DescargarAnna Marta Marini.
Università degli Studi di Milano, Milán, Italia.
annamarta.marini@gmail.com

Recibido: 30/09/2018 – Aceptado: 12/11/2018

 

Resumen: La cuestión del racismo en la sociedad mexicana resulta bastante controvertida especialmente desde que la construcción de la cultura nacional posrevolucionaria se basó en el tópico de la existencia de una supuesta “raza mestiza mexicana”, justificación que a menudo encumbre discursos y prácticas discriminatorios consolidados. En el mes de octubre de 2017, con ocasión de las elecciones presidenciales arrancó la campaña de la aspirante a candidata independiente de origen indígena María de Jesús Patricio; la reacción pública, especialmente en las redes sociales, reveló el arraigo del racismo en la sociedad mexicana y sobre todo su nivel de aceptación y normalidad. A través del hilo conductor representado por las burlas y el escarnio público en contra de la precandidatura de Marichuy, se propone por lo tanto un análisis de los tópicos fundamentales del discurso discriminatorio y racista público en México.

Palabras clave: Discriminación; ACD; racismo; nacionalismo; microrracismo

 

Abstract: The question of racism in Mexican society stands out as a controversial matter especially since the post-revolutionary building of a national culture based on the topic of the existence of a supposed “Mexican mestizo race”, a justification often used to mask consolidated discriminatory discourses and practices. In October 2017, presidential campaign started off with the appearance of María de Jesús Patricio, independent candidate aspirant of indigenous origin; public reactions, in particular through social media, revealed the strength of racism in Mexican society and above all its level of acceptance and normalcy. Along the thread of mockery and ridicule lashed out at the precandidate Marichuy, the article proposes an analysis of the fundamental topics of the discriminatory and racist public discourse in Mexico.

Keywords: Discrimination; CDA; racism; nationalism; micro racism

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Introducción

A pesar de su evidente, ubicua y continuativa difusión, el tema del racismo sigue siendo poco profundizado por la academia allende de contextos en los cuales la discriminación ha sido explícita y legalizada (van Dijk, 2007). Además, con respecto a los innumerables y heterogéneos casos latinoamericanos, hacen falta estudios detenidos sobre las modalidades de reproducción del discurso racista en contextos públicos y mecanismos de dominación discursiva basados en la discriminación étnica de grupos específicos. En la mayoría de las sociedades actuales, el racismo se manifiesta a través de prácticas discriminatorias cuyos rasgos son peculiares del nivel en el que se explicitan: personal, mediático, político, institucional. El discurso constituye a menudo el hilo conductor entre tales prácticas, aunque cambien los emisores, el contexto, las modalidades de aplicación de las estrategias discursivas que estructuran el discurso discriminatorio. Si bien concordamos que las raíces del racismo en América Latina remontan a la época colonial y sus estructuras de dominación, el proceso de perpetuación de la matriz colonial racista ha seguido caminos y formado discursos distintos a lo largo de los siglos y de las evoluciones socio-políticas en los diferentes países latinoamericanos. En el caso de México, la construcción de una identidad cultural nacional posrevolucionaria se articuló también a través de un complejo discurso racista que –sin embargo– permanece una cuestión con la cual es muy difícil lidiar y sobre todo que es muy complicado admitir públicamente.

México y el racismo

La idea de que no existe racismo en México es bastante común y se apoya en los argumentos de que la población es por su mayoría mestiza, hay legislación que regula los derechos de los pueblos indígenas reconocidos por el gobierno y un orgullo nacional bien radicado. Sin embargo –además de la cuestión de la existencia de una matriz colonial a la que se apunta en la introducción– la realidad es muy distinta del discurso público nacional que nos presenta un país igualitario, integrador e incluyente. Por su historia, el conjunto de la actual población mexicana es un universo multiétnico y multicultural distribuido a lo largo de un territorio muy vasto e igualmente diverso. No obstante, generalmente se destaca una distinción entre mestizos –los “verdaderos” mexicanos según la narrativa nacionalista– y los indígenas –pueblos primitivos según los libros de textos oficiales de educación básica (Gutiérrez Chong, 2012)–; chinos y afrodescendientes se consideran generalmente como extranjeros (Yankelevich, 2011) a pesar de estar presentes en el territorio mexicano desde la época colonial, mientras que desde la Independencia los inmigrados españoles y estadounidenses tampoco tuvieron vida fácil. En general, después de la Revolución la presencia de extranjeros fue restringida a través de medidas constitucionales que además limitaron sus derechos (Pérez Vejo, 2009), traduciéndose en conflictos y discriminaciones.

La migración desde Asia y en particular China alcanzó flujos relevantes entre las dos décadas finales del siglo diecinueve y la primera del siglo veinte, y su presencia en el país dependió también de las políticas migratorias restrictivas de Estados Unidos, tapa final ideal de su traslado. Sin entrar detenidamente en el tema, se reconoce el trabajo de investigadores que se han dedicado al estudio de la sinofobia, movimientos antichinos y abierta discriminación racial hacia individuos de origen asiático, incluso a nivel legislativo (Monteón González y Trueba Lara, 1988; Gómez Izquierdo, 1991; Treviño Rangel, 2008); cabe recordar que tuvo lugar un verdadero genocidio a daño de la población china en territorio mexicano (Gómez Izquierdo, 2007). Los habitantes afrodescendientes están presentes en muchos Estados del país y se destacan comunidades de marcada cultura afrodescendiente sobre todo en la región caribeña veracruzana y en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (Hoffman, 2006; Iturralde Nieto y Velázquez, 2012). No es tarea fácil cuantificar ni definir efectivamente a la población afromexicana, sin embargo en la Encuesta Intercensal de 2015 del INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía) resultó que alrededor de 1,4 millones de mexicanos se autorreconocen “afrodescendientes”. Su presencia se ha caracterizado por ser ignorada oficialmente y la discriminación que sufren los afromexicanos radica en el hecho de que incluso el reconocimiento de su existencia ha sido negado.

La discriminación en contra de los españoles se desató en distintas oleadas, generalmente relacionadas con la evolución política del país. El término despectivo destinado a identificar al español emigrado a México es “gachupín”, de origen controvertida y que los diferencia de los que se quedan en su país de origen. Así como en el caso de los movimientos antichinos, la Revolución causó una gran variedad de reivindicaciones sociales; la hispanofobia matizó por ejemplo los conflictos por la tierra y en particular las expresiones del movimiento zapatista, que se sublevaba en regiones donde los propietarios de haciendas eran a menudo españoles (Yankelevich, 2011). El gobierno posrevolucionario siguió discriminando a los españoles presentes en el territorio mexicano, expulsándolos del país a raíz de denuncias ciudadanas; la persecución fue menguando durante el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940) que a lo largo de la guerra civil española apoyó el bando republicano y favoreció su exilio en México. El racismo antisemita deriva en parte del antisemitismo español e incrementó alrededor de los años treinta, cuando comparecieron inmigrados judíos en el campo de los negocios callejeros de la capital (Yankelevich, 2014); los antiguos comités antichinos encontraron un nuevo blanco de su intolerancia étnica en los judíos, generando estereotipos que permanecen en el imaginario colectivo mexicano.

Desde finales del siglo diecinueve se ha ido desarrollando el racismo en contra de los migrantes centroamericanos, que empezaron a emigrar desplazándose como jornaleros a las regiones sureñas de México (Martínez Velasco, 1994). En los años setenta y ochenta del siglo veinte, a los migrantes agrícolas se añadieron los refugiados por causa de las crisis políticas y sociales en la región; hoy en día recorren el país intentando llegar a la frontera con Estados Unidos para cruzarla. Se trata sobre todo de guatemaltecos, salvadoreños y hondureños, originarios de la región que correspondía a los territorios maya; de hecho, a menudo se trata de personas que étnicamente comparten rasgos con las poblaciones sureñas y yucatecas de México. Es más, el discurso alimentado por el actual presidente estadounidense Trump –el cual a menudo superficialmente asimila a todos los inmigrantes bajo la etiqueta de “mexicanos”– ha ido atizando aún más un difuso sentimiento de hostilidad hacia los centroamericanos, especialmente en las redes sociales.

El antiamericanismo en contra de los “gringos” deriva a menudo del recelo hacia Estados Unidos, que se expresa en el discurso privado y público incluso a través de la reivindicación de los territorios cedidos por el gobierno mexicano a raíz de la derrota en la Guerra México-Americana en 1848. La hostilidad ha sido fomentada por los eventos a lo largo de la compleja historia de relaciones internacionales entre los dos Estados; en tiempos recientes por ejemplo se ha alimentado del temor de una colonización cultural aparentemente favorecida por el establecimiento del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) en 1994. La identidad nacional mexicana –idealmente homogénea y compartida por todo el pueblo– engloba y rechaza a los mexico-americanos en su conjunto según la necesidad. Si hay que defenderse en contra de la dominación económica y política de Estados Unidos, los medios y la opinión pública mexicana defenderán la presencia de individuos de origen mexicano en territorio estadounidense; viceversa los mexico-americanos siguen siendo rechazados culturalmente, pues no comparten la supuesta cultura nacional mexicana en su totalidad y su identidad ha sido contaminada por la cultura estadounidense. De toda manera, cuando el tópico toma los medios de comunicación mexicanos se destaca un sentimiento público compartido y generalizado de indignación, causada por la discriminación racial que los mexicanos y mexico-americanos sufren en Estados Unidos.

A pesar de todo lo mencionado, la discriminación social y discursivamente más estructurada se dirige hacia los ciudadanos de origen indígena (Bonfil Batalla, 1987) y permanece la más enraizada en la cultura nacional, concretizándose en una percepción y organización de la sociedad de tipo pigmentocrático. El fundamento del discurso discriminatorio hacia el “indio” sigue siendo consecuencia de un radicado discurso sobre la presunta inferioridad del ser de origen amerindio, una falta de evolución reconocible por sus rasgos fenotípicos y variadas justificaciones pseudocientíficas (Carrillo Trueba, 2009). De la misma manera, tradicionalmente se destaca una división incontestada entre una mayoría mestiza y una minoría indígena cuya vida se desarrolla borrosamente en espacios y contextos marginados, reacia al progreso y a la integración (Navarrete, 2004). Bajo la presión institucional, cultural y social, el individuo es por lo tanto empujado a identificarse con categorías simplistas (Robichaux, 2007) como “mestizo” o “indígena”, incluso adaptándose a modelos impuestos u ocultando sus orígenes étnicos.

Obtenido el poder federal después de una larga secuela de conflictos, los gobiernos posrevolucionarios desarrollaron un discurso nacionalista que se fortaleció a lo largo del régimen del PRI (Partido Revolucionario Institucional) a través de medidas legislativas y estrategias discursivas institucionales. Además de limitar los derechos de los extranjeros en territorio mexicano por medio de políticas migratorias y restricciones de carácter laboral-administrativo (Yankelevich, 2011), se fomentó un discurso ambivalente con respecto a la nacionalidad mexicana. A pesar de la celebración del mestizaje como carácter fundamental del pueblo mexicano, se promovió la perpetuación de una sociedad excluyente con respecto a la población indígena, considerada culturalmente retrograda, retrasada y no civilizada. El mismo Manuel Gamio –indigenista y antropólogo de renombre– negó la difusión de racismo en México; sin embargo en su tratado Forjando patria (1916) propugnó la necesidad de una masiva inmigración blanca de origen europeo para poder garantizar un mestizaje adecuado y así alcanzar una sociedad racialmente homogénea sin perjudicar el nivel de civilización. Es decir, debía tratarse de un mestizaje por “vía eugénica” (Gamio, 1920) que no podía admitir la mezcla entre una mayoría indígena y una minoría europea, sino más bien lo contrario para garantizar el enaltecimiento de la raza. A las teorías de Gamio siguió la construcción –alimentada por la necesidad de estructuración del nacionalismo posrevolucionario– de la idea de la existencia de una “raza mexicana” cuya evolución ideal corresponde con el individuo mestizo. Las teorizaciones sobre la raza mestiza fueron promovidas institucionalmente a través de la contribución activa del intelectual y primer Secretario de Educación (1921-1924) José Vasconcelos, al cual se debe el histórico lema de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México, fundada en 1910) “por mi raza hablará el espíritu”. Vasconcelos publicó en 1925 su propio ensayo sobre la presunta raza perfecta titulado La raza cósmica, en el cual propugna a su vez las teorías sobre una raza mestiza americana superior a las demás.

La ambivalencia intrínseca a la artificiosa creación de la identidad mexicana se evidencia también en los intentos gubernamentales –a partir de la década de los años veinte del siglo pasado– de integrar y asimilar a las poblaciones indígenas en la idea de nación mexicana, aplanando sus peculiaridades. Al mismo tiempo, la construcción forzada de una cultura nacional posrevolucionaria ha implicado “la utilización selecta de elementos usurpados de la vida cultural indígena y del pasado étnico” (Gutiérrez Chong, 2012, 17-18). Es decir, la creación de la imagen de pueblo mexicano proporcionada por el nacionalismo oficial tomó elementos e iconografías heterogéneos, cortando y pegando símbolos propios de diferentes tradiciones y grupos étnicos restando importancia a sus contextos. La “identidad mítica” (Monsiváis, 1994) así producida se volvió identidad nacional, lejos de incluir o considerar los nacionalismos existentes a lo largo del territorio mexicano. El mecanismo de perpetuación y adecuación de tal nacionalidad a las coyunturas históricas se basa en asumir como una realidad histórica el hecho de que la sociedad mexicana sea una sociedad esencialmente mestiza por definición. Asumiendo la existencia de una cultura comunitaria homogénea y compartida permite al nacionalismo mexicano de mantenerse, aunque que en realidad resulta ser excluyente e inflexible con respecto a las diversas culturas presentes en su propio territorio.

La sociedad mexicana –así como la percepción y autorrepresentación por parte de sus integrantes– se articula según un orden pigmentocrático, donde una tez más clara y facciones “más europeas” representan una condición deseable. A causa de la segmentación y desigualdad social, así como de la discriminación étnica intrínseca a las políticas socio-económicas, el racismo siempre se combina con temas de género y clase, y a veces incluso con temas relacionados con la orientación sexual, religión y costumbres. Se observa por lo tanto una interseccionalidad en el discurso discriminatorio, debida a los vínculos pigmentocráticos estrechos entre origen étnica, apariencia fenotípica y posición social, así como a las asociaciones despectivas fundadas en la idea de retraso y cercanía con los animales. El blanqueamiento representa inevitablemente un medio de empoderamiento y prestigio, y se refleja por lo tanto en las prácticas y los discursos que los mexicanos enfrentan cotidianamente. Por ejemplo, el mundo de la publicidad se articula alrededor de una narrativa aspiracional evidentemente fundada en el discurso discriminatorio. Es decir, el mensaje publicitario sugiere un nexo entre el producto o una marca y la consecución de un estatus, condición o contexto ideal; en el contexto mexicano la descripción de tal condición ideal y privilegiada se asocia regularmente a personajes con rasgos europeos o cuanto más cerca en tonos de piel y cabello. Entre otras, se destaca en ese sentido la cadena de tiendas departamentales Liverpool –presente en todo el territorio mexicano dominando el mercado de consumos entre medio y alto– en cuyas promociones las mujeres son casi exclusivamente modelos rubias, muy delgadas y de tez muy clara. Por cierto, no hace falta remitirse a investigaciones académicas para comprobar que no hay comerciales televisivos que presenten personajes morenos. Viendo películas y series televisivas producidas en México, se puede además trazar el patrón más recurrente de distribución dicotómica del reparto: los actores y las actrices de rasgos más europeos interpretan personajes positivos, galanes, bellas protagonistas, mientras que los más morenos se quedan interpretando personajes pobres, delincuentes, migrantes, desventurados y tal. Hay que remitirse al cine de producción independiente para encontrar historias más representativas de la vida cotidiana en el país, así como distribución de repartos más real con respecto a la efectiva composición fenotípica de la población mexicana.

Aún más que los medios tradicionales, la educación estatal ha sido el pivote esencial para inculcar en la población un sentimiento nacionalista asociado a tópicos, ideologías y mitos específicos. Desde 1959, la Secretaría de Educación distribuye –a través de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos– los libros de texto uniformados para la educación básica, cuyas narrativas históricas corresponden con la versión oficial de la historia nacional. Se trata de textos selectivos y excluyentes, en los cuales los grupos indígenas quedan al margen de una supuestamente homogénea mayoría mestiza; en este sentido se señala el interesante y esmerado trabajo de análisis hecho por Gutiérrez Chong (2012). De la misma manera, se recuerda la existencia de distintos trabajos sobre la construcción iconográfica del “indio”, desde la convivencia colonial (Ortega y Medina, 1987) hasta la elaboración de textos escolares posrevolucionarios (Campos Pérez, 2010).

Finalmente, es inevitable mencionar la campaña “Racismo en México” llevada a cabo en 2011 por el Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación), que incluye un video((11.11 Cambio Social (2016, agosto 14). Viral Racismo en México – el original. [Archivo de video]. Recuperado de  https://vimeo.com/178782929)) realizado por la agencia especializada 11.11 Cambio Social a partir de un experimento en que participaron niños mexicanos. El video muestra sus reacciones instintivas a preguntas sobre dos muñecos que tienen enfrente, uno blanco y uno moreno. Los niños asocian características positivas en relación al muñeco blanco, expresando confianza e incluso identificación aun siendo morenos ellos mismos. El aspecto tal vez más significativo sin embargo es la actitud con que los distintos niños responden; si bien podría ser previsible la seguridad con que contestan los niños efectivamente “más blancos”, los más morenos muestran evidentemente el deseo de ser asimilados al muñeco blanco y al mismo tiempo dudan sobre los motivos de tal elección. Las explicaciones que dan resultan ser variaciones alrededor de la imagen estereotipada que pinta a las personas “más morenas” como de poca confianza, menos bonitas y en general más feas y más probablemente malas. Resulta además significativo que la agencia no pudo encontrar en las tiendas de la Ciudad de México un muñeco moreno, sino que se tuvo que repintar un –por cierto raro– muñeco negro que venía de toda manera con ojos azules.

El discurso discriminatorio y su difusión

El discurso discriminatorio estructura las relaciones de poder en la sociedad (van Dijk, 2009) y coadyuva los mecanismos de dominación social. Para adentrarse en el caso mexicano, se recuerda aquí la distinción sugerida por Taguieff (2001) entre racismo clásico –basado en nociones aparentemente científicas que asumen la existencia de distintas razas humanas y justifican así la inferioridad biológica de algunos grupos– y el neorracismo, que se aleja de los fundamentos biológicos y traza distinciones correspondientes a distintas identidades culturales y nacionales. De alguna manera, el discurso racista mexicano se ha articulado en ambas direcciones desde la creación de la identidad nacional mexicana, pues integra indudablemente elementos de racismo clásico –respaldados por las teorizaciones sobre la raza mestiza– y elementos relativos a la cultura e identidad propias de las distintas etnias presentes en el territorio. Como anticipado, el discurso discriminatorio hacia los ciudadanos de origen indígena se articula a menudo a través de una interseccionalidad discriminatoria, por la que se yuxtaponen los tópicos relacionados con la identidad étnico-cultural, la pertenencia a una clase social desventajada y la presencia de determinados rasgos fenotípicos. Es decir, el discurso desarrollado para denigrar a los pueblos indígenas en el espacio público se aplica a menudo indistintamente a cualquier sujeto que parece pertenecer a las clases más bajas de la sociedad y/o –retomando el concepto precedentemente expresado– no presenta apariencia “aspiracional”. Se trata por lo tanto de una denigración profundamente racista: ser “indio” representa de por sí una condición tanto nefasta que sirve para insultar a los demás individuos considerados inferiores.

A pesar de ser múltiples y variadas, las estrategias discursivas discriminatorias se basan en algunos ejes ideológicos fundamentales que se remiten a la necesidad de subrayar de manera contundente la contraposición ellos/nosotros, a través de la cual el grupo social dominante se diferencia y aleja del grupo social discriminado. Evidentemente, “ellos” representan una otredad negativa cuyos rasgos, actitudes y problemáticas contrastan con la sociedad positiva propugnada por “nosotros”, cuyos rasgos negativos –como por ejemplo precisamente las actitudes discriminatorias y los prejuicios– quedan ocultos o minimizados. El microrracismo se explicita precisamente a través de estrategias discursivas y cognitivas que no son reconocidas por los emisores y receptores como expresiones racistas. Es decir, la discriminación se desarrolla, estructura y mantiene también gracias a mecanismos considerados no discriminatorios por la colectividad y que por ende permiten la reproducción cotidiana de la discriminación a nivel macro. La negación del carácter racista del discurso tiene dimensión social además de individual (van Dijk, 1992) y se entrelaza a la necesidad del emisor de elaborar una autorrepresentación pública y socialmente positiva. Aun siendo reflejo de las normas sociales dominantes, el Estado se posiciona como entidad no racista (Babacan, 1998) frente a la sociedad; los discursos institucionales con tintes abiertamente racistas ya no se consideran aceptables o políticamente correctos, conque el emisor institucional expresa la discriminación implícitamente a través de negación, minimización, paternalismo, condescendencia y demás estrategias discursivas. Es más, el desarrollismo estatal –caracterizado en la práctica por medidas elaboradas e implementadas “desde arriba”– se ha legitimado a través de un discurso precisamente desarrollista, basado en una construcción “occidental” de los pueblos indígenas y que subsume la diversidad cultural y étnica en categorías socio-económicas (Ríos Castillo y Solís González, 2009).

En México, el discurso discriminatorio con respecto a la población de origen indígena se articula por lo tanto principalmente en dos modalidades: el paternalismo y el microrracismo, tanto a nivel a nivel institucional cuanto interpersonal. El paternalismo se refiere a las prácticas discursivas, institucionales y sociales a través de las cuales los pueblos indígenas resultan implícita o explícitamente inferiores pues necesitan ayuda o protección. Esa tipología de discurso se funde con el discurso del progreso y desarrollo, cuyo eje central consiste en la estructuración de un Otro discursivo “subdesarrollado, ignorante e incapaz, para después poderlo ayudar a progresar” (Iturriaga y Rodríguez, 2015). Si “ellos” aparecen entonces como individuos necesitados, incapaces de progresar por sí mismos e integrarse en la sociedad contemporánea, “nosotros” representamos su oportunidad de mejora en cuanto poseedores de las herramientas adecuadas para el desarrollo cultural, social y tecnológico y por ende del bienestar. Se trata de una actitud que se inserta en lo que Wieviorka define como “racismo simbólico” (1992), por el cual se desarrolla un discurso sutil estructurado por argumentaciones aparentemente racionales sobre problemáticas sociales, pretendiendo así explicar y justificar la discriminación. Por ejemplo, a lo largo de los choques entre maestros disidentes e instituciones sobre la actual reforma educativa, una de las razones de oposición de docentes que trabajan en regiones indígenas fue que todo el sistema de desempeño, parámetros y evaluaciones está basado exclusivamente en textos en español, lo que implica una desventaja para los alumnos cuya lengua materna es indígena. Las argumentaciones en contra de tal protesta revolvieron alrededor de la idea de que readecuar el sistema a las necesidades lingüísticas de pocos representaría una desventaja para los demás estudiantes. En realidad, la reforma se basa precisamente en la homogeneización de conocimientos y aplastamiento de la pluralidad cultural, según las directivas de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) por las que los sistemas educativos de sus miembros deben alinearse conforme a estándares internacionales. Además, el discurso oficial alardeó medidas e instituciones existentes en favor de la inclusión y pluralidad lingüística en campo educativo que –sin embargo– en realidad no cumplen; la discriminación escolar hacia los indígenas sigue afectando a los alumnos y también a los maestros (Gallardo Gutiérrez, 2012; Vargas Espinosa, 2016; Velasco Cruz, 2016). Este tipo de discriminación discursiva se acompaña generalmente a discursos y textos institucionales sobre proyectos que promueven –presuntamente a beneficio de los pueblos locales– el desarrollo económico, medidas estatales que involucran comunidades indígenas, bases de datos sobre la población. Hay que subrayar que el racismo se expresa también a través de la articulación de la información oficial sobre pueblos indígenas: a menudo los datos proporcionados por entes distintos no coinciden, no siempre resultan claros los criterios de censo y conteo así como se percibe una tendencia a la subestimación cuando se comparan por ejemplo datos del INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía) a nivel nacional y local, o datos de 2001 y 2016((Población indígena de México (2016), publicación oficial INEGI.)). Una representación oficial borrosa conlleva inevitablemente una percepción borrosa de la presencia indígena a lo largo del territorio mexicano y la descalifica, restando importancia a su dignidad y existencia.

Con respecto al discurso microrracista, la cuestión se adentra en el campo de las prácticas discursivas inherentes a la estructura social pigmentocrática del país. En sus obras recientes, el historiador Federico Navarrete (2016; 2017) encara el tema del racismo de manera provocadora y –sin embargo– acertada. Su narración del contexto familiar en que creció ilustra de manera muy sencilla como el discurso pigmentocrático afecta hasta la percepción de las relaciones familiares más estrechas. Navarrete describe su llegada al mundo refiriendo que “una tía acomedida felicitó a mi madre con las siguientes palabras: ‘Por suerte no salió tan morenito’” (Navarrete, 2017), perpetuando la discriminación –antes que todo interna a su círculo parental– de que fue víctima su madre por toda la vida en cuanto más morena que lo deseable o por lo menos que sus hermanas. Se trata de una violencia simbólica que quita dignidad –repetida y públicamente– incluso dentro de la propia familia y a veces desemboca en violencia física; si bien a menudo se limita a ser un ataque verbal, las demostraciones de fuerza y agresiones físicas también forman parte del microrracismo familiar. Como subraya el mismo Navarrete, son actos violentos ejercidos entre amigos y parientes “muchas veces sin malas intenciones” (2017) y precisamente eso revela la penetración y crueldad del racismo en la sociedad mexicana. El pariente más moreno se vuelve objeto de mofa y denigración por parte de individuos que son morenos a su vez, pero tal vez un poco menos; desacreditar al otro nos enaltece automáticamente y permite formar parte de los “nosotros” positivos, aunque por poco.

En el léxico propio del discurso racista mexicano –y más en general latinoamericano– se destaca el término “indio”, que cabe en una categoría semántica de evidente origen colonial y sigue siendo empleado para referirse a los individuos de origen indígena. Su connotación es a menudo negativa y cargada de implicaturas estrechamente relacionadas con los principales tópicos inherentes al discurso racista. Como hemos adelantado, en muchos casos su empleo se superpone a la definición de moreno, saliendo de la discriminación exclusivamente dirigida hacia los pueblos indígenas para asimilarse al discurso pigmentocrático despectivo. Es decir, se insulta de “indio” a cualquier persona de piel más o menos morena que –según “nosotros”– no se comporta de manera adecuada al contexto o suficientemente “civilizada”; asimismo se apoda de “indio” al amigo más moreno del grupo, o al menos refinado, al que tiene orígenes de clase más humilde, habla con acento peculiar o tiene familia en un pueblo rural. En la esfera pública y especialmente en el sector laboral, de marketing y espectáculo, el discurso discriminatorio toma un matiz políticamente correcto y el término “indio” se substituye a menudo con “autóctono”, sinónimo literal que se aleja de alguna manera de la herencia colonial aún manteniendo una connotación posiblemente negativa.

El indio representa el arquetipo del mexicano que no es verdaderamente tal en cuanto no adecuadamente mestizo, el habitante no del todo civilizado de las regiones rurales y de las zonas urbanas marginadas. El discurso que estructura las relaciones de poder a perjuicio del indio cuenta con muchas variaciones, estrategias y expresiones que a menudo forman parte del lenguaje coloquial y empleado instintivamente. Por ejemplo, una variante mexicana del dicho “La culpa no es del chancho sino de quien le da el afrecho” es “No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre”, por lo que el indígena se asimila a un animal percibido como sucio y se sugiere que no tiene suficiente juicio o civilización como para ser digno de confianza, y por ende tampoco puede tener culpa. La comparación con animales es un mecanismo bastante típico de los refranes en general, y en el caso del refranero mexicano se cuentan distintos; recordamos por ejemplo “Los inditos y los burritos, de chiquitos son bonitos”, que retoma una asociación común entre indígenas y burros con todo lo que eso implica. Las paremias que se refieren a temas y estereotipos étnico son muchas y tocan temas variados, caracterizándose por identificar un sujeto específico en lugar de uno impersonal y por enaltecer a un emisor que así se distingue “por medio de la devaluación y la descalificación del sujeto (estereotipo) al que hace referencia” (Rodríguez Valle, 2005, 470). Una vez más, el discurso racista es empleado con el objetivo –prioritario o no– de alejar el hablante mismo de una condición indeseable e inferior. Si bien “indio” es un término empleado de manera despectiva, “güero” –es decir rubio– se vuelve un término adulatorio; es muy común caminar por calles comerciales y mercados escuchando llamados por los vendedores que apodan de güero a cualquier potencial cliente, independientemente de su color de piel o cabello. Por analogía, el consumidor representa la oportunidad aprovechable de hacer negocios y por lo tanto se le mima haciéndole sentir un individuo aspiracional, atendido y reverenciado.

Cabe finalmente mencionar que la estrategia justificativa más empleada en reacción a críticas suscitadas por remarques racistas es el recurso al humor; el exabrupto y la humillación se disfrazan de chiste y por lo tanto se subraya su falta de mala intención. Se trata de un tópico recurrente en la definición del carácter nacional mexicano, por el que se supone que tradicionalmente el mexicano es chistoso por naturaleza y además reacciona ante la vida burlándose de cualquier cosa, de la muerte a la realidad dramática en la que vive. Hasta Octavio Paz se adentró en el tema (1950), retomando una y otra vez referencias al empleo y función de burla y escarnio en la sociedad mexicana; sin embargo como bien subraya Navarrete (2016), en la realidad los que se burlan más de sus conciudadanos son generalmente hombres y –aunque con menor incidencia– mujeres de clase medio-baja, media y alta, heterosexuales, mestizos. Se trata entonces de alguna manera de una defensa instintiva del riesgo de ser colocados en un grupo socialmente desprestigiado, que desemboca en crueles agresiones verbales dirigidas hacia quienes no pueden reclamar una posición y un estatus mejores. Es decir, el chiste –supuestamente no malintencionado– no hace otra cosa que perpetuar las relaciones de poder que estructuran la sociedad. Es más, el humor así como el albur, el chiste soltado a daño de los demás presentes sobrepasándose y la jactancia en general, son estrategias discursivas que forman parte del lenguaje coloquial entre mexicanos. Las redes sociales proporcionan además un espacio virtual en el cual el usuario, amparado por la distancia física y conceptual, puede de hecho dar rienda suelta a su frustración personal y atacar verbalmente, expresar opiniones consideradas políticamente incorrectas en su entorno material habitual y obtener la aprobación de desconocidos simplemente en base a la “ingeniosidad” o popularidad de sus palabras. Es precisamente en este espacio que se cruza la frontera entre discurso privado –el hidden transcript según la definición dada por el antropólogo James C. Scott (1990)– y público sin filtro alguno, difundiendo por redes sociales fragmentos de discursos discriminatorios disfrazados de chiste entre amigos. La evolución de la cultura política mexicana –o mejor dicho, de su expresión retórica pública– ha además favorecido cierta opacidad de la línea entre discurso público y privado, con la difusión de salidas inapropiadas por políticos influyentes justificadas como “conversación privada” y humor. En este sentido, se podrían recordar numerosos episodios en los cuales incluso recientes presidentes mexicanos soltaron chistes o exabruptos que han sido incorporados al conjunto de referencias populares. Por ejemplo, el presidente saliente Enrique Peña Nieto durante su campaña electoral en 2012 no supo contestar a preguntas sobre los precios de la canasta básica y se justificó diciendo que él no era “la señora de casa”; a pesar del revuelo y burla suscitados en redes sociales, las críticas se centraron más en su ignorancia que en el evidente discurso microdiscriminatorio intrínseco a su “salida”.

Marichuy y la persistencia de la figura del indio incivilizado

El arranque de las campañas presidenciales en 2017 conllevó una novedad absoluta en la historia del Estado mexicano posrevolucionario: entre los aspirantes independientes a la presidencia federal dos eran mujeres, una de las cuales de origen indígena. A lo largo de la historia de México, las pocas mujeres candidatas nunca tuvieron real oportunidad de ser competitivas en las elecciones federales mexicanas hasta 2012, cuando el PAN (Partido Acción Nacional) –uno de los tres partidos más consolidados junto con el PRI y el PRD (Partido de la Revolución Democrática)– postuló a Josefina Vázquez Mota, quedando en tercer lugar con el 25% de votos. Por cierto, los políticos de origen indígena tampoco han tenido muchas oportunidades a nivel federal pues –a pesar de transformarse en una figura mitificada por el nacionalismo mexicano– Benito Juárez sigue siendo el único presidente de origen indígena del país; Juárez asumió el cargo por primera vez como interino (1858), resistió en contra del dominio extranjero durante el Segundo Imperio Mexicano (1863-67) gobernando hasta la Restauración de la República de la cual fue presidente electo entre 1868 y 1872.

María de Jesús Patricio Martínez (1963), apodada Marichuy, es una indígena nahua originaria de Tuxpan (Estado de Jalisco) y además de lucir una consolidada actividad política en defensa de los derechos de los pueblos indígena, las mujeres y los trabajadores del campo y la ciudad, es una reconocida experta de medicina tradicional y herbolaria, y forma parte del cuerpo académico de la Unidad de Apoyo a las Comunidades Indígenas de la Universidad de Guadalajara. Durante la campaña federal de 2017-2018, fue la aspirante a candidata independiente apoyada por el CNI (Congreso Nacional Indígena), el CIG (Consejo Indígena de Gobierno), el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) y movimientos socialistas libertarios; no apareció en la boleta electoral pues no logró alcanzar el número de preferencias que el INE (Instituto Nacional Electoral) requiere para postularse oficialmente a nivel federal. Los aspirantes independientes necesitaban al menos 866,000 firmas recolectadas a través de una aplicación móvil que requiere aparatos de gama medio-alta; tal condición favoreció el fraude por los demás candidatos y representó una desventaja para Marichuy, pues en la mayoría de pueblos y comunidades indígenas no hay red de telefonía o la existente no suporta de manera suficiente la transmisión de datos. Además, Marichuy por principio no aprovechó de fundos estatales para su campaña, que se desarrolló gracias al apoyo de sus compañeros y seguidores. Para alcanzar las comunidades indígenas y marginadas –habitualmente desatendidas por los candidatos a nivel estatal y federal– recorrió largos trayectos a través del país, durante uno de los cuales –el 20 de enero de 2018– su caravana fue atacada por un grupo armado en Michoacán. La candidata no llegó entonces a elecciones, sin embargo desde el anuncio de su campaña se desató en las redes sociales el escarnio público a su costa. La construcción de las burlas y críticas sobre su candidatura refleja de manera evidente el discurso discriminatorio analizado precedentemente, centrándose en los tópicos recurrentes sobre el arquetipo del indio. Asimismo, Marichuy fue criticada públicamente por sus adversarios políticos que se burlaron o enojaron por su atrevimiento. A través de algunos ejemplos significativos en ese sentido, podemos reconstruir el hilo conductor del discurso racista y la manera en que sigue siendo aceptado por la opinión pública y la clase intelectual, que de hecho si no participó a la burla tampoco la criticó públicamente.

El tema más relevante por incidencia, aceptación pública e interseccionalidad se encuentra bien condensado en el tuiteo “Esa Marichuy se parece a la que limpia mi casa” (del usuario @elsuciodam, 7 de octubre de 2017), pues la idea de que normalmente la “chacha” es “india” surge de la configuración real de la desigualdad social y laboral que afecta a las ciudadanas de origen indígena. Las mujeres indígenas que habitualmente trabajan como domésticas en casa de familias de clase media y alta viven lejos de su propia familia y subordinan su vida privada a las necesidades de sus patrones; a menudo las “muchachas” no consiguen formar su propia familia o dejan sus hijos al cuidado de parientes en su pueblo de origen. En casa de los patrones se ocupan de limpieza y labores domésticas así como del cuidado de los niños, a menudo sin que sus derechos laborales sean respetados en términos de horarios, salarios y contratos. La actitud más difundida y normalmente aceptada entre los patrones es la de reclamar una subordinación laboral a través de un trato paternalista y familiar, que justifica sanciones y peticiones que violan los derechos laborales así como la falta de respecto de su dignidad y la subestimación del trabajo desempeñado. Se trata de un ejemplo evidente de la multidiscriminación que pueden sufrir las mujeres indígenas, en la que se funden discriminación racial, de género, lingüística y educativa, pues a menudo las “chachas” se insertan en la familia muy jóvenes, sin terminar el camino de educación obligatoria y teniendo por lengua materna un idioma indígena. Los comentarios sobre Marichuy que pertenecen a este tópico son muchos y abarcan variaciones que van desde “Yo sí votaría por Marichuy. Se ve que tiene experiencia en limpiar a México” (@abogadodeldia) hasta “¿Quién es Marichuy y por qué no está haciendo pozole?” (@0111001Or), en el cual el usuario hace referencia a un platillo tradicional de la cocina mexicana que requiere bastante trabajo y cortes de carne de puerco baratos como orejas y cachete. Hay que recordar que existen dichos populares que retoman la figura de la doméstica como subordinada e inferior respecto a sus patrones. Por ejemplo, cuando alguien se fue con deshonra o sin avisar –figurativamente por la puerta trasera– se dice que “se fue como las chachas”, las cuales supuestamente dejan el trabajo sin avisar, quizás por conveniencia, ingratitud o mala educación. Más discriminatoria aún es la paremia “Carne buena y barata la de la gata”, referido a la difusa práctica de los varones de la casa de servirse de las domésticas a su antojo sexual.

El discurso discriminatorio hacia los indígenas comúnmente se articula también alrededor de la imagen basada en su supuesta dejadez y mal gusto con respecto al vestuario. El comentario “¿Se imaginan a Marichuy en la presidencia? Podríamos andar de huaraches y en pants por todo México. Es hermoso.” (@Manenzio_ ) se refiere precisamente a ese tópico, pintando el estereotipo del indígena como individuo incapaz de vestirse acorde a contextos y situaciones distintos de su comunidad de origen, es decir “civilizados”. El tópico de la falta de gusto como rasgo típico del indígena se refleja también en paremias interseccionales que le añaden la discriminación de género, como por ejemplo en el caso del dicho “La india quiere al arriero, cuando es más lépero y feo” sugerente de que a las mujeres indígenas les gusta ser maltratadas por hombres groseros y de mal apariencia. Como se puede observar –si bien algunos resultan muy directos– la mayoría de los comentarios difundidos por redes sociales requiere un análisis pragmático pues se basan en variadas referencias culturales; las implicaturas son a menudo típicas de la declinación agresiva del humor mexicano y las respuestas del público compiten en reiterar el tema con ocurrencias aún más despectivas.

A raíz del anuncio de la precandidatura de Marichuy el 7 de octubre de 2017, políticos y activistas comentaron y expresaron públicamente su opinión sobre el hecho y la candidata misma. El político y representante del PAN ante el Instituto Nacional Electoral Francisco Gárate ya había comentado la posible precandidatura cuando EZLN y CNI habían adelantado la intención de apoyar a una mujer indígena; Gárate se había remitido a la historia precolombina, sosteniendo que la “mujer de abajo” candidata llegó a destiempo y era un disparate pues México ya no es un reino en época de la guerras de dominio aztecas((Herrera Beltrán, C. (Domingo 23 de octubre de 2016). Disparate, una candidatura presidencial indígena. Periódico La Jornada, p. 5.)). El representante panista afirmó además que la población de origen indígena en México amonta a menos del 1%((Ibid.)) implicando que no tiene relevancia a nivel nacional; como hemos destacado, los indígenas amontan por lo menos al 10% de la población total. Si bien los comentarios hechos por políticos de derecha y centro-derecha fueron bastante previsibles, las reacciones de la mayoría de los partidarios e intelectuales de izquierda fueron igualmente negativas y discursivamente hostiles. Marichuy no recibió apoyo por parte de la élite política izquierdista, a pesar de ser una política de larga trayectoria, con un discurso coherente y atento a temas completamente ignorados por sus contrincantes: las causas de los pueblos indígenas y el anticapitalismo como oportunidad para un país donde la desigualdad económica y social sigue creciendo. Su candidatura no se centró en el objetivo inalcanzable de ganar la presidencia del país. Su mensaje se apoyó más bien en el objetivo de dar visibilidad precisamente a esas causas desatendidas por la élite política mexicana, defender a los pueblos originarios y sus territorios y llevar a la esfera pública y política la voz de todos los ciudadanos mexicanos sin discriminación. La red de apoyo indígena empleó la campaña más allá de las elecciones para estimular un discurso político más inclusivo, la conciencia política de los sectores marginados de la sociedad mexicana y su organización. Su precandidatura obtuvo el apoyo de estudiantes universitarios e intelectuales destacados –como por ejemplo los periodistas Juan Villoro y Diego Enrique Osorno–; sin embargo, muchos de los que públicamente han ido compartiendo las causas sociales, indígenas e izquierdistas se alinearon con el partido Morena (Movimiento Regeneración Nacional), nacido en 2014 explícitamente para apoyar la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador. Entre ellos, Paco Taibo II –a pesar de su larga carrera de activismo social y apoyo a la disidencia ciudadana– condenó la candidatura de Marichuy pues “va a ser algo puramente simbólico” y declaró que la posibilidad de causar una ruptura electoral en la izquierda moderada –aunque por menos del 2% de votos– no tenía sentido((“México es un país de milagros sociales”: El escritor Paco Ignacio Taibo II habla de las elecciones presidenciales, el narcotráfico y los movimientos sociales (2018, enero 25) [entrevista a Paco Ignacio Taibo II por Amy Goodman en Democracy now, transcripción y video]. Recuperado de https://www.democracynow.org/es/2018/1/25/mexico_es_un_pais_de_milagros)). Además, subrayó que Marichuy le “resulta extraordinariamente simpática”((Ibid.)) discursivamente quitándole importancia como política; el habitual idealismo con que el autor se expresa políticamente evidentemente no se aplica a la relevancia de un gesto simbólico en un país donde la voz de los sectores discriminados nunca antes había llegado a la campaña federal. El investigador y activista social John M. Ackerman, también partidario de Morena, tomó las redes sociales y comentó el anuncio de la posible candidatura indígena en Twitter escribiendo que “Yo también celebro candidatura Marichuy, pero espero que se acerque a izquierda morenista en lugar de seguir canto de sirenas del régimen” (11 de octubre de 2017). Como se analizará más adelante, una de las acusas –discursiva y políticamente ilógica– por parte de los morenistas en contra de Marichuy es la de ser aliada del régimen priísta, sin todavía especificar en detalle alguna razón más allá del hecho de que su candidatura habría podido quitar unos –muy pocos– votos a su propio líder. La naturaleza populista de la retórica desarrollada por López Obrador a lo largo de su trayectoria política puede en parte explicar –aunque no justificar– tales reacciones, pues su base de seguidores y partidarios tienden a ser verbalmente muy agresivos e intolerantes hacia los demás en general. El renombrado historiador Lorenzo Meyer, aun siendo partidario de Morena, comentó en Twitter que “Marichuy no podía aspirar a ganar, pero sí merecía un apoyo simbólico mayor” (14 de febrero de 2018) suscitando la reacción airada de los morenistas que retomaron las acusaciones de “querer dividir el voto”, tacharon a Marichuy de “superficial”, “insincera”, sin “verdaderas capacidades” y en general no merecedora de “desperdiciar” el voto izquierdista. La misma reacción del candidato declaradamente izquierdista –ahora presidente electo– Andrés Manuel López Obrador resultó ser bastante disonante con los ideales y principios de su larga campaña electoral, empezada en el PRI en los años setenta y después en el PRD desde su fundación en 1989. Su personaje público y político se ha delineado acorde a su discurso, a menudo agresivo y basado más en el escarnio de sus opositores que en respuestas coherentes y programas políticos definidos; su estrategia discursiva en contextos dialógicos es el ataque verbal, a menudo propiamente escarnio a costa de su interlocutor y la denigración o minimización de sus ideales, programas, opiniones y méritos morales. Consecuentemente a la precandidatura de Marichuy, López Obrador se expresó de manera muy airada implicando que la política indígena era un peón de los zapatistas y se postulaba para afectar su campaña, jugándole en contra y por ende favoreciendo el gobierno priísta. El líder de Morena declaró por Twitter que “El EZLN en 2006 era ‘el huevo de la serpiente’. Luego muy ‘radicales’ han llamado a no votar y ahora postularán a una candidata independiente” (16 de octubre de 2017) e insistió que sin la candidatura de Marichuy los integrantes y partidarios del Ejército Zapatista de Liberación Nacional habrían votado para él. Sin embargo hay que desmontar tales afirmaciones, pues el EZLN nunca ha apoyado realmente a López Obrador e incluso mantiene una abierta controversia con él desde 2001, cuando el político –todavía afiliado del PRD y jefe de gobierno del Distrito Federal– votó en favor de una contrarreforma que permitió la aprobación de una Ley Indígena en evidente contraste con acordes previos y su presunto apoyo a la causa zapatista. Desde entonces la dirigencia del EZLN ha invitado al boicot del político izquierdista; después de su elección presidencial en julio de 2018 comunicó públicamente que no respaldará al presidente López Obrador y que además lo considera un político de “falsa izquierda” (comunicado oficial del 4 de julio de 2018).

Cada vez que se expresa públicamente a través de un comunicado que llega a los medios de comunicación nacionales, el EZLN también es blanco de escarnio en las redes sociales; la imagen del arquetipo zapatista pintada por los usuarios retoma el discurso discriminatorio en contra de los indígenas, reiterando su presunta ociosidad, escasa civilización e incapacidad de adecuarse a la sociedad. Muy frecuente permanece por ejemplo la idea de que “si el indio no quiere superarse no hay poder del mundo que pueda sacarlo de la miseria” y variaciones sobre el tema según el cual los pobres “son pobres por que quieren” y “por flojos”; las evidencias de la falta de movilidad social y profunda desigualdad que caracterizan el país –que cuenta con 53,4 millones de ciudadanos en situación de pobreza, es decir el 43,6% del total((Datos Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social), medición de pobreza 2010-2016.))– nada pueden en contra de tal refrán. En el caso de los zapatistas recurre además el tópico de la selva como lugar de donde ellos “bajan” y donde –por supuesto– mejor deberían quedarse. Con respecto a su posición crítica hacia la campaña presidencial morenista, los integrantes del EZLN fueron acusados ilógica y reiteradamente por usuarios de redes sociales y morenistas de ser “títeres de Salinas” –es decir de uno de los mayores enemigos discursivos de López Obrador, aunque Salinas de Gortari simplemente reconoció al movimiento zapatista en 1994 a raíz del levantamiento ocurrido durante su mandato presidencial– o que son “mamarrachos del PRIAN” (una mezcla lexical entre los dos mayores partidos opositores PRI y PAN, muy común en el lenguaje popular empleado por los partidarios de Morena). De la misma manera, los comunicados zapatistas fueron achicados con otros refranes populares como “ningún chile les acomoda” para acusarles de no estar contentos con nada, implicando los rasgos arquetípicos del indígena desagradecido que vive en condiciones desventajadas porque quiere y espera que “nosotros” resolvamos sus problemas. La vinculación de Marichuy con los zapatistas que apoyaron su campaña política añadió por lo tanto ulterior discriminación discursiva, alimentada por los prejuicios, recelos y escarnios que han acompañado el movimiento desde su levantamiento en 1994. Las causas políticas relacionadas con pueblos indígenas –y en general grupos sociales y étnicos discriminados– permanecen poco conocidas por la mayoría de los ciudadanos que tienen acceso a la esfera y el discurso públicos; por lo tanto las reacciones discursivamente negativas frente a las tentativas de obtener más visibilidad siguen siendo predominantes, así como estrechamente relacionadas con el discurso microrracista cotidiano y generalmente aceptado por la sociedad.

Conclusión

El personaje político representado por Marichuy causó la manifestación de un discurso público netamente discriminatorio en todos sus niveles, reflejando refranes y imágenes sociales consolidadas en el imaginario colectivo mexicano. Asimismo, las reacciones de intelectuales y políticos presuntamente de izquierda y partidarios de los derechos indígenas revelaron la ambigüedad del discurso nacionalista oficial; el silencio al respecto por parte de muchos otros destacó la incomodidad, el desinterés y la vulnerabilidad provocados por el tema. La precandidatura de Marichuy fue orientada a manifestar las causas indígenas y llenar un hueco relevante en la propuesta política nacional, que olvida casi por completo los sectores sociales marginados o intenta halagarlos con retóricas populistas más que con propuestas reales. Si bien las reacciones públicas demostraron una vez más la exclusión política que caracteriza el sistema partidocrático mexicano, su campaña tuvo el éxito de poner en evidencia la discriminación existente y su discurso deliberadamente cruel y humillante. Es más, se destacó la facilidad con la que distintos tipos de individuos expresaron discriminación, desde usuarios de redes sociales hasta intelectuales y políticos con cargos institucionales. A menudo tal actitud se oculta bajo la teoría de la inexistencia del racismo en México respaldada por una legitimación basada en el discurso nacionalista oficial; sin embargo, resulta más que evidente que –a pesar de tanto alarde de las raíces indígenas esenciales en el proceso de mestizaje nacional– la presencia indígena en el país sigue siendo problemática, y que el discurso microrracista mexicano impregna y estructura las relaciones sociales e institucionales en su cotidianidad y normalidad.

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