidos para sostener nuestro trabajo. Cuando empezaron a popularizarse las bolsas para muertos y las fosas comunes porque no habían ya ataúdes y las tumbas se habían convertido en un lujo, fabricamos ataúdes de cartón pintados a mano y personalizados para la celebración de velorios simbólicos. En una ciudad vacía y militarizada donde se podía circular solo para cuestiones urgentes nos dedicamos a grafitear frases como “Quédate en casa no es lo mismo que cállate en casa.” (Galindo. 2020b)

En Argentina, la llegada del coronavirus a los barrios pobres y villas, supuso desde el primer momento la acción organizada de lxs referentes barriales, muchas de ellxs son mujeres a cargo de comedores, guarderías, merenderos, escuelas y otras asociaciones, que de tiempo completo se ocupan de administrar la precariedad. Muchas de estas personas sumaron a sus anteriores tareas vitales ahora la asistencia a las personas y familias infectadas; el agenciamiento de productos y prácticas de higiene de espacios; el reclamo público ante la falta de recursos, agua potable o lugares donde transitar la enfermedad sin seguir contagiando; el registro de la cantidad de casos y sus complicaciones; haciéndose cargo a su vez de agenciar la reproducción de la vida, los estallidos de violencia y las nuevas demandas que emergieron al calor del estancamiento económico, el hostigamiento policial y las condiciones de aislamiento. Estxs referentxs fueron también quienes primero se enfermaron y muchxs de ellxs cuentan entre las filas de lxs primerxs muertxs de covid-19 en nuestro país((Un análisis de estas situaciones de lxs trabajadorxs esenciales está disponible en el texto de acceso libre: Giorgi, Gabriel (2020). “Leer las imágenes del contagio”, en A.A.V.V., Posnormales, ASPO)) . Versiones de estas mismas historias –del agenciamiento colectivo de los cuidados en la emergencia en medio de una precariedad absoluta– se replican en distintas latitudes de América Latina, experiencias como “el pueblo cuida al pueblo” en Chile; las distintas organizaciones de mujeres indígenas en muchas regiones olvidadas por los Estados excepto a la hora de reprimir y explotar recursos; las colectividades feministas y disidentes sexuales en Brasil, denunciando las azoladas racistas y sexistas de la represión; las organizaciones de madres de los falsos positivos en Colombia, el proceso cada vez más crudo de choque contra los asesinatos perpetrados por la policía y el armado de redes de defensa. Los cuidados colectivos anteceden al Estado y a la pandemia, y tienen como característica que necesitan comprender cabalmente la ductilidad de la noción misma de cuidado, su profundo situacionismo, para que la acción de cuidado no conspire contra la pervivencia. Esto supone, no pensar los cuidados como un acto pasivo sino imaginarlos también como defensa, como lucha contra el hambre o por la vivienda.

El segundo texto, No tener olfato, de Ana Longoni, recoge también esa ductilidad de la noción política de cuidado, estallando la quimera de ese giro epistémico que supone la posesión de sí. Es decir, poniendo en escena como la enfermedad horada ese “sí mismo”, esa propiedad tan esquiva y maleable que es el cuerpo que no depende sólo de unx y que es arrojado –mediante un proceso de expropiación viral– a ajustar cuentas con la soberanía de/en la muerte. ¿Qué es lo que deseamos cuidar de nosotrxs?, ¿qué es lo que pensamos que podemos perder sin perder los sentidos que nos sostienen?, y, consiguientemente ¿hasta dónde vamos a sostener ese cuidado de lxs otrxs, negociando entre sus términos, los propios y los de las prescripciones sanitarias gubernamentales? por ejemplo en torno al duelo, a la posibilidad de llorar las vidas no sólo pública y colectivamente sino también a registrar, acompañar y ser parte de esas muertes de seres queridxs. Los protocolos sanitarios han confiscado la elección de ese contacto/contagio y no estamos aún en condiciones de dimensionar la enorme yaga social de esas muertes a distancia y en soledad:

La prensa da cuenta de rituales mortuorios a distancia, de velorios virtuales por skype o zoom, de entierros transmitidos desde lejos, a distancia prudencial, por el teléfono móvil, de morgues atiborradas e improvisadas y de ataúdes que parten con destino incierto, de cadáveres abandonados en las calles durante días, de cuerpos que nadie cuenta ni reconoce. ¿Adónde quedarán esos muertxs, nuestros muertxs? ¿Adónde quedaremos los vivxs? ¿Adónde? (Longoni, 2020)

Longoni recupera en su texto, escrito en cuarentena al estar enferma de covid-19, la narración recogida por Svetlana Alexiévich (2015), de una mujer embarazada cuyo marido estaba agonizando luego del estallido de Chernóbil y ella, pese a las recomendaciones, decide abrazarlo, acompañando esa despedida. Una decisión que le valió su salud y la pérdida del embarazo en curso. Pese a la romantización de esta elección trágica, hay en ese gesto bastante más que sacrificio, aparece ahí una jerarquización de necesidades y deseos y también de cuidado no sólo de ese otro convaleciente, sino –principalmente– de sí. A veces el cuidado de sí puede significar daño y peligro en pos de sostener una vida en los propios términos, no una vida aséptica, no una vida genérica, sino la propia con sus sentidos afectivos. Ese es un registro que el discurso de la prevención no puede capturar y que debe reconocerse como válido, posible y discutible si queremos pensar lo humano desde una lógica distinta al de la gestión de la población.

Pocos días antes de la salida del testimonio de Longoni, la antropóloga feminista Rita Segato explicaba cómo la gestión de Alberto Fernández permitía hablar de un “Estado materno” ((En entrevista dada al canal televisivo C5N, el 23 de marzo de 2020.)) que nos cuida en Argentina. Este del cuidado como reactualización genérica tiene la gran dificultad de naturalizar la maternidad –y por ende retornar a parte de la mística de la feminidad– y de analogar una vez más lo doméstico con lo político –cambiando simplemente la figura paterna por la materna–. A la vez que desconoce el hecho de que la construcción social de la maternidad suele arrogarse el saber absoluto sobre las necesidades de lxs hijxs (Ahmed, 2019), actuando inconsultamente “por nuestro bien” obturado la imaginación sobre otros modos posibles de vincularse y redescubrirse, perfomateando de antemano un modo de pensar la felicidad, la realización, la normalidad y, con ello, los sentidos de la propia existencia.

La importancia del contacto y de los sentidos en los cuidados, como su carácter eminentemente personal y político, puesto en discusión en el texto de Longoni, alerta entre otras cosas sobre la indolencia con la que nos hemos acostumbrado a esas muertes cotidianas extrañas es la contrapartida de las muertes privadas, en el mejor de los casos vía meet, que están reconfigurando los modos de morir, vivir y estar-ante-la-muerte. Capas de vidrio, látex, pantallas nos separan en ese “exilio de la piel” –para decirlo en términos de val flores (2020) – que estamos enfrentando y del que posiblemente muchos aprendizajes corpóreos no se reviertan más. En parte, porque esta situación que estamos atravesando ha llegado para quedarse y las próximas vacunas no nos salvarán de un régimen de explotación y consumo basado en el extractivismo y el agro-negocio como apuestas de (no) futuro, prometiendo nuevas pestes, calamidades ecológicas y miserias de una humanidad aterradora. En parte, porque el cuerpo tiene una memoria de ese miedo, ese peligro y esa distancia que se conjuran hegemónicamente como el único modo posible de prevención y cuidado.

Domesticidad y peligro en pandemia

Otro de los tópicos donde se ha centrado la crítica feminista en tiempo de pandemia ha sido la relativización de la noción de “casa” como “hogar” o “refugio” (Butler, 2020b; Preciado, 2020b, 2000c; Galindo, 2020b), frente al imperativo público de reducir la circulación y resguardarse en la domesticidad. La peligrosidad de la casa ha sido señalada de manera masiva por los números crecientes de femicidios y por la importante cantidad de denuncias de violencia doméstica. También, aunque con menos eco, ha sido denunciada por los testimonios, pedidos en redes y algunos relevamientos (como el de la ILGALAC) respecto a las violencias que enfrentan jóvenes lesbianas, maricas, trans y travestis al verse obligadxs a quedarse en las casas de familiares que lxs violentan o al verse expuestxs a los atropellos de los rastrillajes callejeros policiales cuando deambulan por la calle dilatando el regreso a lugares espantosos. La peligrosidad doméstica también ha sido señalada por el miedo al hambre si no se sale a trabajar, por el temor al desalojo, por las condiciones habitacionales imposibles y por las violencias descargadas sobre lxs migrantes, que hacen de su estar en tránsito una amenaza a las fronteras sanitarias, militares y policiales.

Por otra parte, esta relativización de los hogares como refugios, ha sido movilizada por un conjunto de preguntas respecto a qué se considera o no como hogar y como familia, dónde quedan las comunidades en medio de estas distinciones gubernamentales, qué sucede con las otras redes afectivas que forman parte de nuestros refugios, y de qué modo las condiciones de reclusión pandémica estabilizan, empobrecen y escinden en versiones más porosas de la vida con otrxs. ¿Con quiénes nos encerramos o auto-secuestramos?, ¿qué tipo de familias y/o uniones afectivas han sido completamente deslegitimadas en estas medidas de aislamiento?, ¿cómo se refuerza la soledad en medio de la pandemia?, ¿qué pasa con los cuerpos y deseos en medio de la reclusión?, ¿qué sucede también, paradojalmente, con la impugnación social del deseo de auto-secuestrarse en el hogar?. Todos estos problemas son completamente acuciantes y a su vez parecen miserias pequeñoburguesas si las sopesamos con la añoranza de la domesticidad como destino, por ejemplo por parte de todas aquellas personas pobres, indígenas, isleñas o del monte, que están siendo criminalizadas en masa por la ocupación de terrenos fiscales o privados ((Los casos son numerosos y recorren todo lo ancho de país, desde comunidades indígenas en el Chaco y el sur a asentamientos en Rosario, Córdoba y Buenos Aires, posiblemente el caso más emblemático ha sido la ocupación y el posterior desalojo, brutalmente represivo, de Guernica. Con un despliegue policial que dio lugar a spots publicitarios militaristas por parte del ministro de seguridad de la provincia, Sergio Berni, en defensa de la propiedad privada.  Se puede ver al respecto el libro digital Tierra para Vivir, feminismos para habitar, parte del Proyecto Reunión de Dani Zelko, de libre descarga.)). Un asunto que en este último mes ha sido centro de una enorme campaña mediática en Argentina, que ha encontrado en estas personas los nuevos promotores de la otredad, expuestos para generar el odio colectivo, para avalar la inversión en las fuerzas represivas y para girar la mirada del alarmante proceso de quema de humedales, montes y bosques((Cfr. Kandus, Patricia, Morandeira, Natalia y Minotti, Priscilla (2020). “El Delta en llamas: incendios en las islas del bajo Paraná”, UNSAM. Disponible en: https://noticias.unsam.edu.ar/2020/08/10/el-delta-en-llamas-incendios-en-las-islas-del-bajo-parana/; Smink, Verónica (2020). “10 veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires»: los masivos incendios en la provincia de Córdoba que han causado un «ecocidio» en Argentina”, BBC. Disponible en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-54458566)) destinados al agro o a los negocios inmobiliarios.

Con el slogan #Quedateencasa, el Estado argentino inició una campaña para la reducción de la circulación del contagio, que evitó el colapso sanitario nacional inmediato y la muerte de miles de personas. Frente a las políticas negacionistas de Brasil, a las continuidades fascistas de un Chile en llamas (al que la pandemia le ha servido para tratar, infructuosamente, de apagar el estallido político) o las medidas de circulación por sexo binario de Perú, Colombia o Panamá (que tanto castigaron a las poblaciones travesti y trans ((“La medida de “Pico y Género” establecida en Perú, Panamá y Colombia como método de restricción de la circulación de las personas en espacios públicos de acuerdo con el criterio de sexo, ha sido denunciada por organizaciones sociales de personas trans* como violatoria de los Derechos Humanos al poner en riesgo la vida, integridad física y salud mental de las personas trans*, además de abrir una ventana de vulnerabilidad al contagio del Covid-19 basado en la identidad y expresión de género. Dicha medida establece días específicos para la circulación de hombres y mujeres de forma segregada de acuerdo con los parámetros de excepción establecidos en cada país (abastecimiento de alimentos y medicamentos, etc.).” (Radi y Losada Castilla, 2020, p.49). )), las políticas estatales argentinas iniciales parecieran al menos apelar a principios proteccionistas que dieron durante unos meses algo de tranquilidad a una parte de su población. Sin embargo, como sostuvo Moira Pérez (Núñez et al., 2020), las políticas tutelares de este tiempo no dejan de oscilar entre un Estado Benefactor ((Que se jacta de implementar el IFE –a pesar de llegar a destiempo y ser muy insuficiente–, paga parte de los salarios de trabajadorxs de empresas mientras no abre paritarias, le sube el salario a la policía mientras el personal de salud sigue cobrando miserias, aprueba el cupo laboral trava/trans y un subsidio para personas expuestas a violencia de género mientras anuncia el plan Centinela.))

y un Estado (Policial) Represivo. Durante estos meses la selectividad al respecto de qué versión del Estado aplicar en cada caso se ha agudizado notablemente y la “domesticidad”, medida como la posibilidad económica, social y cultural de auto-reclusión, se ha transformado en uno de los indicadores respecto a qué Estado te corresponde.

Lo doméstico tiene, desde sus orígenes, relaciones espurias con lo normal y actualmente hay una preocupación tan grande por poder dilucidar esa tan mentada “nueva normalidad” que nos olvidamos de preguntarnos por el proceso ya en marcha de conformación de nuevas domesticidades –como partes sustanciales de los legados de esta pandemia–. Como señaló Nelly Richard (2020), la idea de que acabado este tiempo de impasse y espera al que nos somete la peste, reconectemos sin más con las fuerzas, las ganas, los diversos empujes y acciones colectivas que tenían lugar antes de la pandemia es una quimera. Richard habla, por supuesto, desde el escenario incendiario chileno que no ha dado tregua desde octubre del 2019 (Arbuet y Gutiérrez, 2020) y que ahora enfrenta este impasse forzoso de higienización, vaciamiento y censura del espacio público. Y así como ese escenario podemos pensar tantos otros que estaban en marcha desde hace varios años, si imaginamos un mapa que contemple los levantamientos feministas, decoloniales, antirracistas del globo, como nos figuró Paul Preciado (2020c) en Estábamos al borde de una revolución feminista … y luego llegó el virus.

Con comprensible obnubilación, con los ojos puestos en una vacuna que abra la etapa pos-pandémica, hemos puesto poca atención a las transformaciones políticas inmanentes a este proceso de espera, duda y desazón. Donde la virtualidad, la desconfianza del tacto, la exposición diferenciada en nuevos términos, y las formas mediadas deshumanizantes de lidiar con el peligro de la muerte, parecieran haber llegado para quedarse. Afortunadamente, en el medio, ocurren también otras experiencias, muchas veces motorizadas por comunidades que no tienen el complejo privilegio de poder simplemente dejarse arrastrar por la marea de esta desazón. Nos referimos a colectivos cuya existencia depende de la resistencia. Por ejemplo, en Argentina, en las estrategias montadas por las Mujeres indígenas por el buen vivir, en las cuadrillas para apagar el fuego en todo el país, en las ollas populares y estructuras de contención inventadas en barrios pobres y villas, en las casas de personas trans, los programas y acciones de provisión de alimentos para personas LGBTIQ –como “Nos cuidamos entre todes” en CABA–, en las comunidades de trabajadoras sexuales, en las organizaciones que siguen tratando de asegurar abortos clandestinos lo más seguros posibles, etc. Una vez más estas maniobras colectivas de auto-cuidado, que en su hacer minan la distinción misma entre cuidado de sí y cuidado de lxs otrxs, son las que mantienen ciertas posibilidades de otras humanidades. La pregunta política que suele imponerse, sin embrago, es sobre cuál es la potencia deseante que atraviesa a tales acciones; cómo se expanden; cómo se trama ese contagio entre indignación, necesidad y deseo instituyente; qué imágenes de futuro vemos en estas estrategias del cuidado colectivas. Nelly Richard, se lo pregunta con mucha preocupación y cierta alarma:

(…) una de las consignas de los comedores populares es “el pueblo cuida al pueblo”, mostrando el autocuidado como reverso antineoliberal. Pero tengo la impresión, sin estar segura para nada de lo que estoy diciendo, que estas formas de resistencia hablan un lenguaje distinto, al menos por el momento, al de las protestas de octubre. Las de ahora son protestas urgidas básicamente por la necesidad, mientras que las de octubre eran luchas de deseo, para retomar la expresión de Guattari. Es decir, eran luchas guiadas por un imaginario utópico de ampliación de los posibles, que iban más allá de la satisfacción inmediata de las necesidades básicas, que va a ser ahora la urgencia. (Richard, 2020)

La defensa ente la urgencia de necesidades básicas insatisfechas y contra la continua violencia, ocupa actualmente el foco de toda resistencia política interseccional. Se trata de urgencias vitales de grandes partes de la población que ingresan en la pobreza o en indigencia, que agudizan sus situaciones precarias pre-existentes y que funcionan como el marco de proceso de domesticación del resto. Es decir, como la contracara amenazante que revaloriza el privilegio de poder quedarse en casa y los diversos consumos y expansiones vitales de la domesticidad. Quienes se exponen al exterior pasan a ser narradxs como héroes, si su labor es valorada como parte de un trabajo esencial; o como víctimas –siempre latentemente peligrosas– si su trabajo escapa a la comprensión genérica de lo que las campañas publicitarias públicas y privadas nos remarcan que son actividades vinculadas al consumo necesario. A pesar de que, como señalan lxs trabajadorxs precarizadxs, su trabajo es esencial para ellxs en tanto no comen si no lo hacen. El agravamiento sustancial de las condiciones de vida, la apuesta a la represión como principal respuesta a estas necesidades transformadas en potenciales peligros, la venta mediática de lo doméstico como el más libre de los espacios para la clase media –como si se tratase de un retorno new age del confort bienestarista– y el deterioro de los vínculos entre los activismos existentes, hace que la pregunta por el cuidado se aleje más y más de las preguntas políticas por el deseo. Así, la futurabilidad es progresivamente ganada por distintas versiones normalizantes del retorno.

Nuevas normalidades: adaptación y precariedad

A largo de estas páginas hemos intentado dar cuenta de cómo aquellas prácticas y discursos que se han puesto en funcionamiento en la excepción pandémica tienen largas continuidades que podemos identificar en las técnicas de gubernamentalidad propias de la sociedad de control y, a su vez, presentan transformaciones alarmantes respecto de los modos en que nos relacionamos intersubjetivamente y en los que nos subjetivamos como seres precarixs en un mundo cada vez más hostil. Es decir, cómo se han reificando velozmente en estos meses estructuras reaccionarias de seguridad, cuidado y peligro como ficciones inmunitarias discriminatorias. Al respecto de este proceso de aceleración producto del coronavirus, podríamos seguir las enseñanzas de Kosofsky Sedgwick (2018), hablando con su amiga Cindy Patton sobre el virus del sida y las teorías conspirativas de su gestación, donde queda en claro que en realidad todas ellas nos mostraban aspectos de la desigualdad, la violencia y la dominación que ya conocíamos y que la paranoia solo viene a corroborar. Paul Preciado, en su carta escrita en marzo, La conjura de lxs perdedorxs, vuelve sobre esas teorías conspirativas del covid-19 imaginando cuáles serían sus peores miedos sobre esa (no)comunidad que viene, temores que harían pensar en si es o no deseable vivir así, y escribe:

Todo quedaría fijado en la forma inesperada que ahora habían tomado las cosas. A partir de ahora, tendríamos acceso a las formas más excesivas de consumo digital que pudiéramos imaginar, pero nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, estarían privados de todo contacto y de toda vitalidad. (Preciado, 2020b)

Pese a que esa fantasía es eso, también nos permite registrar cierto corrimiento dentro del imaginario del tacto y de las políticas del contacto, de la calle, del tumulto, que efectivamente ya está siendo. Siempre de maneras hiper-situadas, siempre de formas completamente atravesadas por la estructura de privilegios y las precariedades diferenciales, siempre corpo y geopolíticamente inscriptas, las formas de distanciamiento y asepsia van permeando el tejido social en una normalidad que se repone preocupantemente como la posibilidad de adaptación a condiciones cada vez más inhumanas de existencia. Así, el temor al contagio como expulsión de lo público y la virtualización del trabajo, la fiesta, el debate o la protesta han ganado un terreno que será difícil desandar, incluso una vez obtenida la vacuna. Las intervenciones feministas que hemos ido hilvanando a lo largo de este artículo intentan perturbar las petrificaciones de esta nueva normalidad, sus procesos y concesiones subterráneas e incesantes, las negociaciones que estamos o no dispuestxs a sostener en una interpelación sobre qué vidas son vivibles, reconocibles y habitables y a qué precio. Un precio que se mide tanto en las concesiones que hacemos con nuestros propios sentidos de existencia como con las violencias sobre lxs otrxs con las que convivimos, con mayor o menor conmoción.

Así como es imprescindible explicitar lo perdido y lo negociado en estas nuevas formas de vida que estamos sosteniendo, también lo es el poder advertir las transformaciones en las gestiones de seguridad, su imbricación en nuestras prácticas cotidianas y las colindantes novedades en torno al imperativo productivista, la administración del ocio, la transformación de los espacios de encuentro y sus reglas, de la afectación y sus soportes. Una consciencia que nos permita articular otros modos de resistencia desde tantos en los espacios físicos como en la virtualidad((En este contexto se han multiplicado los ataques virtuales a encuentros feministas y activistas de organizaciones LGBTTTIQ, lo que abre todo un frente en torno a cómo usamos estas nuevas herramientas de interacción preservando la mayor horizontalidad y apertura posible. Así por ejemplo, George Hale ha llamado la atención respecto a la necesidad de “Apoyar el cuidado colectivo y la seguridad holística que integra la seguridad digital, la seguridad personal, y el autocuidado. Especial atención merece la inversión en el acompañamiento de las tecnologías innovadoras, la organización virtual y la seguridad digital de nuestras comunidades para el activismo en línea” (Coronapapers, 2020).)), disputar los sentidos en torno cómo nos cuidamos y quiénes nos cuidan, a cómo desactivar y denunciar las vigilancias disfrazadas de cuidado, y cómo imaginamos y preservamos futurabilidades que no estén pergeñadas desde la deuda permanente, la sobrevivencia a ecocidios y las apuestas personales a los pírricos privilegios de la domesticidad.

La pandemia nos ha legado mapas obscenamente detallados de las interconexiones de la explotación capitalista, patriarcal y colonial a escala mundo, así como de los ensayos más eclécticos, mínimos y arrolladores de resistencia política. El horizonte apocalíptico que aparecía como lo único imaginable –como había señalado Mark Fisher– ya nos alcanzó y como lo estábamos esperando, al parecer podemos también adaptarnos a él –quienes sobrevivimos–. El tiempo detenido es también parte de sus prerrogativas diferenciales para algunxs, como siempre lo ha sido el tiempo en el capitalismo. Un impasse aceleracionista que tal vez abra grietas entre el hastío y la desesperación para activar esos otros imaginarios, mundos posibles, que venimos deseando.

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