DescargarBoris Matías Grinchpun.
UBA/CONICET/GEHiGue.
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Recibido: 29/09/2018 – Aceptado: 30/11/2018

 

Resumen: El «revisionismo» del Holocausto ha sido una trama perdurable de las extremas derechas argentinas: apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial, nacionalistas y antisemitas aseveraron que las historias de campos de concentración eran «exageraciones» o directamente invenciones. El rápido éxito de este negacionismo puede explicarse por la afinidad que estos grupos sentían por el Eje, pero también por su propia búsqueda de «verdad histórica»: desde los treinta, habían intentado rehabilitar a «grandes hombres» que habrían sido silenciados por una historiografía «anti-nacional». La desconfianza de la «historia oficial» y la nostalgia por los fascismos probaron ser un terreno fértil para estos discursos, en tanto libros de Maurice Bardèche fueron tempranamente traducidos mientras sus argumentos se volvieron corrientes en organizaciones como Tacuara. En los setenta y ochenta, esos discursos habrían influenciado las percepciones que estos grupos tenían de la represión ilegal desplegada durante la última dictadura militar (1976-83): así, los relatos de centros clandestinos de detención y torturas fueron -como la Shoá– tachados de mentiras fabricadas para desprestigiar a las Fuerzas Armadas. Este artículo pretende rastrear dichas derivas a partir de los casos de la revista nacionalista católica Cabildo y la peronista de derecha Alerta Nacional.

Palabras clave: Holocausto – Terrorismo de Estado – Negacionismo – Argentina – Extrema Derecha

 

Abstract: Holocaust «revisionism» has been a perennial trope of the Argentine extreme right: since the Second World War, nationalists and anti-Semites have stated that the stories of death camps are «exaggerations» or downright inventions. The quick success of this negationism could be explained by their sympathy for the Axis powers, but also by their own quest for «historical truth»: since the 1930s, they had tried to rehabilitate «great men» who they claimed had been silenced by an anti-national historiography. Distrust of «official history» and nostalgia for Fascisms proved a fertile ground for denial, as books by Maurice Bardèche were promptly translated, while their arguments became commonplace in organizations like Tacuara. In the 1970s and 1980s, these discourses may have influenced the views the local far-right had on illegal repression under the last military dictatorship (1976-83): stories of clandestine detention centers and torments were -like the Shoah– labeled as lies, forged to destroy the Armed Forces’ prestige. This articles aims to trace those itineraries through the cases of the Catholic Nationalist journal Cabildo and the Peronist rightist Alerta Nacional.

Key words: Holocaust – State terrorism – Negationism – Argentina – Extreme right

 

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Introducción. «Ocho mil verdades, diez mil mentiras».

A comienzos de 2017 Juan José Gómez Centurión, veterano de la Guerra de Malvinas y entonces Jefe de la Aduana argentina, generó revuelo al declarar en un popular programa televisivo que «8,000 verdades no son lo mismo que 22,000 mentiras» (Anónimo, 2017). Esta contundente opinión recalentó el latente debate sobre la cantidad de víctimas de la violencia estatal durante el «Proceso de Reorganización Nacional» (1976-83), ya que detrás de ese escepticismo muchos percibieron un intento por relativizar la brutalidad de la dictadura y minimizar el alcance sus planes represivos (Lorenz, 2007, pp. 17-45; Feierstein, 2018, pp. 34-48). El ex combatiente no se encontraba solo, ya que su causa era también defendida por apologistas de las juntas militares como Cecilia Pando y «revisionistas» aficionados como el abogado Nicolás Márquez, quienes se presentaron como defensores de la «verdad histórica» y la «memoria completa» en oposición a la «mentira oficial» (Márquez, 2006; Ferrari, 2009, pp. 30-47). Otros sugirieron que era el funcionario quien pecaba de «partidismo» histórico, evidenciando al mismo tiempo la postura indiferente y casi hostil del gobierno de Mauricio Macri hacia la «política de derechos humanos» (Campos y Rot, 2017). Posición que -podría argumentarse- no estaba tan distante de las expectativas de cierta parte de su electorado, como podría observarse en el editorial del matutino La Nación posterior al triunfo del empresario solicitando poner fin a la “venganza” ejecutada por el kirchnerismo (Feierstein, 2018, pp. 38-39).

El “affaire Gómez Centurión” podría ser percibido como uno de los últimos eslabones en una larga cadena de “combates por la memoria” librados en torno del sentido histórico de la violencia política en la Argentina de los setenta (González Bombal y Landi, 1995). Las discusiones podrían incluso remontarse a las respuestas esgrimidas por las Fuerzas Armadas frente a las acusaciones internacionales de torturas y asesinatos, en tanto plantearon que se trataba de mentiras fabricadas con fines políticos por “subversivos” exiliados en alianza con otros «enemigos nacionales» (Díaz y Saborido, 2011, pp. 280-294; Canelo, 2016, pp. 157-165). Esquemáticamente, podría apuntarse que dos grandes narrativas emergieron a finales de los setenta: por un lado, una orgullosa reivindicación de las acciones desplegadas por los militares en una “guerra justa” en defensa de “valores cristianos y occidentales” contra un enemigo –(a “subversión”) definido por su fanatismo, maldad y habilidad para camuflarse entre la población “normal” (Lorenz, 2007, pp. 19-26). Por el otro, la crítica de un programa implementado desde el Estado pero apoyado por elites económicas y potencias extranjeras como los Estados Unidos con el fin de erradicar todo disenso. Su objetivo principal no habrían sido las organizaciones armadas sino estudiantes, militantes, sacerdotes “tercermundistas” y sindicalistas combativos, conceptuados como obstáculos en la conversión del país a un modelo neoliberal (Canelo, 2016, pp. 31-34).

Desde luego, estas posiciones no fueron monolíticas: la condena moral de la dictadura podía aceptar que las atrocidades habían sido una “respuesta desproporcionada” a la violencia proveniente del “otro extremo”, como había planteado la “teoría de los dos demonios”. Otros, mientras tanto, rechazaron la equiparación por considerar a las Fuerzas Armadas un actor estatal. Inicialmente, estas posiciones quedaron en minoría, en tanto la «cultura de los derechos humanos” se habría erigido sólo lentamente durante los años finales de la dictadura, en la medida en que ésta perdía legitimidad y poder (Franco, 2018). El retorno de la democracia a fines de 1983, con la promesa de Raúl Alfonsín de investigar los crímenes del pasado y castigar a aquellos responsables, sólo habría intensificado la puja entre estas memorias. Las revelaciones de las atrocidades cometidas por los militares –vulgarmente llamado“el show del horror” (Feld, 2015)-, la publicación del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), más conocido como Nunca Más (Crenzel, 2008); los juicios a las Juntas y a otros perpetradores, luego refrenados por las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”; estos y otros episodios similares jalonaron una década signada por discusiones sobre el pasado reciente y qué hacer políticamente con él. La cuestión sobrevivió al presidente radical y fue abordada tempranamente por su sucesor Carlos Menem, quien en una nueva apuesta por la “unidad nacional” y la “reconciliación” firmó indultos tanto para los jerarcas del “Proceso” como para los líderes de Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).   

La jugada fracasó, en tanto las memorias continuaron enfrentándose de distintas maneras. En primer lugar, “Ni olvido, ni perdón” sintetizó el reclamo de organizaciones como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, las que continuaron exigiendo justicia. A ellas se les unió una nueva generación de familiares de desaparecidos que irrumpió en la escena pública, nucleada en agrupaciones como H.I.J.O.S. (Feierstein, 2018, pp. 26-27). Este movimiento no sólo se manifestó masivamente en las calles en ocasiones como el vigésimo aniversario del Golpe de Estado, sino que también desarrolló nuevas metodologías de protesta como el “escrache” (Lorenz, 2002; Bisquert y Lvovich, 2008). Por otra parte, continuaron generándose relatos “revisionistas” y reivindicatorios de la “lucha antisubversiva”, destacándose la crónica en tres volúmenes publicada por el Círculo Militar bajo el título In memoriam (Lorenz, 2007, p. 26). Tales versiones también hallaron espacio en los medios masivos de comunicación, con periodistas como Mariano Grondona recibiendo entre otros a Emilio Massera para que justificaran su accionar.

Estas tensiones fueron capitalizadas por el kirchnerismo para acumular capital político tras la crisis de 2001-2. Ávido de fortalecer la escasa legitimidad de origen provista por las urnas, Néstor Kirchner hizo frecuentes alusiones a los setenta, intentando presentarse como miembro y continuador de aquella generación “idealista” y diezmada. La derogación de las leyes sancionadas bajo Alfonsín y de los decretos firmados por Menem fue celebrada por algunos, pero también percibida como oportunista y rencorosa por otros, quienes comenzaron a cuestionar la visión del pasado que el gobierno estaba promoviendo (Loretti y Lozano, 2017). Esta «política de derechos humanos» no sólo renovó las narrativas -recuperando por ejemplo el carácter militante de las víctimas- sino que también exacerbó la puja entre y dentro las distintas memorias históricas. Entre las muchas instancias críticas, el reemplazo del prólogo original del Nunca Más por uno elaborado por los ex detenidos Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Mattarollo fue aplaudido por círculos de izquierda y «progresistas», los que renegaban de la «teoría de los dos demonios». No obstante, alentó también a sectores derechistas y liberales a plantear que los Kirchner estaban yendo demasiado lejos en una cruzada personal por venganza o fama (Crenzel, 2013; Feierstein, 2018, pp. 31-34).

Tales transformaciones coincidieron con mutaciones en quienes defendían la tesis de la «guerra justa», como pudo verse en los ensayos de Márquez, en la revista B1 (Vitamina para la memoria de la guerra en los ’70) dirigida por Cecilia Pando y su marido Rafael Mercado, en la irrupción de «revisionistas» más jóvenes como Agustín Laje (2011) o en la fundación del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV). Podría aventurarse que una de las consecuencias paradójicas de la memorialización y recuperación oficial de las víctimas de la represión estatal fue el surgimiento de una audiencia deseosa de «otra campana» que recuperara, de forma «objetiva» y basada en «datos», a «los otros muertos» (D’Angelo y Villaruel, 2015). Actitudes como relativizar cifras, rechazar la existencia de planes o afirmar que los «desaparecidos» simplemente escaparon, previamente restringidas a las franjas militares más duras y sus apoyos más contumaces, se habrían transformado en ideas de amplia aceptación, hallando eco incluso en best-sellers (Yofre, 2007; Reato, 2012). Se trataría entonces de una inesperada victoria cultural y política, al lograr que sus tesis superaran audiencias restringidas para influenciar la agenda pública.

Los orígenes de la relativización y negación de la violencia «procesista» no yacen sin embargo en las grandes cadenas de librerías, sino en el seno de las Fuerzas Armadas, en medios afines como La Nueva Provincia y en sectores de extrema derecha que conceptuaron las historias de tormentos y ejecuciones como engaños propagandísticos. Este discurso compartido no implicó la existencia de una visión común del mundo ni mucho menos afinidad política entre estos grupos, cuyas relaciones fueron en muchos casos frías o directamente hostiles. De hecho, cada sector le habría dado un uso distinto al «revisionismo»: mientras los militares se aferraron al «consenso antisubversivo» como ultima ratio((Al Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo de abril de 1983, que declaraba muertos a los desaparecidos y negaba la existencia de centros clandestinos de detención, le siguió una impopular «Ley de Pacificación» o «Autoaministía» en septiembre (Canelo, 2015, pp. 211-217).)) y el diario de los Massot se distanció de los militares (Fernández, 2013), los tradicionalistas católicos – en muchos casos abiertamente hostiles hacia la jerarquía castrense- llamaron a reiniciar la lucha contra la «subversión» y la derecha peronista buscó ajustar cuentas con las facciones izquierdistas de su movimiento. Pero subyaciendo a actores con características y objetivos tan diversos se encontrarían dos matrices afines y compartidas: el negacionismo del Holocausto y el revisionismo histórico argentino.

El primero habría arribado ya en 1945, y se habría difundido rápidamente gracias a la traducción de obras como Nuremberg ou la Terre promise, de Maurice Bardèche. Los nacionalistas y antisemitas vernáculos habrían sido fundamentales en esta recepción, facilitada quizás por la emergencia de una crítica de la «historia oficial» argentina durante los treinta (Quattrocchi-Woisson, 1995; Halperín Donghi, 2005). En efecto, escritores como los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta aseveraron entonces que autores liberales y «anti-nacionales» habían silenciado o incluso falsificado las trayectorias de héroes como Juan Manuel de Rosas, quien habría enfrentado en el siglo anterior las ambiciones de los imperialismos foráneos (Irazusta, 1934). Tanto los «rosistas» como los «revisionistas» de la Shoá habrían participado de una narrativa similar que les permitía percibirse y presentarse como abnegados paladines de la autenticidad histórica y los valores patrióticos contra versiones falaces y «politizadas» del pasado que sólo aspiraban a beneficiar a actores anti-populares. El negacionismo se habría diseminado así velozmente, con repercusiones en formaciones como el Movimiento Nacionalista Tacuara y -gracias a intelectuales como Jordán Bruno Genta- las propias Fuerzas Armadas (Ferrari, 2009, pp.  201-270). Por esta razón, se sostiene aquí que la negación del Holocausto puede haber funcionado como uno de los fundamentos conceptuales y discursivos para el desarrollo de una visión «revisionista» de los planes represivos implementados por la última dictadura militar, perspectiva cuyo atractivo no haría más que acrecentarse con el correr de las décadas.

Este artículo constará de dos apartados: el primero tratará de manera sucinta la propagación del negacionismo de la Shoá entre los cuarentas y los sesentas. El tópico es vasto, por lo cual se dejarán afuera publicaciones tan relevantes como Combate de Genta, La Hostería Volante del «Nacional-Justicialista» Carlos Disandro y hojas de la extrema derecha peronista como El Caudillo. La segunda se focalizará en la coexistencia de este discurso con el surgimiento del «revisionismo» del terrorismo de Estado en Cabildo y en Alerta Nacional. La significación de estos procesos para la cultura política contemporánea de la Argentina será el objeto de reflexión de la conclusión.

El valiente libro de Bardèche

La negación del Holocausto se remonta en Argentina a la Segunda Guerra Mundial, cuando publicaciones nacionalistas como Crisol y Nueva Política culparon a la «prensa hebrea» por los «rumores» de deportaciones masivas y campos de exterminio (Lvovich, 2002, pp. 349-350). Tras el conflicto, referentes de esta corriente como el padre Julio Meinvielle optaron por ignorar la cuestión, mientras otros reorientaron sus esfuerzos hacia la elaboración de una narrativa «revisionista» (Lvovich, 2002, pp. 428-430). Uno de los primeros ejemplos fue El Gobierno Universal y la solución integral del problema judío, panfleto publicado en la inmediata posguerra por Justo Pacífico. Este sería su primer y único libro, lo cual sugeriría -junto con la profusión de errores gramaticales, el considerable manejo de literatura alemana y la defensa del Tercer Reich- que se trataba de un publicista nazi radicado en Buenos Aires. Sus noventa páginas condensaron la descripción de una entidad sinárquica conformada por judíos tradicionalistas, masones, marxistas y grandes capitalistas, cuyo fin era subyugar a los «pueblos cristianos» (1945, p. 13). Actuando desde las sombras, habrían incitado la Revolución Francesa, la insurrección bolchevique y las dos conflagraciones globales, precipitando a su vez la caída de las grandes dinastías y la «decadencia de Occidente».

De todos modos, los hebreos no fueron considerados los principales impulsores de esta conspiración. Por empezar, no serían más que un engranaje en una gran maquinaria. Además, la «culpa principal» debía recaer en «todos aquellos cristianos que, conscientemente o inconscientemente, se pusieron al servicio del plan en detrimento” de sus correligionarios (Pacífico, 1945, p. 13). Finalmente, «la gran mayoría de los judíos se dedican a sus trabajos diarios y se contentan los sábados con la lectura de su Biblia», aunque también estaban aquellos que aprendían «un judaísmo fanático» que forjaba «la idea que el pueblo judío, por ser el escogido de Dios, supera, en un todo, a todos los demás pueblos de la tierra y que estos deben servirle a él» (Pacífico, 1945, p. 19). Este razonamiento hizo posible que el autor hostigara a los antisemitas por atormentar a los israelitas, sin perjuicio de recomendar un estudio pormenorizado de los Protocolos de los Sabios de Sión.((Sobre este controversial libro, ver Taguieff (2004).)) La justificación del «revisionismo» bien puede haberla tomado Pacífico de dicho libelo, al sostener que «en esta segunda guerra mundial -según la prensa, cine y radio- los alemanes han matado en los campos de concentración millones de personas», con un «medio judío» hablando incluso de veinte millones de muertos (1945, p. 96). Para el polemista (1945), estos engaños eran hipérboles de «unas epidemias terribles, que acompañan cada guerra de semejantes dimensiones y que eran la plaga máxima en aquellos campos, para difamar a todo un pueblo y castigarlo por eso» (1945, p. 73). Y, en última instancia, tales crímenes empalidecerían frente al uso de armas atómicas en Japón -causando «la masacre máxima de todos los tiempos»- y al ataque «con aviones en masa a una población indefensa que estaba al aire libre», asesinando «con bombas y ametralladoras en el término de dos horas [a] unos 30.000 habitantes de la ciudad de Dresden» (Pacífico, 1945, p. 73). Ya aparecían aquí dos clásicas estrategias del negacionismo: la relativización de las masacres germanas al compararlas con las atrocidades aliadas y la puntualización del objetivo político existente detrás de las historias. No era que los judíos hubieran sido exterminados por la ideología de la Alemania nazi, sino que la finalidad de transformar a los vencidos en monstruos hacía que estos crímenes nefandos fuesen necesarios.

Los «nostálgicos del Nuevo Orden Europeo» no necesitaron recurrir a este oscuro panfletista para hallar argumentos de este tipo. Uno de sus textos pioneros, Nuremberg ou la terre promise de Bardèche,((Bardèche fue un profesor de Literatura Francesa quien, tras la condena a muerte de su cuñado Robert Brasillach durante la Épuration, se volvió uno de los principales «revisionistas» del Holocausto y teóricos del neofascismo (Bernstein y Milza, 2010, pp. 112-115).)) fue traducido en 1950 -tan sólo dos años después de su lanzamiento en Francia- por Genta. Este intelectual católico, furiosamente antijudío y anticomunista, escribió un prólogo laudatorio: «he aquí un libro que esperábamos tanto como esperamos ver disipada la cortina de humo que la propaganda democrática ha extendido sobre las naciones de Occidente, permitiendo que el bolchevismo complete su predominio en las almas y en la plaza pública» (1950, p. 8). El traductor halló en este libro «valiente, osado, ecuánime y profundo» un alegato contra los juicios, «el proceso de iniquidad consumado […] por un Tribunal que después de llenar las formalidades con corrección típicamente sajona, ha condenado a morir en la horca a un grupo de patriotas alemanes, abnegados y fieles, en nombre de un Código nuevo y extraño» (Genta, 1950, p. 9). La «imputabilidad retroactiva» se le aparecía como una versión moderna del vae victi de los galos, todavía más intolerable en tanto su único propósito era la victoria del comunismo: «Núremberg es la abolición de todo el orden existente; es la consumación del bolchevismo por los mismos occidentales, devoradores de sí mismos ‘como la serpiente que se muerde la cola'» (Genta, 1950, p. 10). No obstante, se permitía ser optimista, ya que «sólo la sangre redime y salva; la tierra de Alemania está regada por la sangre de sus mártires que hará fructificar de nuevo la noble semilla de vocación cesárea y del sentido militar de la existencia que va a salvar a Europa» (Genta, 1950, p. 13).

La versión castellana fue recibida con entusiasmo por Dinámica Social, una revista de «tercera vía» fundada y dirigida por Carlo Scorza, último Secretario General del Partito Nazionale Fascista (Bertagna, 2007, p. 201). Exiliado en Argentina, el antiguo capo obtuvo financiamiento de grandes compañías como Branca, Gancia y Techint para establecer el Centro de Estudios Económicos y Sociales (CEES), cuya publicación fue precisamente Dinámica Social. Además de una excelente presentación, contó con la colaboración de notables exponentes del nacionalismo local como Mario Amadeo, Julio Irazusta y Juan Carlos Goyeneche. A ellos se unieron derechistas europeos emigrados como Ante Pavélic, Pierre Daye y Jacques-Marie de Mahieu, al igual que correspondientes extranjeros como André Therive y Carl Schmitt (Buchrucker, 1999; Girbal-Blacha, 1999). El grueso de los artículos reprodujo tópicos de las extremas derechas, como el respaldo a una «ideología alternativa» al comunismo y el capitalismo, la protección de las identidades nacionales frente a las superpotencias y la combinación de cooperación de clases con modernización social. Como apuntaba Scorza en la edición inaugural, «liberar la sociedad de la sugestión de una estéril lucha de clases, para transportarla a un plano de colaboración, donde los intereses se reconozcan y reconcilien en una visión más profunda de la vida. Superar en las capas obreras el falso orgullo de la cantidad, del peso, del número […] Quitar a las clases medias y cultas el veneno peligroso de su inercia» (1950, p. 5).

Aníbal D’Angelo Rodríguez (1951) preparó una elogiosa reseña de la traducción de Bardèche, afirmando que «la euforia del triunfo aliado impuso en Europa como verdades un colosal conjunto de mentiras y falsificaciones» (p. 42). Afortunadamente, «‘la raza de los historiadores no estaba muerta’, y poco a poco se fue alzando para restablecer la verdad» (D’Angelo Rodríguez, 1951, p. 42). El autor concordaba con Genta en que el mayor crimen no habían sido las «supuestas» atrocidades, sino «la desintegración de una tradición jurídica secular» junto con «el arrasamiento despiadado de una consciencia revolucionaria que era la única valla segura frente al comunismo» (D’Angelo Rodríguez, 1951, p. 42). Además de héroes, los condenados eran inocentes, habiendo sencillamente respondido a «la violencia que se desató en la Europa trágica de las dos últimas décadas [que] no tenía un solo promotor, un solo responsable, como lo quiso la explicación simplista de los jueces» (D’Angelo Rodríguez, 1951, p. 42).

Meses antes un innominado redactor también había embestido contra los procesos en términos legalistas, sin mención alguna a la veracidad de lo juzgado. Según manifestaba,

Núremberg continúa así dando sus tristes frutos. Núremberg ha enseñado que los ‘criminales’ son tan sólo los vencidos […] Núremberg ha sentado el principio que corresponde al vencedor determinar, a su arbitrio, cual orden del gobierno vencido podía ser obedecida por sus súbditos y cuál debía ser desoída, y sentenciar en consecuencia. Y el principio que la responsabilidad de todo eventual crimen […] no es individual sino colectiva (Anónimo, 1951, p. 18).

El desconocimiento de la «obediencia debida» y la introducción de la «imputabilidad retroactiva» mostrarían que las «democracias» eran tan autoritarias e hipócritas como los regímenes a los que habían combatido. Los argumentos prácticos también entraban en juego, ya que la ausencia de un ejército fuerte vigilando el Rin era mostrada como una invitación a la expansión soviética: así, el antiguo líder de la Ustasa Ante Pavelic sentenció que la «lex Yalta» tendría las mismas consecuencias económicas, políticas y sociales funestas que el Tratado de Versalles (1951, pp. 26-27). Como los ingenuos estadistas de 1919, Stalin, Roosevelt y Churchill sólo habrían tenido en mente sus intereses inmediatos al aplicar un castigo terrible a los derrotados, tanto que terminaría lastimando también a los triunfadores. Esto no era solamente necio, sino también impropio de Occidente, «culto, portador en su oportunidad de las ideas sociales y promotor de la realización de las mismas, [que] se encuentra con las manos cruzadas y espera, como la peor parte del Oriente, que la negación de toda libertad política, del hombre y de la justicia social, penetre en su casa» (Mrzlodolski, 1951, p. 27).

El interés habría persistido, ya que a mediados de 1951 el poeta colaboracionista Jean Azéma reseñó el Nuremberg 2 de Bardèche. La obra le parecía un «expediente judicial» confeccionado tras las largas batallas que su autor se había visto obligado a librar en su país. Azéma (1951) aseguró que el único objetivo de Bardèche había sido pedir «justicia para todos los muertos inocentes de la liberación, para los franceses, los belgas, los italianos y los alemanes» (p. 44). En cuanto al Holocausto, el exiliado (1951) creía que no había mejor refutación que la de Paul Rassinier, antiguo presidiario de Buchenwald cuyo La mensonge d’Ulysse probaría que la mayoría de las historias provenían de «la abominable propaganda orquestada por los comunistas y todos aquellos ansiosos de crearse un heroísmo barato» (p. 44). Tanto la experiencia de este «testigo» como los alegatos de británicos y estadounidenses contra los juicios constituían para el crítico una defensa inexpugnable de Alemania de cara a la Historia.

La revista de Scorza pronto pasó de reseñar literatura de extrema derecha a publicarla: establecida en 1952, la Editorial de Autores puso a disposición de los lectores argentinos obras como Soliloque du prisoner de Charles Maurras y Férias com Salazar Christine Garnier. Una de sus primeras entregas fue L’oeuf de Christophe Colomb de Bardèche (1953), libro que se alejó del negacionismo más furibundo para concentrarse en criticar al antifascismo por destruir a los germanos y allanar la senda para el triunfo del comunismo. El ensayo compartía muchos de los postulados enarbolados por Dinámica Social, como la creencia en una «tercera vía» hacia la modernidad social y económica, alejada de las trampas tanto del capitalismo como del socialismo. El rabioso anti-bolchevismo no entraba en contradicción con un antiimperialismo que arremetía contras las «plutocracias» norteamericanas e inglesas. Asimismo, muchos nacionalistas argentinos concordaron con el «revisionista» francés en plantear que los auténticos «crímenes contra la Humanidad» no ocurrieron solamente en los  campos de exterminio sino también en las colonias de Albión, por no mencionar que continuaban teniendo lugar del otro lado de la «Cortina de Hierro». Quizás esto les permitía burlarse de la teoría del totalitarismo al mostrar al Oeste capitalista y al Este socialista como dos caras del mismo mal (Nacci, 1989).

La veloz diseminación de tópicos y argumentos negacionistas constituyó una peculiaridad de la Argentina: en un lugar como Italia, tal cual recordaba Pino Rauti, un lector interesado debía acudir al apartamento romano de Julius Evola para hallar a Bardèche, Brasillach o Drieu la Rochelle en los ’50 (Evola, 2012, p. 331). No obstante, este influjo conoció límites, ya que los artículos contra los procesos de Núremberg y las denuncias de las «campañas de propaganda» contra Alemania se encontraron en una franca minoría. Asimismo, la Editorial de Autores pasó por alto los trabajos más abiertamente negacionistas de Bardèche, al tiempo que dejó a Rassinier sin publicar. Pueden proponerse aquí tres explicaciones no excluyentes: primero, que el Holocausto no fue tan importante para estos actores como lo sería en las décadas subsiguientes, en tanto el proceso de resignificación desatado con la captura y enjuiciamiento de Adolf Eichmann en los sesenta todavía no había tenido lugar (Kahan y Lvovich, 2016). Segundo, referirse asiduamente a los crímenes de guerra y las atrocidades perpetradas por los fascismos no habría sido una estrategia eficaz si lo que se buscaba era rehabilitar a las potencias del Eje. Finalmente, el antisemitismo podría haber perjudicado los intentos de la publicación por aproximarse al peronismo, en tanto durante sus años clásicos este demostró ser refractario al racismo e incluso incorporó a judíos a sus filas (Buchrucker, 1987, pp. 354-355; Rein, 2015).

El negacionismo no fue privativo de las figuras nucleadas en Dinámica Social: en 1962, los líderes de Tacuara Joe Baxter y Alberto Ezcurra Uriburu sostuvieron en una entrevista con Mundo Israelita que el Holocausto era una mentira (Zafran, 1962). El anti-judaísmo cumplió un rol no menor en la ideología de este grupo, formado mayormente por jóvenes bajo la influencia del falangismo, el nacionalismo de derechas vernáculo, el catolicismo y el peronismo. Su ethos militante y praxis política violenta fueron exhibidos en ataques a «enemigos de la Nación», como estudiantes izquierdistas e instituciones judías (Rein, 2007, pp. 244-273). El antisemitismo apareció entremezclado en esta instancia con el anti-sionismo, provocando que los judíos fuesen estigmatizados no sólo por ser inasimilables a la «tradición argentina» sino también por ser supuestamente leales a una potencia extranjera. Este discurso solamente se exacerbó con el «affaire Eichmann» y la influencia de la Liga Árabe, la que a través de su representante Hussein Triki canalizó recursos hacia organizaciones de extrema derecha que asumieran posiciones contrarias al Estado de Israel. Tras la disgregación de Tacuara, estos esfuerzos se reorientaron hacia la publicación peronista y antisionista Patria Bárbara, dirigida por Raúl Jassem (Padrón, 2017, p. 210). Meinvielle, responsable de notorios textos antisemitas como El Judío en el misterio de la Historia (1977), ha sido señalado muchas veces como una de las principales influencias intelectuales del MNT, en particular de su fracción reaccionaria Guardia Restauradora Nacionalista. No obstante, poco habría tenido que ver con el negacionismo, en tanto eludió cuidadosamente la cuestión de las atrocidades nazis tras la Segunda Guerra Mundial (Ben Dror, 2003).

El «revisionismo» de la Shoá se diseminó entonces a través de los tomos de la Editorial de Autores y del Restaurador y de publicaciones como Dinámica Social y Combate, en la que Genta incluyó una sección denominada «Noticias del ghetto» donde repudió regularmente a Israel y las historias de crímenes alemanes durante la conflagración global (Caponnetto, 1999). Hubo también notorias excepciones, en tanto una hoja nacionalista tan  gravitante como Azul y Blanco -capitaneada por Marcelo Sánchez Sorondo- prestó poca atención a los negacionistas (Galván, 2013). Pero el negacionismo terminó por ganar amplia aceptación, siendo incorporado aún por los más veteranos y respetados historiadores «revisionistas»: tiempo después de ser incorporado a la Academia Nacional de la Historia, Julio Irazusta podía declarar que el Holocausto no era más que una mentira.((Le agradezco a Sandra McGee Deutsch por esta referencia.)) Con estos precedentes, no debería sorprender que tales discursos fuesen abrazados por las subsecuentes cohortes de las extremas derechas argentinas.

«La industria del genocidio». La «guerra sucia» según Cabildo y Alerta Nacional

Cabildo irrumpió en mayo de 1973, tan sólo días antes de que la dictadura militar conocida como «Revolución Argentina» cediera el poder al primer gobierno peronista en casi dos décadas. El viraje sólo agravó la espiral de violencia (Calveiro, 2013), lo cual explica la irregular aparición de esta revista: en febrero de 1975 una interdicción decretada por la administración de María Estela Martínez de Perón forzó al director Ricardo Curutchet a alterar el nombre de la hoja a El Fortín. Cuatro meses y dos números después, El Fortín siguió los pasos de Cabildo, desembocando en la fundación de Restauración, cuyas siete entregas aparecieron entre junio de 1975 y febrero de 1976. El golpe del 24 de marzo la interrumpió, aunque en julio de ese año Cabildo regresó a las calles. El staff reunía a veteranos redactores, como el jesuita Leonardo Castellani, el filósofo Alberto Caturelli y Federico Ibarguren, con jóvenes como los hermanos Antonio y Mario Caponnetto y Rubén Calderón Bouchet. Su cosmovisión, firmemente cimentada en el escolasticismo tomista, el catolicismo antimoderno y el corporativismo socioeconómico, podría ser definida grosso modo como antidemocrática, antiliberal, anticomunista y antimaterialista. De acuerdo a Jorge Saborido, sus «coordenadas ideológicas» serían una concepción teológica de la política, la reivindicación del Medioevo europeo, el «hispanismo» y una visión conspirativa de la Historia (2011, pp. 188-209).

La negación de la Shoá fue un elemento menor pero atendible en esta revista (Saborido, 2004). Ejemplos de esta corriente como ¿Murieron realmente seis millones? de Richard Harwood, El mito de los seis millones del español Joaquín Bochaca y Para mil años de Léon Degrelle -por no mencionar los «clásicos» Bardèche y Rassinier- fueron regularmente anunciados. La diversificación respecto de los cincuenta fue notable, viéndose el «monopolio francés» quebrado por británicos, españoles y belgas. El exterminio de los judíos europeos fue invariablemente tratado con escepticismo y sorna: así, un anónimo redactor se burló de la declaración de Marshall Meyer de que los judíos habían sufrido «el peor y único holocausto de la historia» replicando que «en el único Holocausto válido de la historia los judíos fueron los perpetradores» (1980, p. 14). Al relacionar genocidio con deicidio, este autor fue más allá de la equiparación moral entre Hiroshima y Dachau para sugerir que ningún castigo para los hebreos sería excesivo. Otro articulista igualmente innominado calificó a los judíos de «insaciables» por haber exprimido a los «legendarios ‘seis millones’ asesinados por los bárbaros nazis» para obtener dinero de las dos Alemanias (1988a, p. 16). El principal beneficiario de este «gran ‘cafishio’ internacional» no sería otro que Israel, que buscaba «mantener abierto el mito del Holocausto sobre el cual no se le permite a nadie discutir porque su realidad debe ser dogmáticamente evidente por sí» y garantizar «la financiación externa e involuntaria de sus gastos de mantenimiento y de defensa» (1988a, pp. 16-17). Al igual que en los sesenta, la distinción entre oponerse a Israel como Estado y a los judíos como pueblo era difusa: el engaño no era sencillamente «no es una anécdota ni un episodio intrascendente ni una trampa financiera más ni un dislate jurídico final» sino el «fruto de la carne ensoberbecida y del espíritu caído [de] Israel, ‘el que lucha contra Dios'» (1988a, p. 17). Siguiendo una lógica reminiscente de los Protocolos…, el Estado hebreo en Oriente Medio sería la encarnación política de una fuerza subversiva que habría conspirado contra la Cristiandad desde sus mismos orígenes.

Este negacionismo no habría estado desconectado del «revisionismo» de la represión «procesista». Como otros medios dentro y fuera del tradicionalismo católico, la revista había desmerecido a la CIDH calificándola de indebida intromisión extranjera de matriz masónico-marxista. Sin embargo, esto no obturóque criticara a los uniformados por la metodología implementada: un artículo de noviembre de 1982 sostuvo que «el régimen militar se apabulla contra las cuerdas del ‘problema de los desaparecidos’, acorralado por las inevitables consecuencias de lo hecho, muchas veces con justicia, muchas sin ella, y siempre con omisión del exigible y expresamente declarado ‘derecho militar de guerra'» (1982, p. 7).((Sobre la construcción social del «problema de los desaparecidos» y las discusiones sobre la legalidad de la «lucha antisubversiva» durante los estertores del «Proceso», ver Franco, 2018, pp. 341-363.)) Ciertamente, no era lo ejecutado lo puesto en cuestión, sino las formas: retomando argumentos de Genta, Ezcurra y Marcial Castro Castillo, se lamentaba que no se hubiese recurrido a tribunales militares sumarios y fusilamientos públicos como habían hecho Francisco Franco en España y Augusto Pinochet en Chile. De hecho, esa habría sido una de las claves que le habría permitido a la subversión transformar su derrota militar en victoria política tras regresar del exterior (Cersósimo, 2015, pp. 362-367). Siguiendo las admoniciones de las autoridades castrenses, Cabildo aludió a los «reaparecidos», aquellos «subversivos» que habrían sido dados por muertos cuando en realidad se encontraban viviendo cómodamente en Europa, Estados Unidos o incluso clandestinamente en el país (Anónimo, 1983, p. 11). La publicación denunció que estos grupos estaban reingresando en masa para «organizar marchas contra la censura, cenáculos de ‘expertos’ y ‘especialistas’ en los medios, conciertos de ‘artistas’ liberados, festivales de protesta, shows ‘alternativos’, programas ‘adultos y desprejuiciados’, y toda forma oculta y abierta de subversión que existe» (Anónimo, 1983, p. 11). La movilización cultural y política durante la pos-dictadura fue por ello percibida a través del prisma de la «revancha subversiva»: Antonio Caponetto (1985) se mostró repelido porque los «Montoneros» pudieran «marchar impunemente, moverse y entremezclarse con la turba, ensuciar las paredes y los monumentos, exhibir fuerzas, impedir fotos inoportunas, prometer venganzas […] desplegar su odio visceral y sus resentimientos acumulados» (p. 9). Particularmente deplorable le parecía que las calles se viesen inundadas nuevamente por «estandartes del ERP 22, del MIR [Movimiento de Intransigencia y Renovación], de la JP [Juventud Peronista] y de innumerables grupúsculos subversivos», sin ausencia de «los representantes de la pederastia ni las organizaciones sionistas desembozadamente manifiestas» (Caponnetto, 1985, p. 9).

Las referencias al regreso de los «guerrilleros» y a las «falsificaciones» coexistieron desde temprano con alusiones al Holocausto y sus secuelas: Tucídides, colaborador especializado en cuestiones militares, anunció así en marzo de 1983 que «la sombra de Núremberg tiende a proyectarse en la sociedad argentina» (p. 19).((La comparación por Núremberg fue realizada por otros actores y sectores, como por ejemplo Francisco Manrique (Franco, 2018, p. 141).)) Si bien evitaba explícitamente negar los crímenes nazis, señalaba como Bardèche y Genta que «nada valieron las normas del Derecho, ni las tradiciones jurídicas. No pesó, siquiera, en la tan sensibilizada consciencia universal el hecho impúdico de que los jueces eran, a la vez, parte y a la vez autores de crímenes aún mayores como Hiroshima. Lo único válido fue que los vencedores eliminaron a los vencidos» (Tucídides, 1983, p. 19). Este mismo espíritu estaría manifestándose en el país, donde conceptos como «guerra sucia» eran empuñados para enturbiar el pasado, quebrar la espalda de las Fuerzas Armadas y propiciar el regreso de la «subversión». De manera consecuente, Cabildo apeló al legalismo cuando el «Núremberg local» tuvo lugar: allí, los jueces habrían errado al «descomponer el concepto totalizante de Guerra Revolucionaria -lo que es una forma de invalidarlo- en una multitud de delitos penales más o menos graves», lo que sería «tanto una trampa como una torpeza. Estos delitos, sacados de su contexto, pierden su sentido y su explicación y, con toda naturalidad, se vuelven repugnantes e insoportables para la moral y el derecho» (Anónimo, 1986, p. 3). Parte de la responsabilidad fue descargada sobre los testigos, vilipendiados por «las contradicciones que se suman y se multiplican, las mendacidades [que] afloran sin rubor» y una deliberada manipulación que creaba «un clima emocional por completo artificial e inadecuado» (Anónimo, 1986, p. 3). Apelando a una táctica de lo que Federico Lorenz (2007) denominó la «vulgata procesista», Esteban Demaría (1986) cuestionó la integridad de quienes declararon por considerarlos traidores, ya que «entregaron a sus propios camaradas de armas, colaboraron con el enemigo militar, traicionaron a sus amigos. Y ahora, quizás para apaciguar un resto de consciencia, se ‘juegan’ denunciando, testificando, y acusando al más débil» (p. 9). A esto se sumaba que la mayoría de los procesos era injusto por no afectar a los oficiales al mando sino a sus subordinados, atados por disciplina y obediencia a sus superiores y enviados a combatir la «subversión» sin ningún marco jurídico o ético (Tucídides, 1987).

La publicación del Nunca Más, los juicios a las juntas y «la insidiosa campaña de desprestigio desarrollada sin pausa por los medios estatales de comunicación» (Curutchet, 1988, p. 3) habrían tenido un móvil político: la destrucción de las Fuerzas Armadas como venganza de las «fuerzas izquierdistas» y como paso necesario para obliterar a la comunidad nacional. Objetivos compartidos por el gobierno radical, a la luz del «revanchismo» de Alfonsín (Anónimo, 1985, p. 3) y de la supuesta influencia del ERP sobre su entorno (Caponnetto, 1985, p. 14). Para Caponnetto, reivindicar la «guerra anti-subversiva» en los ochenta implicaba continuarla enfrentando a todo el sistema «partidocrático», fachada de los resabios marxistas (Cersósimo, 2015). Si bien el «Proceso» continuó siendo presentado como un fiasco y una maniobra «liberal», las críticas hacia su accionar se fueron atenuando al tiempo que se procedió a sacralizar a «aquellos que libraron la guerra sorda, oculta y silenciosa ‘pateando’ las puertas de las guaridas guerrilleras, en noches interminables signadas por la angustia y la incertidumbre de un enemigo que era sombra y actuaba en las sombras» (Tucídides, 1987, p. 22).

En cuanto a Alerta Nacional, fue fundada por Alejandro Biondini, ex miembro de la Tendencia Revolucionaria posteriormente vinculado con la revista Línea de José María Rosa y la Agrupación «La Mazorca» (Trajtenberg, 1990, p. 108). Publicado entre junio de 1983 y septiembre de 1989 en dos etapas y formatos distintos, este periódico compartió con Cabildo un profundo desprecio por Alfonsín -«ese fariseo de comité» (Anónimo, 1984b, p. 3)-, la «economía neoliberal» -«teorías predicadas por un materialismo inhumano» con el fin de perpetuar «la dependencia del Tercer Mundo» (Figuerola, 1984, p. 7)-, Gran Bretaña, EE.UU. y, sobre todo, los judíos. El antisemitismo y el anti-sionismo fueron troncales en su discurso, cuyos miembros celebraron a los Protocolos… como una obra profética que revelaba a los verdaderos «enemigos de la Humanidad» (Anónimo, 1984a, p. 7). Buena parte del arsenal argumentativo era anticuado al punto del cliché, acusando a los hebreos -como los personajes de La bolsa (1891) de Julián Martel- de haber pagado «nuestra hospitalidad comportándose como quintacolumnistas y sanguijuelas cuyo único dios es el oro, cuya única bandera es la de Israel y cuya única vocación es la de seguir crucificando a los más humildes de nuestra tierra» (Biondini, 1987, p. 4). En la línea del anti-sionismo de los sesenta, se tildó a dicho Estado de «régimen racista y genocida» por su política hacia los palestinos, a quienes se mostró regularmente solidaridad (Tulián, 1984; Tulián, 1989a).  Alerta Nacional incluso echó mano del «Plan Andinia» (Bohoslavsky, 2008) para acusar al «sionismo internacional» de codiciar porciones de la Patagonia con el fin de establecer otro territorio judío, empresa que explicaría la silenciosa llegada de decenas de miles de israelíes al sur argentino (Anónimo, 1984c, pp. 8-10). Hasta la «tercera vía» adquirió ribetes antisemitas, en tanto Biondini (1987) declaró que «el comunismo y el capitalismo son internacionales como el judío, desarraigados como el judío, apátridas como el judío, enemigos de Cristo como el judío» (p. 4), por lo que una genuina «revolución nacional» debía permanecer fiel a Perón y combatir a ambos. Más allá de su instrumentalidad, el anti-judaísmo habría sido un código a través del cual la organización interpretó la situación circundante: así, las muertes de miembros como Alfredo Guereño, el veterano de Malvinas Luis Alberto Vera y René Tulián -considerado «segundo al mando» (Kollmann, 2001, pp. 107-111)- fueron percibidas y exhibidas como ataques de agentes sionistas, llegándose a sugerir la práctica de crímenes rituales (Echeverría, 1987, p. 10; Ghio, 1987, p. 10).

El «mito de los 30.000» también fue tachado de «invención judía»: Alerta Nacional concentró al igual que Cabildo su artillería en Marshall Meyer, tachándolo de supuesto líder de los «sectores de derechos humanos» que habrían organizado una «caza de brujas» para «juzgar indiscriminadamente a todos» y así pulverizar a la corporación militar (Anónimo, 1984d, p. 9). El influjo hebreo, pretendidamente omnipresente en el gabinete de Alfonsín, explicaría la adopción de «un claro plan de acción tendiente a desmembrar las instituciones pilares de nuestra comunidad […] las Fuerzas Armadas y el Movimiento Obrero», mientras «el activismo marxista y el aparato periodístico y judicial sacaban a relucir un indiscriminado bagaje de insultos, calumnias y agresiones» (Anónimo, 1987a, p. 1). Así, «el juzgamiento de la Junta Militar sólo pareció constituirse en el prolegómeno o en la excusa de una ofensiva contra toda la institución, y en particular hacia sus actuales cuadros intermedios», vistos como soldados abnegados de ambas «guerras» que habrían permanecido al margen de la corrupción de los altos mandos (Anónimo, 1987a, p. 2). Los ensayos alfonsinistas de compensación habrían sido contraproducentes, en tanto el «punto final» sólo habría provocado la citación en masa de esos jóvenes oficiales (Anónimo, 1987a, p. 2). Para la publicación, todos estos juicios carecían de fundamento, en tanto el «extremismo terrorista de izquierda» habría justificado las medidas más drásticas. La sinceridad de los grupos de derechos humanos también sería cuestionable: al referirse al aplastamiento del Movimiento «Todos por la Patria» en La Tablada, se afirmó que

según las ‘Madres’, los ‘indefensos’ terroristas a quienes comparan a ‘sus’ hijos, pudieron realizar alguna ‘violencia’ (decenas de muertos, mutilados y heridos, claro que esos no importan pues llevan uniforme), pero que, en realidad, ella debió ser fruto de una ‘trampa mortal’ y a los ‘inocentes’ muchachos les pusieron encima ‘panfletos, armas y proclamas’ (Anónimo, 1989a, p. 2).

Las torturas en centros clandestinos y los asesinatos fueron tildados de engaños pergeñados por la izquierda peronista y la «subversión marxista», adhiriendo a la defensa esgrimida por los tradicionalistas católicos y el propio «Proceso» (Anónimo, 1983, p. 5). Los «desaparecidos» debían permanecer donde estaban, advertía un artículo sin firma de mediados de 1983, ya que con ellos retornarían el terrorismo, las bombas, la muerte y otras cosas que la Argentina no necesitaba: «ni yanquis, ni marxistas, ni madres de terroristas», sino sólo peronistas (Anónimo, 1983, p. 9). Casi un año después, la publicación aseveraba que «desde mediados de 1983 y en estos meses de 1984, han retornado unos 5.000 montoneros y unos 1.200 cuadros del ERP», todos ellos reconvertidos en agentes soviéticos» (Anónimo, 1984d, p. 8). Además del radicalismo, las izquierdas y el sionismo, la «burguesía» podía ser considerada cómplice de la traición: según Biondini (1987a), «fue el burgués el que más chilló para que nuestras Fuerzas Armadas detuvieran el terrorismo subversivo, pero también fue el burgués el primero en condenarlas ante los tribunales de la sinagoga radical» (p. 5).

Al igual que la hoja de Curutchet, Alerta Nacional identificó frecuentemente a la UCR con la «subversión». En junio de 1984, reportó que Franja Morada -grupo político estrechamente asociado con el radicalismo y con una fuerte presencia en las universidades nacionales- habría firmado un pacto con la KGB para recibir entrenamiento y equipamiento rusos (Anónimo, 1984d, p. 8). Acusación similar a la lanzada sobre la Junta Coordinadora Nacional, la cual estaría acaparando armas para establecer «comités» a imagen y semejanza de la Nicaragua sandinista en caso de que la democracia se viera amenazada (Anónimo, 1988, p. 3). Alfonsín, «ex abogado del ERP» (Anónimo, 1987b, p. 3), fue denunciado en una carta abierta a un juez de ser poco más que la cara visible de un ERP redivivo, teoría que intentaba probar enumerando las aparentes conexiones de figuras de su partido con «organizaciones terroristas» (Biondini, 1989, pp. 4-5).((Según Kollmann (2001, pp. 139-145), este artículo habría sido parte de una operación de Menem para ensuciar la imagen de Alfonsín antes de las elecciones de mayo de 1989, lograda a cambio de promesas de cargos en Inteligencia y otras áreas para Biondini y su grupo.))

El «revisionismo» del Holocausto tampoco estuvo ausente, hallando un exponente decidido en Tulián. Para este escritor antisemita y pro-nazi, «el famoso ‘holocausto’, los ‘6.000.000’, las ‘cámaras de gas'» no serían más que «mitos propagandísticos» creados para justiciar el expansionismo israelí y las vejaciones a los palestinos (Tulián, 1988, p. 8). Notorios negacionistas como el líder del Front Nationale Jean Marie Le Pen (Tulián, 1989a, p. 8) y el español Ramón Bau (Anónimo, 1989b, p. 7) fueron aplaudidos y alimentaron el optimismo de Tulián, para quien los «lógicos miedos» serían gradualmente vencidos por quienes «predicaban en el desierto» e inspiraban temor «en aquellos que habían diseminado las mentiras como sistema» (1989b, p. 7). Irónicamente, él seguiría los pasos de Moisés y no vería el triunfo definitivo del negacionismo y el nacionalsocialismo en las filas de Alerta Nacional, el cual recién tendría lugar al despuntar la década siguiente cuando un Biondini indignado por el viraje de Menem se separó del justicialismo y fundó el Partido Nacionalista de los Trabajadores. Éste se transformaría al poco tiempo en el Partido Nuevo Triunfo, una de las más ampliamente conocidas organizaciones neonazis del país. En este caso, por ende, el «revisionismo» de la represión ilegal habría precedido al del Holocausto, mostrando que las relaciones entre ambas narrativas no fueron unilineales.

Conclusión. ¿Una sociedad vencida?

Este artículo ensayó una reconstrucción del veloz y amplio proceso de recepción del negacionismo del Holocausto en Argentina para luego analizar sus lazos con el «revisionismo» de la represión desplegada por el «Proceso de Reorganización Nacional». Surgido a finales de los setenta como reacción de las autoridades a las acusaciones internacionales de violaciones a los derechos humanos, este discurso habría sido heredero de la crítica a los relatos sobre atrocidades nazis difundidas por Justo Pacífico y los autores reunidos en Dinámica Social y Ediciones del Restaurador. Inicialmente, esta “revisión” de la Shoá se nutrió mayormente de obras francesas y tuvo un carácter pasivo: aunque hubo una amplia incorporación de argumentos «negacionistas», ningún aporte «original» a esta corriente fue realizado por los nacionalistas argentinos de los cuarenta y cincuenta. Los planes de exterminio fueron conceptuados asiduamente como invenciones aliadas cuyo propósito -como el de los juicios de Núremberg- habría sido humillar a los vencidos y mancillar su estima nacional, una empresa suicida en el caso de Alemania si se tomaba en cuenta la inminente «amenaza roja». Nociones como la «imposibilidad técnica» de las masacres no fueron siquiera mencionadas, siendo una «innovación» de las décadas posteriores. Para los ochenta, el repertorio se había ampliado con ensayistas británicos, estadounidenses, españoles y alemanes, al tiempo que las alusiones a la «falsedad» del Holocausto comenzaron a coexistir con consideraciones sobre las acciones de la dictadura. El «show del horror», el Nunca Más y los procesos judiciales suscitaron una reacción no disímil a la de las extremas derechas europeas tras 1945: afirmar que las historias de exterminos masivos eran hipérboles o mentiras, excusarse aludiendo a los crímenes de los Aliados y apelar a los «fines políticos» de toda la operación.

Auxiliado por el antecedente del “revisionismo histórico” de carácter rosista, este discurso se habría difundido rápidamente para volverse rápidamente un elemento compartido por exponentes sumamente disímiles de las extremas derechas locales. Pero fue la violencia política de los años ’70 la que habría conducido a un nuevo uso del mismo: las acusaciones de violaciones de los derechos humanos esgrimidas por diversos organismos de derechos humanos hizo que funcionarios de una dictadura que rechazaba el legado de Juan Manuel de Rosas y reinvidicaba la “línea Mayo-Casero” sostuviera no obstante que dichas versiones no eran más que creaciones interesadas por parte de organismos de tendencia y “subversivos” en el exilio. En este punto, el tradicionalismo católico y la derecha peronista se alinearon con las autoridades, participando en la elaboración de una memoria retórico-argumentativa que se extendería lentamente a partir de los ’80 desde los medios castrenses y reaccionarios a sectores mucho más amplios de la sociedad. Fenómeno que sugeriría que, como ha señalado Daniel Lvovich, los tópicos y tramas discursivas de las extremas derechas podrían encontrarse en sectores político-ideológicos sumamente alejados (2011, pp. 22-23).

¿Por qué estas ideas, contrarias a la investigación académica y la «corrección política», han atraído tanta atención? Sólo hay aquí espacio para la especulación, pero se pueden adelantar dos explicaciones. Primero, aunque esta vertiente del «revisionismo» constituya una diatriba contra la «historia oficial», la memoria y la negación tienen una relación dialéctica: una necesita a la otra, lo cual explicaría por qué la memorialización de la Shoá y de la represión ilegal comenzó junto a su ”revisión”. Segundo, tanto el «revisionismo» autóctono como el del Holocausto comparten una cosmovisión conspirativa (Taguieff, 2006) que encuentra detrás de cada acontecimiento una oscura mano moviendo los hilos. Una narrativa atractiva para una cultura política atravesada por la frustración: la crisis del «Destino Manifiesto», creencia sostenida desde el siglo XIX y quebrada por décadas de estancamiento económico e inestabilidad política, puede haber provocado una huida de la agencia en una población expuesta por décadas a la mitología nacionalista. Sujetos que perciben a su sociedad como incapaz de ofrecerles un futuro promisorio y de forjar su propio destino, que se sienten atrapados en un país condenado a la pobreza y la decadencia, pueden tal vez aceptar que el mundo está dirigido por organizaciones secretas que manejan a los gobiernos, los organismos financieros, los medios y las vidas de los mismos ciudadanos para su propio provecho.

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