Lo dijo mi amiga Susana: “Cuando vemos a diario a los niños no alcanzamos a percibir cuánto ha cambiado su comportamiento. Están tristes”. Esta observación puntual me ha hecho reflexionar sobre el impacto del entorno durante la etapa más importante del desarrollo de la niñez y cómo las condiciones restrictivas -en términos económicos y sociales- se han transformado en una especie de cepo, cuya imposición ha acabado con el juego, la interacción entre pares, la diversión y el estímulo físico y psicológico propios de la libertad de movimiento. A ello, añadir la tensión implícita de una situación a la cual no estamos acostumbrados e invade todos los espacios íntimos, condicionando nuestro humor y, por ende, nuestras actitudes.
Muchas veces medimos los acontecimientos de acuerdo con la vara más conocida. Es decir, nos resulta mucho más fácil establecer rangos de comparación con nuestra percepción y un específico estilo de vida. Poca, o casi nula, es la capacidad de empatía necesaria para ponernos en el sitio de otros, menos afortunados, y tendemos a rebajar el impacto del nuevo escenario ignorando a propósito su poder en la vida de los demás.
Estamos ingresando al tercer año de una realidad de la cual lo desconocemos todo. Nos atacó una pandemia que ha puesto de cabeza todo lo conocido y de la cual no tenemos la medida exacta. Es decir, se ha desatado una infección viral desconocida hasta para el gremio de la salud, que se ha visto sobrepasado no solo por sus consecuencias, también por un cúmulo de informaciones contradictorias y opacas. Si eso sucede entre los expertos, es fácil colegir cómo ha complicado la vida de las familias.
Pero volvamos al tema más importante, el de una niñez triste y sin motivación. Una niñez a la cual le han cortado las alas, le han quitado la libertad de movimiento, la han encerrado entre cuatro paredes -una vivienda popular tiene un promedio de 60 metros cuadrados para una familia de 4 o 5 integrantes- y le han limitado la interacción con sus pares y con el espacio público. Si a eso se añade la tensión originada por la potencial pérdida del empleo o la carencia de recursos económicos para afrontar la crisis, el plato está servido.
En términos generales, estamos inmersos en una situación desconocida y, ante sus desafíos, lo menos importante termina siendo la salud mental de la infancia. Aun cuando esto suena extremadamente cruel, la mente del adulto promedio tiende a considerar a los más pequeños como un material flexible que aguanta con todo. Pocos se detienen a reflexionar sobre la trascendencia de una infancia feliz como plataforma esencial para el desarrollo de un ser pleno, tanto física como intelectual y psicológicamente, y esto es porque tampoco la tuvieron. Entonces, simplemente se aplican los criterios establecidos por las autoridades sanitarias y se deja para después el esfuerzo de compensar adecuadamente las carencias que ello implica en la vida de los más jóvenes.
La infancia triste será una de las peores caudas de esta situación incomprensible a la cual nos enfrentamos sin herramientas propias. Vamos hacia adelante a ciegas, avanzando y retrocediendo a medida que el estamento científico tantea, a ciegas, un esquema apropiado de conducta. En medio se deslizan los miedos, las desconfianzas y la sospecha de que ya nada volverá a ser como antes. Sin embargo, como adultos acostumbrados a las dificultades propias de un sistema cada vez más hostil, poseemos la capacidad de adaptación. Otra cosa es la perspectiva para las niñas, niños y adolescentes privados de los recursos esenciales para desarrollar todo su potencial. Vivir confinados, estudiar frente a una pantalla -eso, para los más privilegiados- o compartir a duras penas con sus hermanos un teléfono celular para comunicarse con su maestra mientras se les impide jugar con sus amistades y se les mantiene privados de los estímulos de una vida al aire libre, es una fuente constante de frustración y tristeza. Las consecuencias de este nuevo esquema son imprevisibles.
Hay que pensar en cómo adecuar lo de hoy para no afectar el mañana.
Que gran reflexión, poco nos ponemos a pensar en las múltiples consecuencias de esta nueva normalidad y lo que la pandem9ia a traído, el mundo adulto se preocupa por las consecuencias en el terreno económico, pero este artículo invita a tener empatía por los más afectados por esta situación, gracias por este artículo
Estimada Alba Luz, muchas gracias por su comentario. Efectivamente, el daño psicológico en adolescentes es un tema profundamente complejo y requiere atención no solo del entorno familiar, sino de la red institucional de cada país. En la actualidad el índice de suicidios en ese grupo etario aumenta de modo acelerado.
El artículo es impactante en su trascendencia hacia el análisis de las consecuencias que traerá la pandemia en estos niños y niñas cuando crezcan. Las personalidades serán solitarias, regirán los pensamientos internos y los miedos sociales serán parte del día a día al no tener las habilidades sociales suficientes para defenderse de sus medios. Sin embargo, los menores de edad que más me preocupan son las y los adolescentes que hoy día tenemos en casa y que viven sus cambios para ser adultos en encierro, donde las ideas suicidas están revoloteando por salir a la espera de querer cubrir los estándares que el internet les maneja como ideal del yo, imágenes de otros países que marcan la delgadez, el color de su piel y los deseos de éxito desde la economía personal y social. Gracias por su artículo, mucho para reflexionar…