Elena Apilánez Piniella.
PhD Student Doctorado IIEDG-URV “Programa de Doctorado en Estudios de Género: culturas, sociedades y políticas”. Institut Interuniversitari d´Estudis de Dones i Gènere (https://www.iiedg.org/es) y Universitat Rovira i Virgili. Tarragona, Cataluña.
https://orcid.org/0000-0001-
elenaapilanez@estudiants.urv.
Recibido: 04/02/2020 – Aceptado: 25/05/2020
Resumen: Durante muchas décadas el pensamiento feminista se ha preocupado por conceptualizar nociones fundamentales, con el fin de convertirlas en categorías políticas desde las cuales abordar análisis complejos y críticos de la realidad social. El concepto de “revolución” es una de esas nociones que ha sido reiteradamente utilizada para describir la transformación radical que el feminismo aspira a lograr en todas las sociedades del mundo. En este ensayo se presenta el esfuerzo desarrollado por feministas socialistas y radicales de la “Segunda Ola” (Zillah Eisenstein, Shulamith Firestone, Juliet Mitchell, Sheila Rowbotham y Bayta Weinbaum, entre otras), con la ambición de dar forma a esa genealogía de pensadoras y militantes feministas que nutren la praxis del movimiento feminista transnacional.
Palabras clave: feminismo, revolución, Segunda Ola.
The revolution is simmering. A review of the notion of revolution in the light of feminist thinking in the Second Wave
Abstract: For many decades feminist thought has been concerned with conceptualizing fundamental notions in order to turn them into political categories from which to approach complex and critical analysis of social reality. The concept of «revolution» is one of those notions that has been repeatedly used to describe the radical transformation that feminism aspires to achieve in all societies in the world. This essay presents the effort developed by the socialist and radical feminists of the “Second Wave” (Zillah Eisenstein, Shulamith Firestone, Juliet Mitchell, Sheila Rowbotham y Bayta Weinbaum, among other) with the ambition to shape that genealogy of feminist thinkers and militants who nurture the praxis of the transnational feminist movement.
Keywords: feminism, revolution, Second-Wave feminism.
La revolución será feminista o no será…En 2011, en el centro de Madrid, el slogan resuena y se corea diariamente. Aparece en las pancartas de las colectivas feministas activas en la organización del movimiento social que mayor cantidad de gente siguió, y que mayor cantidad de literatura sociológica académica y periodística generó en las últimas décadas en España: el “15M”. Su reiteración no fue casual: tomaba fuerza a resultas del abucheo sufrido por los grupos feministas en el momento en que varias chicas colgaban una gran pancarta en una de las salidas de Metro en la Puerta de Sol en Madrid, espacio emblemático para el 15M y en el que se mantuvo una acampada ciudadana durante decenas de días (Galdón, 2012, pp. 50-51)((Carmen Galdón (2012, pp. 49-59) recoge las vivencias de la Comisión de Feminismos Sol en su investigación al respecto, así como las percepciones que sus integrantes tenían sobre la revolución y por qué consideraban fundamental agregarle el calificativo de “feminista”. Galdón describe el proceso de constitución de la Comisión impulsada por mujeres feministas militantes (sic) “cuando tras la Asamblea General del 19 de mayo muchas feministas presentes constatan que en todas las propuestas que se habían recogido y que se leyeron, no se había introducido NINGUNA cuestión o propuesta feminista (Comisión de Feminismos Sol: 2011)”. En este mismo sentido, Galdón (2012, pp. 50-51) recoge la descripción que hace Shangay Lily (Enrique Hinojosa) en un artículo publicado en el Blog que mantenía en Público.es hasta su fallecimiento en abril de 2016 y que describe una de las vivencias más bochornosas y vergonzosas que se recuerdan de los tiempos de la acampada en la Puerta del Sol en Madrid (puede consultarse el artículo completo aquí: https://blogs.publico.es/shangaylily/2011/05/30/la-revolucion-sera-feminista/ ).)).
Más de treinta años antes de que en la Puerta del Sol de Madrid se hiciera visible que la revolución “tenía” que ser feminista o no ser, Bayta Weinbaum ya había aclarado que, pese a los impulsos de los procesos revolucionarios de los siglos XIX y XX inspirados en la doctrina socialista:
Encontramos que es más fácil y más cómodo aplazar la «cuestión de la mujer» con la esperanza de que aunque el sexismo sea malo ahora, después de la revolución, de alguna manera, todo irá mejor. (…) Sin embargo, la noción marxista de revolución -y no una visión por encima de la revolución feminista- ha sido el concepto que ha motivado el cambio en estas sociedades. Consecuentemente, a medida que se empaña la brillantez del futuro socialista, estamos obligados a clarificar nuestro propio concepto de revolución feminista. (Weinbaum, 1984, p. 5)((La primera edición en inglés de este estudio se publicó en 1978; por ello se habla de treinta y tres años de diferencia entre los planteamientos de Weinbaum sobre la revolución feminista y las demandas “a gritos” de las feministas en Sol durante las movilizaciones del 15M en Madrid.))
Una rápida ojeada histórica puede llevar a concluir que las mujeres no han tenido una buena relación con la revolución y que los procesos revolucionarios de los últimos tres siglos les fueran totalmente ajenos o, incluso, extraños. Sin embargo, nada más lejos de la realidad, ya que las mujeres y las jóvenes participaron de manera masiva en la mayor parte de los eventos revolucionarios de la modernidad. Ahora bien, cuando las feministas colocan la lupa en el estudio de estos procesos revolucionarios, es para advertir que las mujeres, individualmente y como colectivo, han tenido enormes dificultades para participar en la definición de las estrategias políticas o, en última instancia, de los fines mismos de las acciones; y, cuando lo han hecho, han sido duramente atacadas, directamente expulsadas o, en el mejor de los casos, consideradas como ‘acompañantes’ perfectas para el cuidado de los ejércitos revolucionarios.
La lectura masculina de las revoluciones ha optado por un tipo de análisis histórico que muestra una idea patriarcal sobre cómo ha sido la presencia de las mujeres en los procesos revolucionarios, principalmente en los estudiados desde finales del siglo XVIII. Bayta Weinbaum recoge las conclusiones de las investigaciones realizadas por algunas de sus colegas marxistas, así como las reflexiones de mujeres contemporáneas de dichas revoluciones((Weinbaum (1984) menciona, entre otros, los estudios de Julia Kristeva (1977), Sheila Rowbotham (1972), Marilyn Young y Roxane Witke (1976), Ding Ling (1942), Delia Davin (1974) o las propias Rosa Luxemburg (1900), Emma Goldman (1906) y Alexandra Kollontai (1913).)), para dar cuenta del fracaso de los esfuerzos de las mujeres por su liberación tras los procesos revolucionarios más determinantes del siglo XX en Rusia y en China, principalmente en lo que se refiere a liberación sexual, estructura y modelo de familia y matrimonio, aborto y otras cuestiones fundamentales en una concepción feminista de la revolución. La modelación y moderación -casi, podría decirse, reaccionaria- que se expresa en las políticas de Estado, pocas décadas después de culminar el proceso de la toma del poder político (la clásica etapa de la revolución política), es expresada en los siguientes términos por Weinbaum:
Tal atrofia en el pensamiento ha estado históricamente asociada con el reformismo en la tradición socialista. Del mismo modo que no encontramos nada revolucionario en el concepto evolutivo socialista de «crecimiento» automático gradual de la igualdad de la mujer, no hay nada de revolucionario en el incipiente pensamiento económico socialista sobre el desarrollo de un orden comunista superior paso a paso, a través de procesos separados, que sólo arroja luz sobre el hecho de que revolucionario y socialista no son en modo alguno términos que deban de considerarse sinónimos. (Weinbaum, 1984, p. 53)
Quizás por ello, y quizás por el hecho de que cuando se desarrollan los procesos revolucionarios socialistas de los siglos XIX y XX, las mujeres ni podían votar ni ser elegidas, la posición feminista sobre la teoría y la práctica de la revolución no ha sido objeto de más amplia reflexión hasta las últimas décadas, principalmente a partir de los estudios realizados por feministas de las corrientes radical y socialista durante el movimiento de liberación de las mujeres de fines de los años 60 y los años 70 del siglo XX. Previamente, tan solo algunas pensadoras socialistas y anarquistas del siglo XIX -y, unas décadas antes, sus predecesoras revolucionarias francesas-, han hablado de la revolución desde un marco teórico feminista, para caracterizar el cambio radical que supondría un proceso revolucionario: ¿qué significa la liberación de las mujeres?, ¿cómo imaginar un mundo distinto para las mujeres?, ¿qué mundo es este?, ¿quién liderará el cambio?
El pensamiento feminista contemporáneo reconoce desde hace décadas la importancia de reconstruir la trayectoria de la discusión en torno a la noción de revolución y qué significados adquiere esta para las mujeres, entendida como transformación radical de lo político, lo social y lo ideológico, junto a la metamorfosis del sistema económico y de los aspectos más nimios de la cotidianeidad y de las propias vidas. En este sentido, algunas de las corrientes anarquistas y radicales de fines del siglo XVIII y principios del XIX, han aportado ideas verdaderamente liberadoras para las mujeres, al poner bajo sospecha a las instituciones sociales que mantenían restricciones a su libertad, entre las que se encontraba el matrimonio y el amor o, de manera más concreta, la forma tradicional de las relaciones amorosas monogámicas, heterosexuales e intrínsecamente vinculadas al contrato matrimonial. Para Sheila Rowbotham (1978, p. 66), la idea radical sobre el amor y su desprecio hacia cualquier tipo de romanticismo al respecto, “se introdujo en la tradición revolucionaria y quedó unido a las ideas sobre la liberación de la mujer”. Por otro lado, también estaba claro que todo proceso revolucionario que se preciara de serlo, como el ruso, el chino y el cubano, habría de “organizar de nuevo el problema de la reproducción además del de la producción” (Ibídem, p. 214) y ello no suponía solamente pensar en aspectos referidos a la organización de las relaciones familiares o el cuidado de la prole, sino en las propuestas dirigidas a transformar radicalmente la institución familiar para que fuera posible la emancipación socio-afectiva y la autonomía económica de las mujeres como grupo.
A partir de la prolífica interacción feminista de fines de los años 60 y durante toda la década de los años 70, Bayta Weinbaum (1984) desarrolla su posición respecto a, en primer lugar, si era o no conveniente utilizar las categorías del análisis marxista para explicar la situación de opresión de las mujeres; en segundo lugar, si estas eran pertinentes y qué limitaciones presentaban; y, en tercer lugar, de qué manera se ordenarían las formas de opresión principales en las sociedades capitalistas modernas, es decir, cuál es, en última instancia, el orden de aparición de las opresiones de clase y sexo (y, simultáneamente, de raza) y si son un problema principal o un mero efecto. Para las pensadoras feministas socialistas y radicales de la Segunda Ola, la resolución de estas cuestiones fue fundamental para establecer la dirección estratégica pertinente al movimiento feminista y a las propuestas concretas contenidas en las agendas revolucionarias feministas. Las discusiones al respecto se extendieron durante años entre Margaret Benston (1969), Eleanor Leacock (1972), Kate Millet (1975), Mariarosa Dalla Costa (1975), Shulamith Firestone (1976), Sheila Rowbotham (1978), Amy Bridges (1980), Heidi Hartman (1980), Zillah Eisenstein (1980), Nancy Hartsock (1980) y la propia Bayta Weinbaum (1984). De manera más compleja, estos debates fueron ampliados principalmente por Ángela Davis (1981) y bell hooks (1981) en el marco de la corriente estadounidense del llamado feminismo negro con una fuerte presencia en la Segunda Ola estadounidense.
En 1974, Ti-Grace Atkinson publica su “Amazon odyssey” en el que defiende la tesis de la revolución feminista a partir de la reapropiación, por parte de las mujeres, de sus propios cuerpos; esta reclamación de dueñidad es recuperada por Bayta Weinbaum unos años después y es, seguramente, uno de los aspectos fundamentales para la comprensión de la categoría de revolución a la luz del pensamiento feminista radical de la Segunda Ola:
Las mujeres debemos hacernos con el control de nuestras propias propiedades productivas: nuestros úteros. Así, el control de su cuerpo por la mujer constituye la base física, material, de una revolución feminista; y muchas cuestiones aisladas son tácticas de cara a esta visión estratégica: reforma del aborto, resistencia a la violación, lucha contra la violencia doméstica, protesta contra la alienación de nuestros cuerpos por el sistema médico. (Weinbaum, 1984, p. 20)
Para estas pensadoras y militantes de la Segunda Ola, no era suficiente describir la revolución y lo revolucionario en términos de relaciones conflictivas entre clases sociales, sino que fue preciso dar una vuelta de tuerca a dicho contenido, radicalizándolo e incluyendo la liberación sexual de las mujeres y de lo entendido socioculturalmente como “femenino” con el fin de, entre otras cuestiones, destruir la homologación entre poder político, poder económico y control del acceso sexual a las mujeres. Tal como Zillah Eisenstein (1980, p. 30) mantiene, desde una postura profundamente socialista, “[s]in lugar a dudas, la sexualidad es la opresión específica de las mujeres”.
La propia Eisenstein (1980, p. 50)((La cursiva es literal del original.)) trae a colación su crítica sobre la utilización de la teoría marxista para establecer el marco de referencia en los análisis feministas y aclara que, “debemos de utilizar el método transformado para comprender los puntos de contacto entre la historia patriarcal y la historia de clase y para interpretar la dialéctica entre sexo y clase, sexo y raza, raza y clase y finalmente, sexo, raza y clase” de manera que sea posible ver “la supremacía masculina (…) como un proceso o como una relación de poder”. En un sentido muy similar, Nancy Hartsock (1980) defiende la cualidad revolucionaria del feminismo al explicar que, en tanto en cuanto la adscripción al feminismo muda nuestra posición personal y esta, a su vez, se modifica en función y en relación a nuestras posiciones sociales, ello da como resultado una transformación de nuestras relaciones sociales teniendo en cuenta que estas se moldean en el marco de, al menos, tres sistemas de ordenamiento jerárquico de la realidad social: el capitalista, el patriarcal y el colonial:
El feminismo nos lleva a oponernos a las instituciones del capitalismo y de la supremacía blanca así como al patriarcado (ya que) al llamar la atención sobre las experiencias específicas de los individuos, el feminismo llama la atención sobre la totalidad de las relaciones sociales, sobre la formación social como un todo. Un modo feminista de análisis deja claro que el patriarcado, el capitalismo y la supremacía blanca, las formas de interacción social y el lenguaje existen todos para nosotros como determinaciones históricas. Nuestras vidas diarias son la materialización en un plano personal de las características de la formación social como un todo. (Hartsock, en Eisenstein, 1980, p. 67)
El aporte de Hartsock permite transcender los límites del concepto clásico de revolución emplazando a la noción misma a una renovación: la integración de los sistemas de opresión patriarcal y colonial en la definición del proceso que lleva al cambio radial del orden social como totalidad o, en última instancia, a su destrucción. Esta cuestión es tratada con mayor profundidad en los ensayos de Selma James y Mariarosa Dalla Costa compendiados en 1972. En estos, además de la defensa de la actividad productiva de las mujeres desarrollada a través de la reproducción de la fuerza de trabajo, se reflexiona en torno a los vasos comunicantes entre la explotación de las mujeres campesinas o indígenas de América Latina, y la explotación de las mujeres en áreas urbanas bajo la denominación de “amas de casa”, apelando a la profunda interconexión existente entre la diversidad de situaciones de opresión en el marco de un sistema capitalista internacional y globalizado. En el mismo sentido, se ponen en evidencia las relaciones de explotación y de control reproductivo de las mujeres (y sus cuerpos) en función de si estas habitan territorios en los que “nuestro producto, la fuerza de trabajo, está sobrepoblando (…) el Estado, en la forma no armada de fundaciones Rockefeller o en la forma no armada de tropas y expediciones nativas o extranjeras, procura regular nuestra productividad” (James y Dalla Costa, 1975, p. XIV): a lo que se refiere, en este caso, Selma James en su Prólogo a la edición latinoamericana de 1975, es a la internacionalización de la regulación de la función reproductiva de las mujeres en función de las necesidades del capital.
Las ideas de Selma James suponen tomar en cuenta las muy amplias conexiones entre las situaciones concretas de las mujeres y la abstracción teórica que describe y analiza la articulación entre los sistemas patriarcal, capitalista y colonial, ya que los tres comparten una característica que ha determinado las estrategias de actuación transnacional del movimiento feminista; a saber, el carácter global de dichos sistemas hace necesario y cada vez más urgente llevar a la práctica el internacionalismo feminista y actuar sobre los circuitos de estos sistemas y sus correas de transmisión. De hecho, para James (1975, p. XVI), “nuestras necesidades y nuestros deseos son internacionales y universales: ser libres, libres del trabajo que nos ha extenuado por siglos, libres de la dominación de los hombres y de depender de ellos”. Estas ideas, planteadas con fuerza en los años 70, son recuperadas de manera profundamente dialéctica por las colectivas feministas contemporáneas latinoamericanas y europeas que protagonizan las vanguardias del ciclo de visibilidad fuerte del movimiento feminista, y aparecen como un elemento imprescindible para dar cuenta del internacionalismo que nuclea el carácter revolucionario del actual ciclo de acción contenciosa del feminismo.
La conceptualización feminista de la revolución, si bien difiere del contenido marxista o anarquista clásico, en su esencia comparte con estos la referencia a la transformación total del orden establecido (que se fundamenta en relaciones de dominación, explotación y opresión), pero concibiendo la realidad social como un todo complejo que requiere teorizar sobre “las estructuras históricas que moldean nuestras vidas (y) plantean preguntas a las que debemos responder y definir así las posibilidades inmediatas para el cambio” (James y Dalla Costa, 1975, p. 67). Para las teóricas feministas de las corrientes radical y socialista-marxista de las décadas de los años 60 y 70, el orden social patriarcal descansa, principalmente, en la explotación del cuerpo de las mujeres y en la exacción de los servicios y productos que ofrece en beneficio de los hombres, en beneficio del sistema económico capitalista que le acoge, y en beneficio del sistema de relaciones de poder internacionales basadas en un orden colonial que perpetúa estas relaciones de explotación y de opresión.
Para dar cuenta de la relación dialéctica capitalista-patriarcal que se refuerza entre la estructura de clases y la estructura sexual, Zillah Eisenstein (1980, p. 33) sostiene que “ni el capitalismo ni el patriarcado resultan sistemas autónomos o idénticos, sino que son, en la forma que cobran actualmente, mutuamente dependientes”. Eisenstein (Ibídem) defiende la necesidad de incluir un tercer factor que lleve a un análisis más complejo del sistema de opresiones, al menos, en el marco de la corriente feminista socialista: la raza, y dejando claro que “la opresión y la explotación no son conceptos equivalentes en lo que se refiere a las mujeres y a los miembros de las razas minoritarias, como lo eran para Marx y Engels”. Para Eisenstein, entonces:
El poder -o su inversa: la opresión- deriva del sexo, la raza y la clase, y esto se manifiesta a través de las dimensiones materiales como de las dimensiones ideológicas del patriarcado, el racismo y el capitalismo. La opresión refleja las relaciones jerárquicas de la división sexual y racial del trabajo y de la sociedad.((De ahí que la propuesta de Eisenstein sea la de modelar las características de lo que ella denomina el “patriarcado capitalista” aun reconociendo las limitaciones que presenta su análisis al dejar fuera del modelaje la opresión racial.)) (Eisenstein, 1980, p. 34)
Entre las producciones teóricas y militantes de las feministas de las corrientes radical y marxista-socialista de los años 60 y 70 es común encontrar amplias, profundas y bien fundamentadas críticas a las teorías clásicas de la revolución, que en las décadas anteriores no se han percatado (o no han querido hacerlo) de la importancia transcendental que para la estrategia revolucionaria feminista tenía el análisis de la opresión de las mujeres y de la opresión de los pueblos colonizados y explotados. Juliet Mitchell (1977, p. 78)((La publicación original en inglés es de 1971.)), por ejemplo, asegura, a principios de los años 70, que “no existe teoría o estrategia revolucionaria alguna que le conceda un lugar concreto a la opresión y liberación de la mujer”; y, más aún, concluye que ello ha sido debido a que:
Las demandas políticas hechas por la mujer pueden tener acomodo dentro del sistema prevaleciente, y por lo tanto, son reformistas. En otras palabras, la idea de que la mujer debe esperar hasta después de la revolución, tiene si acaso, un lado aún más pernicioso: lo que pides ahora son meras reformas y puedes conseguirlas con más o menos facilidad. (Mitchell, 1977, p. 78)
Mitchell insiste hasta la saciedad sobre el peligro estratégico de creer que el derrocamiento del capitalismo llevará automáticamente a la transformación del sistema patriarcal ya que, más allá del sistema de explotación material (de clase) existe un sistema ideológico que, en palabras de Eisenstein (1980, p. 35), forma “un tejido interno” que solo es posible identificar cuando se plantea de manera más compleja el análisis de las relaciones sociales en las que intervienen simultáneamente bases materiales, ideológicas e institucionales. Y es este análisis, precisamente, el que se incorpora cuando de pensamiento feminista se trata.
La discusión que desarrolla Mitchell en torno a qué grado de reformismo puede aplicarse en el proceso de la revolución feminista actualiza las reflexiones de Rosa Luxemburg en torno a cómo plantear el proceso revolucionario y cómo definir las acciones de reforma, criticando las posturas profundamente reformistas del socialdemócrata Eduard Bernstein; en palabras de la propia Luxemburg:
La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de desarrollo histórico que puedan elegirse a voluntad del escaparate de la historia, así como uno opta por salchichas frías o calientes. La reforma legislativa y la revolución son diferentes factores del desarrollo de la sociedad de clases. Se condicionan y complementan mutuamente y a la vez se excluyen recíprocamente, como los polos Norte y Sur, como la burguesía y el proletariado. (Luxemburg, 2009, p. 88)((Esta discusión se encuentra desarrollada en el texto de Luxemburg “La conquista del poder político”.)).
El contenido revolucionario de las reflexiones sobre la cuestión de la opresión de las mujeres desde los tiempos de la Revolución Francesa, y durante prácticamente todo el siglo XIX hasta el momento en que toman fuerza y se internacionalizan las vindicaciones sufragistas, se concentraba en aspectos que en la modernizada Europa resultaban escandalosos pese a las ideas filosóficas de la Ilustración y los rebufos de libertad emanados de la Revolución Francesa. Muchas décadas antes de que el feminismo pudiera concebirse como movimiento social orientado a la transformación radical del orden social patriarcal, las ideas sobre la independencia y la autonomía de las mujeres respecto de los hombres, del estado, y de las instituciones que ejercían tutela sobre estas (la Iglesia Católica, principalmente) llenaban de contenido el ideario revolucionario que las teóricas y pensadoras de vanguardia, en diversos territorios de Europa, Estados Unidos y América Latina, comenzaban a formular en términos propiamente feministas, de manera ordenada y sistemática y con una orientación clara hacia la liberación concebida como la vindicación absoluta del “ser” persona.
La propia Rowbothan (1978, p. 81), aun con la visión crítica que la caracteriza, sostiene que “esta lucha por encontrar una identidad independiente en lugar de buscarla a través de la actividad del hombre, se convertiría en un tema crucial del feminismo”, incluyendo la exigencia de transformación y corrección del lenguaje que, en todo momento, aludía a la inferiorización de las mujeres y lo femenino. Para las pensadoras feministas de mediados del siglo XIX, estaba claro que la contradicción dialéctica se encontraba en el antagonismo entre los sexos y ello requería un cambio radical del orden social de tal forma que permitiera la liberación de las mujeres como grupo. Esta contradicción se recupera y adquiere profundidad varias décadas más tarde en las diversas expresiones del movimiento de liberación de las mujeres, y es a la que alude de forma explícita Shulamith Firestone (1976, p. 20) cuando sostiene que “el objetivo final de la revolución feminista no debe limitarse -a diferencia de los primeros movimientos feministas- a la eliminación de los privilegios masculinos, sino que debe alcanzar la distinción misma de sexo”.
La liberación sexual y reproductiva de las mujeres, que derivará en la emancipación total, es parte del contenido feminista que las corrientes socialista y radical han aportado a la noción de revolución; el paralelismo que elabora Firestone al respecto, partiendo del pre-supuesto de que las mujeres como género conforman una clase, no deja lugar a dudas respecto de estos posicionamientos:
[P]ara asegurar la eliminación de las clases sexuales se necesita una revuelta de la clase inferior (mujeres) y la confiscación del control de la reproducción; es indispensable no sólo la plena restitución a las mujeres de la propiedad sobre sus cuerpos, sino también la confiscación (temporal) por parte de ellas del control de la fertilidad humana -la biología de la nueva población-, así como todas las instituciones sociales destinadas al alumbramiento y educación de los hijos. (Firestone, 1967, p. 20)
No es de extrañar que la vinculación existente entre la ansiada liberación (total) de las mujeres y la revolución social fuera un tema recurrente para las pensadoras y teóricas feministas que se ocuparon de ello a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, puesto que diversos acontecimientos históricos obligaron a que la cuestión de la opresión de las mujeres formara parte de las discusiones sobre los contenidos y las estrategias revolucionarias, principalmente entre aquellas (y aquellos) vinculadas al anarquismo y al marxismo. Tras los momentos revolucionarios de 1848, durante las siguientes décadas hasta finalizar la época decimonónica y, de forma más evidente, a partir de la acción colectiva feminista transnacional, resultante de la actividad sufragista, desde los años 70 del siglo XIX, parecía claro que los movimientos revolucionarios habrían de dar cuenta de la cuestión de la opresión de las mujeres más allá de la revolución social, política o económica que las tradiciones marxistas y anarquistas habían postulado y alentado como estrategias radicales para el cambio social.
No solo era preciso explicar de manera convincente, sino también muchas feministas militantes socialistas, anarquistas y sufragistas debían de argumentar adecuadamente sobre la opresión de las mujeres que nadie quería ver; la cuestión se centraba en reiterar que esta opresión, no es que fuera específica, sino que, más bien, habría de reconocerse como anterior a la conformación del sistema capitalista y de las relaciones de explotación entre las clases sociales. Este reconocimiento suponía no solo la necesidad de modificar el contenido y el significado de la noción de revolución en los términos ya comentados más arriba sino de introducirlo en toda su extensión en el proceso revolucionario; pero ello significaba reconocer las contradicciones internas del propio proceso y de sus estrategias. Rowbothan (1978, p. 174) reconoce, tras un largo análisis sobre la presencia de las mujeres obreras en las experiencias sindicalistas y fabriles de mediados del siglo XIX, que “el feminismo revolucionario ha sido más débil en la teoría y en la práctica que la corriente principal de la izquierda” ya que han sido siempre -y en casi todo lugar- los hombres quienes han ocupado la dirigencia y tomado tanto las decisiones estratégicas como los desarrollos teóricos que orientaron los procesos revolucionarios desde fines del siglo XVIII.
Toda una memoria larga de militancia revolucionaria de las mujeres fue escribiéndose en Europa entre 1789 y 1871; en este caso, tal como Rowbotham describe, las mujeres que participaron en la Comuna de París entre marzo y mayo de 1871, recordaban que un par de décadas antes, en febrero de 1848, lo habían hecho sus madres y abuelas; y más aún, que casi cien años antes sus ancestras había reclamado pan a las puertas de Versalles. Sin embargo, esta participación dio paso y se simultaneó con otra revolución en la que las mujeres habrían de resistir la acometida de la tradición patriarcal de sus compañeros revolucionarios:
Así, cuando en 1792 se formaron los batallones de mujeres durante la Revolución Francesa, los hombres se opusieron. Al desafiar el derecho exclusivamente masculino al patriotismo y a la gloria, las mujeres revolucionarias dieron un paso hacia cierta forma de feminismo. En 1871 se produjeron sucesos semejantes, en los que el intento de participar en pie de igualdad en la lucha revolucionaria dio lugar a una conciencia feminista. (Rowbotham, 1978, pp. 155-156)
Para la autora, por tanto, el sentido revolucionario del feminismo tiene una relación directa con el enfrentamiento entre las mujeres, como colectivo, y los planteamientos patriarcales vinculados a las relaciones entre los sexos que abarcaban mucho más allá de las relaciones entre las clases sociales; en este mismo sentido revolucionario se incluiría, ya desde fines del siglo XVIII y de manera recurrente, la ambición de la liberación personal, sexual y los presupuestos del amor y la unión libre: los planteamientos feministas denunciarían una relación directa e instrumental entre el modelo de familia patriarcal, con la base económica que sostenía el capitalismo y la agenda clásica de los procesos revolucionarios que estaban centrados en la transformación económica de las sociedades. En efecto, tanto Rowbotham como Mitchell y Weinbaum demuestran en sus revisiones históricas que la forma de familia tradicional es también el sostén de las nuevas sociedades organizadas tras las revoluciones rusa y china, principalmente; las autoras identifican esta contradicción como una vuelta de tuerca reaccionaria hacia posturas patriarcales y de control de las mujeres dentro del mismo proceso revolucionario -o, más bien, post revolucionario- en lo referido a su capacidad reproductiva y en el sentido simbólico dado a la unidad familiar como núcleo fundamental de la nueva sociedad.
La importancia de la destrucción del orden familiar tradicional como base material (y simbólica) de la contradicción entre la opresión de las mujeres y los procesos revolucionarios de los siglos XIX y XX en Occidente es también analizada en la tesis desarrollada por Bayta Weinbaum a fines de los años 70. Weinbaum estructura y da significado a las unidades que forman la familia tradicional, presentando una postura crítica con las formulaciones marxistas que abstrajeron las condiciones de sexo y edad en la construcción del sujeto “trabajador individual” como varón y adulto, y que anularon tanto las condiciones previas de opresión en las que ya se encontraban las mujeres y la prole, como sus relaciones individuales en el marco de una institución que da soporte material al sistema capitalista como la familia; su análisis toma como base algunas de las categorías de parentesco:
La ventaja de usar términos de parentesco en lugar de la distinción casado/soltero es que cada categoría de individuos viene definida en relación con otras categorías de individuos, y no en relación con la estructura en la que se relacionan. La ventaja de los términos de parentesco sobre la distinción de la edad es que la edad se aproxima a la relación con la familia, pero no siempre es su equivalente. (…). Igualmente importante es que con estos términos podemos explorar la historia de los que no son heterosexuales, que legalmente no pueden casarse o formar una familia. Así, podemos examinar la economía por medio de las categorías de parentesco, aun cuando la estructura de la familia individual esté cambiando o se esté resquebrajando. (Weinbaum, 1984, p. 105)
La historia del movimiento feminista y de quienes le han provisto de teoría, hacen aparecer de manera recurrente la necesidad de una teoría feminista propia sobre la revolución, dando a entender que, tal como Mitchell (1977, pp. 81-82) advierte, “no podemos, en la liberación de la mujer, depender en ningún sentido de análisis desarrollados previamente; sólo podemos utilizarlos con objeto de modificarlos y ampliarlos” e interpelan a los teóricos de tradición marxista y anarquista por su despreocupación en no haber tratado como se merece el problema de la opresión de las mujeres. No obstante, la propia autora reconoce que es posible hacer un uso adecuado de los aportes científicos que sean necesarios y, de esta forma, utilizar, por ejemplo, el “socialismo científico como método para analizar la naturaleza específica de nuestra opresión y, por lo tanto, nuestro papel revolucionario” (Mitchell, 1977, p. 100).
En los momentos de mayor visibilidad de la acción contenciosa feminista transnacional de los años 70 del siglo pasado, Mitchell (1977, p. 101) reconocía que “el movimiento de liberación de la mujer se encuentra en la etapa de organizar el «instinto» de nuestra opresión como mujeres, hacia una conciencia de su significado”; en efecto, los años de la Segunda Ola dan cuenta de una inmensa producción teórica cuyo fin, en última instancia, fue precisamente llegar “a comprender las condiciones objetivas que determinan esta opresión” para orientar la acción revolucionaria feminista aunque, “por el momento, el «instinto» esencial coexiste con las posibilidades de transformarlo en una conciencia racional”. Ello impelía a las feministas militantes radicales y socialistas que formaban parte de la vanguardia transnacional en Estados Unidos, Inglaterra o Francia, a producir teoría a gran velocidad sobre las causas que se encontraban en la base de la subordinación y que sostenían la opresión milenaria de las mujeres como colectivo, al mismo tiempo que participaban -como las más entusiastas militantes- en las acciones de visibilidad más variopintas que mostraban al gran público las contradicciones del orden patriarcal y ponían en entredicho todo el sistema de relación entre los sexos, incluyendo la búsqueda de libertad sexual, la querella contra la objetivación y la explotación para fines eróticos y pornográficos de los cuerpos femeninos, la demanda de libre decisión en cuanto a la maternidad, la resistencia contra las manifestaciones bélicas y la proliferación nuclear, la acción no sindical para reclamar condiciones laborales dignas, la insumisión a las tareas reproductivas, la defensa del amor libre y un sinfín de reclamaciones y vindicaciones que, a cincuenta años vista siguen apareciendo en las demandas colectivas feministas como de una cruenta actualidad.
Como ya ha expresado el pensamiento feminista de manera persistente a lo largo de las últimas cinco décadas, es posible observar una relación directa entre el grado de transformación de la división sexual del trabajo y la modificación de las condiciones materiales para la solución de la reproducción, el cuidado y las tareas domésticas de manera que las mismas provean de tiempo y disminuyan la responsabilidad -material y simbólica- de las mujeres en el conjunto de la sociedad. Sin embargo, para las feministas socialistas y radicales de la Segunda Ola, las transformaciones de las condiciones materiales no son suficientes para garantizar la transformación social del orden patriarcal, tal como se ha analizado en los procesos revolucionarios emblemáticos para el siglo XX (Rusia, Cuba, etc.): la fuerza de contención reaccionaria de carácter patriarcal que aparece de manera recurrente tras los momentos revolucionarios debilita profundamente la posibilidad de transformación social directamente relacionada con la liberación sexual, erótica y reproductiva de las mujeres y lo tradicionalmente considerado como propiamente femenino. Rowbotham plantea, para el caso de las dos décadas posteriores a la revolución cubana, que:
El concepto tradicional de masculinidad hace que todo hombre se sienta amenazado por el más mínimo aumento de control por parte de las mujeres, que él sólo interpreta como pérdida del suyo. En Cuba, ser capaz de dejar a una mujer encinta se considera todavía como prueba de virilidad del hombre. (Rowbotham, 1978, p. 340)
El comportamiento masculino de poder “que fija continuamente límites a la liberación sexual de las mujeres” (Rowbotham, 1978, p. 341) y la hostilidad que conlleva la presencia de mujeres y de lo considerado como propiamente femenino en el espacio político y productivo, se repite de manera recurrente en la práctica totalidad de los procesos revolucionarios desde fines del siglo XVIII y a lo largo de los dos siglos siguientes hasta la actualidad, tanto en Europa como en Estados Unidos y América Latina y, por ello, el contenido del concepto de revolución a la luz del pensamiento feminista adquiere un doble significado; por una parte, comparte con el contenido clásico la característica fundamental del cambio y la transformación para la liberación y, por otra, incluye la destrucción del “autoritarismo sexual” (Rowbotham, 1978, p. 158) característico del comportamiento patriarcal masculino que emerge con mayor o menor contundencia una y otra vez en los momentos en que las mujeres, como grupo, proponen que su liberación también es parte de la transformación del orden social y, por ello, actúan colectivamente en tal sentido articulando de manera simultánea dos conductas revolucionarias cuyo fin es el mismo: la liberación (de nosotras, también). Esta dialéctica del sexo, en palabras de Shulamith Firestone (1976), supone la urgencia de añadir al concepto de revolución el vocablo “feminista”((En todo caso, de lo que se trataría es de que, en última instancia, no fuera necesario añadir adjetivación alguna puesto que la propia noción de revolución ya contiene el análisis feminista de la misma.)) con el fin de apreciar la contradicción dialéctica inherente a la relación entre los sexos, más allá de la contradicción entre las clases sociales; en efecto:
El que un cambio tan profundo no encaje fácilmente en las categorías mentales tradicionales -las «políticas» por ejemplo- no se debe a la irrelevancia de dichas categorías, sino a su estrechez congénita; el feminismo radical las arrolla. Si existiera un vocablo de contenido más amplio que el de revolución, lo utilizaríamos aquí. (Firestone, 1976, p. 9)
La tensión revolucionaria feminista llevada al extremo, al límite de “lo normalizado” en las relaciones humanas y entre los sexos, es la planteada por Firestone en su análisis materialista de la dialéctica entre los sexos; la propia Mitchell (1977, p. 95) relee a su contemporánea concluyendo que “la base histórica no es el determinismo económico de las clases, sino la división natural de los sexos que la precede” y, por ello, para Mitchell (Ibídem) el planteamiento de Firestone aparece como aquel orientado a defender la transformación total de las bases biológicas que han sustentado el dimorfismo sexual y, sobre este, el sistema de dominación patriarcal: “Así, la revolución no es sólo en contra de una forma de sociedad histórica, específica (por ejemplo, el capitalismo), sino en contra de la naturaleza (y sus manifestaciones que no han logrado trascender la totalidad de la cultura humana)”.
La radicalidad del pensamiento feminista de Firestone se encuentra en su propuesta de forzar los límites del sistema productivo mismo -más allá de los planteamientos socialistas- en cuanto que pone en cuestión el orden social y económico fundamentado en el orden natural y biológico del dimorfismo sexual y el sistema reproductivo que natural, biológica y culturalmente le es propio; la dialéctica del sexo de Firestone, llevada a su extremo, significaría la abolición de la reproducción natural de la especie humana para ser sustituida por una serie de métodos científicos (la reproducción artificial, por ejemplo) que liberarían a las mujeres de la opresión reproductiva y de la opresión de la familia. Desde una posición alterna, Celia Amorós (1985, p. 71) observa que la discusión sobre la “liberación biológica” de las mujeres ha de pasarse a un plano abstracto, ideológico, ya que “el verdadero terreno de batalla es el de la organización de un orden cultural cuya interiorización inconsciente no constituya a la mujer como psicología oprimida y deprimida”; en este sentido, la autora sostiene que:
La polémica en torno al aborto tiene ese trasfondo ideológico: si la mujer decide en cuanto a la reproducción, entonces se reproduce como cultura y no como naturaleza, es decir, no se reproduce ni reproduce como lo que la cultura como ideología patriarcal decreta que es. La reproducción según la cultura -según el logos y no sólo según la carne- implica el control de los procesos naturales por decisiones conscientes y libres, implica reconocer que la mujer es portadora de logos, de juicios de valor acerca del sentido y la oportunidad de una vida que todavía no es sino naturaleza. (Amorós, 1985, p. 219)
Para Firestone (1976, p. 258), además de “la liberación de las mujeres de la tiranía de su biología reproductiva (…) y la ampliación de la función reproductora y educadora a toda la sociedad globalmente considerada”, son necesarias otras tres cuestiones para dar forma al contenido político de la revolución feminista: por un lado, “la plena auto-determinación, incluyendo la independencia económica, tanto de las mujeres como de los niños” (Ibídem, p. 259); por otro lado, “[l]a integración total de las mujeres y los niños en todos los aspectos de la sociedad global” (Ibídem, p. 261); y, finalmente, “la libertad de todas las mujeres y niños para hacer cuanto deseen sexualmente” (Ibídem).
Desde Estados Unidos, la estrategia feminista para ‘acumular fuerzas’ que propone Eisenstein consiste en buscar los espacios comunes, es decir, las intersecciones que se dan en las vidas cotidianas de las mujeres por ser mujeres aun considerando las múltiples categorías de vida:
Si bien hay diferencias reales en la vida diaria de las mujeres, también hay puntos de contacto que proporcionan una base para la organización interclasista. Y aunque deben reconocerse las diferencias (y establecer las prioridades políticas), la lucha feminista comienza de aquella base común que deriva de los papeles específicos que comparten las mujeres en el patriarcado. (Eisenstein, 1980, p. 46)
Y continúa:
Si bien no es posible la organización interclasista en todas las cuestiones que atañen a las mujeres, debido a los propios conflictos de clase entre ellas, sí es posible, en cambio, en torno a problemas como el aborto, el cuidado de la salud, la violación, el cuidado de los niños. Vale la pena intentar este tipo de organización si nos enfrentamos con toda conciencia a nuestras diferencias de clase y establecemos prioridades en términos de ellas en lugar de tratar de ignorarlas. (Eisenstein, 1980, p. 47)
Seguramente, muchas feministas del ciclo actual de visibilidad fuerte, considerarán que la fuente de la discordia está, precisamente, en establecer las prioridades políticas ya que, de alguna forma, son esas prioridades las que dan luz a la llamada agenda feminista no solo en los ciclos de visibilidad en los que la acción contenciosa muestra más abiertamente las demandas hacia la sociedad y hacia las instituciones, sino también en los períodos de latencia en los que se mantiene la tensión entre las diversas formas que puede adoptar la agenda de vindicaciones.
Los aportes de estas teóricas y militantes feministas del movimiento de liberación de las mujeres de fines de los años 60 e inicios de la década de los 70, han sido fundamentales para dar luz a una propuesta de teoría revolucionaria que no solo explique lo que estaba pasando con las mujeres, sino que provea de la serie de elementos y dimensiones en torno a las cuales desplegar los múltiples análisis posibles sobre la opresión de las mujeres y oriente el proceso revolucionario, en este caso, feminista. Para Robwbotham:
La ausencia de una teoría práctica de la acción feminista revolucionaria y de su organización, que mostrara de manera clara la necesidad de luchar en varios frentes en lugar de aislar un aspecto de la opresión, tuvo serias consecuencias. El corolario del aislamiento feminista fue una tendencia entre algunas mujeres revolucionarias y militantes industriales a suavizar, y a veces a camuflar, la opresión específica de la mujer, bien porque creían que ponía en peligro el movimiento y sus causas o porque se veía irresoluble en un futuro inmediato. La tensión que produjo esta contención voluntaria de energía fue corrosiva y destructiva (…). Cada elección parecía ser un asunto estrictamente personal porque no había ninguna teoría a la que pudieran referirse en términos más amplios. (Robwbotham, 1978, pp. 162-163)
Para Mitchell (1977, p. 132), “la liberación de la mujer sólo se puede lograr si todas las cuatro estructuras en que se encuentra integrada, sufren una transformación” y estas “estructuras claves de la situación de la mujer pueden catalogarse de la siguiente manera: producción, reproducción, sexualidad y socialización del niño” (Ibídem, p. 111); una “combinación concreta de estas estructuras produce la unidad compleja de su posición, pero cada estructura por separado puede haber llegado a un momento distinto, en cualquier tiempo histórico dado” (Ibídem). A modo de ejemplo, la cuestión relativa a la posibilidad de optar y tomar una decisión autónoma sobre la maternidad -directamente relacionada con la existencia y disponibilidad de métodos contraceptivos- es, sin duda, de una dramática actualidad en muchos territorios en los que persiste la vigencia del mandato de la sexualidad asociada a la reproducción; la eventualidad de que las mujeres puedan decidir sobre su maternidad, presupone e infiere la separación o, más bien, la disociación entre sexualidad y reproducción y ello deviene en autonomía. En un sentido similar, Bayta Weinbaum (1984, p. 105) concluye que “si los lazos de sexo y supervivencia estuvieran separados, quizá pudiéramos imaginar un medio de superar tanto la sexualidad alienada como el trabajo alienado. Sería, en verdad, una revolución feminista”.
El carácter revolucionario del feminismo, según Nancy Hartsock, viene determinado por tres factores:
1) El concentrarse en la vida cotidiana y en la experiencia convierte a la acción en una necesidad, y no en una elección moral o una opción. 2) La naturaleza de nuestra comprensión de la teoría se altera, y la teoría es llevada a una relación integral y cotidiana con la práctica. 3) La teoría lleva directamente a una transformación de las relaciones sociales tanto en la conciencia como en la realidad debido a su íntima conexión con las necesidades reales. (Hartsock, en Eisenstein, 1980, p. 70)
La reflexión de Hartsock centra el punto de inflexión entre la experiencia individual y la teoría y la práctica revolucionaria feminista (y, por tanto, colectiva) en, precisamente, el proceso que tiene lugar en cada persona para llegar a la comprensión de las experiencias y, por tanto, a la abstracción de las situaciones de la realidad social en las que se padecen las propias opresiones; de esta forma, las experiencias cotidianas de cada quien se ponen en relación comprehensiva con las instituciones sociales y económicas que las producen y que forman parte de los sistemas que dan forma a dicha realidad social.
La propuesta que formula Hartsock ancla su fundamento revolucionario en la agencia de la gente que adquiere conciencia comprensiva y, por tanto, crítica, de su situación y, así, pasa a formar parte del cuerpo colectivo del movimiento: la acción colectiva orientada hacia la transformación de la realidad social como un todo comparte, entonces, una teorización en la que la reflexividad sobre la propia situación adquiere una importancia crucial para completar el proceso de transformación que va de la simple enunciación de la desigualdad hacia la asunción de conciencia crítica sobre la realidad, para llegar al convencimiento de la necesidad de modificar la misma de manera revolucionaria, en el sentido de totalidad. En este proceso, la desigualdad se abstrae en términos de opresión y la necesidad se transforma en acción colectiva con proyecto político propio y conciencia de sí como fuerza poderosa para impulsar la revolución.
Referencias
Amorós, C. (1985). Hacia una crítica de la razón patriarcal. Barcelona: Anthropos.
Galdón, C. (2012). Movimiento 15M y feminismo. Una aproximación al carácter feminista del 15M. Trabajo de Fin de Máster, Curso 2011-2012. Máster Universitario en Estudios Interdisciplinares de Género, URJC. Madrid. Disponible en: https://www.academia.edu/ [10 de febrero de 2020]
Eisenstein, Z. (Comp.) (1980). Patriarcado capitalista y feminismo socialista. México: Siglo Veintiuno Editores.
Firestone, S. (1976). La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista. Barcelona: Editorial Kairós.
James, S. y Dalla Costa, M. (1975). El poder de la mujer y la subversión de la comunidad. México: Siglo Veintiuno Editores.
Luxemburg, R. (2009). Reforma o revolución. Madrid: Diario Público.
Mitchell, J. (1977). La condición de la mujer. Barcelona: Anagrama.
Rowbotham, S. (1978). Feminismo y revolución. Madrid: Tribuna Feminista/Editorial Debate.
Weinbaum, B.(1984). El curioso noviazgo entre feminismo y socialismo. Madrid: Siglo XXI Editores.
Artículo rico en referencias y sugestiones, con un lenguaje ágil, aunque no deja de percibirse la pasión con que se aborda el trabajo analítico.
Creo –creo, porque no soy experto- el artículo está bien fundamentado, es sólido y coherente.
Consolidé intuiciones sobre la complejidad de la noción «revolución» y aprendí mucho sobre las valiosas aportaciones de las diferentes autoras que el artículo invoca.
Particularmente, resalto aquello de “memorias largas” del movimiento feminista que entretejen su testimonio de crítica y autocrítica durante siglos; como si de pisos o, mejor, de hebras teóricas, vitales, reflexivas, corporales, etc. se tratara; así, la idea sería dar cuenta de tales texturas para «abrigarse» o, también, para remendar y acrecentar el tejido.
Gracias.
Estimado Alejandro,
Muchas gracias por tan sugerente e inspirador comentario.
Le animo a que continúe explorando sobre lo que el pensamiento feminista ha venido reflexionando en torno a la noción de la revolución para dar una vuelta de tuerca (o dos) a la conceptualización tradicional del fenómeno.
Un cordial saludo,
Elena Apilánez
Miriam Suárez Vargas
Me encantó el artículo por los desafíos que contiene, y, porque en estos tiempos de aislamiento e inactividad hablar de feminismos y revolución es convocador y estimulante, gracias, seguramente, tendremos que seguir debatiendo, pero retomar el debate es un aporte, otra vez gracias.
Estimada Miriam,
Muchas gracias por su comentario. En efecto, en estos tiempos de barbarie, apelar a la revolución desde el sentido común feminista es un ejercicio de resistencia.
Me parece fundamental que mantengamos activos las reflexiones y los debates que se deriven para mantener el frescor del pensamiento y la acción militante feminista en los territorios pluriversos.
Un cordial saludo,
Elena Apilánez Piniella
Un importante articulo que llena de contenidos para la reflexión una consigna que para las mujeres es de gran impacto pero que requiere, como es el caso, argumentos que propone el articulo sobre que significa la revolución feminista y las mujeres a lo largo de las revoluciones, se disfruta la lectura y abre el debate,.muchas gracias
Estimada Lupe,
Muchísimas gracias por tu comentario y conclusiones sobre la lectura del artículo.
En verdad, la producción marxista y radical sobre la noción de revolución durante los años 70 y 80 fue impresionante; a ello se suma el pensamiento feminista anarquista y el pensamiento feminista negro (que no son tratados en este artículo pero sí en el capítulo de la tesis doctoral del cual se extrae el recorte que ahora se publica).
La frescura de dichos aportes hace que la noción de revolución sea una categoría política de excelencia para el pensamiento y la acción feminista.
Un cordial saludo,
Elena Apilánez Piniella