DescargarJesús Gómez Morán
Universidad Pedagógica Nacional, México DF, México.
isaacbaldomero@gmail.com

Recibido: 30/07/2021 – Aceptado: 13/11/2021

 

Resumen: Tras la consumación de la independencia de los países iberoamericanos, se desarrolla un doble proceso: por un lado, una negación y  ruptura con el antiguo régimen a partir de la consagración y sustitución de los héroes patrios, y por el otro, una prolongación de una preceptiva para poetizar lo mismo el paisaje que las virtudes de los americanos. De este modo, ya como naciones independientes, se mantiene un trasfondo enunciativo conforme al  concepto de lo sublime que cobró una acentuada vigencia desde finales del siglo XVII, pero que, en cuanto a su formato, es retomado dentro del género del romancero a finales del siglo XIX y principios del XX (los cuales constituyen el objeto de estudio de este artículo) con una enunciación que pretende acercarse a la poesía popular, aunque en realidad se trata de una producción literaria culta que responde a una necesidad político-educativa: la de exaltar a personajes y valores de las gestas de independencia.

Palabras claves: literatura programática, poesía cívica, poética de lo sublime, poesía iberoamericana, romanceros decimonónicos

Change over time of popular expression into a finesse word through the sublime in the nineteenth-century romanceros on the independence

Abstract: After the consummation of the Latin American independence, it develops a double process: first a denial and break up with the old regime to from the consecration and replacement of national heroes, and in second place a extension time of a prescriptive to poeticize both the landscape and the virtues of the american settlers. In this way, already as independent nations, an enunciative background is maintained in accordance with the concept of the sublime that acquired a emphatic validity since the end of the seventeenth century but, in terms of its format, is reassumed within the genre of romancero (collection of traditional spanish ballads) from the late nineteenth and early twentieth centuries (which constitute the object of study of this article) with an enunciation that aims to approach popular poetry, however in fact it is a cultured literary production that respond to a political-educational need: exalting characters and values of the feats of independence.

Keywords: programmatic literature, civic poetry, sublime poetic, Ibero-American poetry, nineteenth-century romanceros (ballads collection)

 

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1. Una mirada al horizonte de lo sublime como cualidad estética

La etimología del término «sublime» (sub-limen) resulta ser algo intrincada. Acudo a su raíz léxica para establecer un parámetro fiable que ayude a definirla, pues en su «etimología hay los semas básicos de ‘límite’ (limes), ‘umbral’ (limen), y de ‘altura’ y ‘lejanía’, elevación» (Dehennin, 1996, p. 183). Esta denominación conecta de modo eficiente con el estado de arrobamiento en que nos coloca la contemplación de una frase, un acto, una idea o un sentimiento: una situación extática. Pero quedar en éxtasis remite a varios estados de ánimo, pues desde una perspectiva kantiana «lo sublime nace cuando el alma está enfrentándose a estados caóticos, a los estragos más violentos y desordenados de la naturaleza. No es un objeto, es un sentimiento, una emoción, una perturbación de las facultades humanas que pasan de la inhibition (Hemmung) (inhibición) al (Ergiessung) (efusión) […]. Integra el terror, la sencillez, la intensidad, la grandeza cualitativamente infinita» (Dehennin, 1996, p. 183). Sin embargo, esta noción de lo sublime no era la que imperaba cuando este concepto fue rehabilitado dentro de la era de la modernidad.

Tomado de la antigüedad clásica, lo sublime fue puesto en boga dentro de la Europa moderna por Nicolas Boileau-Despréaux (1636-1711), merced a la traducción del Traité du sublime (1674) atribuido a Casio Dionisio Longino (213-273). En tal sentido, no hay que perder de vista que la recuperación de Boileau de un autor de la Antigüedad grecolatina tenía el propósito de afianzar la preceptiva retórica neoclásica francesa del siglo XVII, por lo que sería viable trazar una línea de continuidad entre ambos autores. Revisando por ejemplo algunas partes de L’Art poetique (también de 1674), el sentido de lo sublime es entendido dentro del rango de lo agradable y placentero:

Quelque sujet qu’on traite, ou plaisant, ou sublime Que toujours le bon sens s’accorde avec la rime: L’un l’autre vainement ils semblent se hair;
La rime est un esclave, et ne doit qu’obéir […] Mais n’allez point aussi, sur les pas de Brébeuf Même en une Pharsale, entasser sur les rives, “De morts et de mourans cent montagnes plaintives” Prenez mieux votre ton. Soyez simple avec art, Sublime sans orgueil, agréable sans fard((Pasajes para los cuales propongo las siguientes versiones: “Cualquier tema que se trate, placentero o sublime,/ siempre al buen sentido se ajusta la rima:/ una y otro parecen odiarse en vano;/ la rima es una esclava y sólo obedecer debe […]/ Pero no vayas también, tras las huellas de Brébeuf/ incluso en una Farsalia, amontonándose en las orillas,/ ‘cien montañas lastimeras de muertos y moribundos’./ Toma mejor tu tono. Sé simple con tu arte,/ sublime sin orgullo, agradable sin afeite” [trad. mía].)) (Boileau [1834], pp. 185, 187).

El pasaje citado es significativo en tanto que aboga por una contención: rehúye la tendencia a la desmesura (acudiendo a lo simple, sin orgullo y sin adornos) o al menos al hecho de colocar en el límite al estado de ánimo. Boileau enlaza pues lo sublime con lo placentero y esta característica se acentúa en la mención de Jean de Brébeuf (1593-1649), jesuita misionero que murió en Ontario a manos de los iroqueses luego de una ardua labor evangelizadora, con lo cual la recomendación consistiría en huir de un gran sacrificio, admirable pero desbordado((Lo mismo pasa a raíz de la mención de Farsalia, obra de Lucano (39-65) que exalta la figura de los vencidos en dicha batalla del mismo nombre, cuando tras su victoria ante Pompeyo, Julio César accedió a un poder absoluto.)), justo una de las características principales relacionadas con lo sublime a partir del siguiente siglo cuando el empirismo inglés le da una vuelta de tuerca a dicha noción, como lo plantea Pedro Aullón de Haro: «en relación antitética respecto del clasicismo, el proceso de categorización de lo sublime es, pues, una creación del Empirismo inglés que responde al proyecto que ha explicado Cassirer como cambio del objeto y del orden de los conceptos epistemológicos» (en Schiller, 2017, pp. 19-20). Conforme a ello, del lado alemán Immanuel Kant (1724-1804) y Friedrich Schiller (1759-1805) serán subsidiarios en buena medida de esta metamorfosis operada por Edmund Burke (1729-1797) y antes por Joseph Addison (1672-1719).

Del lado alemán, como lo consigna Roger Bartra, la perspectiva kantiana manifiesta en el libro Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime (1764), rompe con la línea estética trabajada por Boileau en virtud de que

lo sublime, en la cabeza de Kant, no retoma directamente la antigua tradición retórica griega atribuida a Longino, rescatada por Boileau en 1694, y que se refería al extraordinario entusiasmo que ciertos pasajes de autores antiguos suscitaban en los lectores, gracias al uso de un estilo elaborado e imaginativo. La idea de lo sublime que usa Kant ha sido, por decirlo así, fertilizada por el sentimiento melancólico que le inyectaron los ingleses, de Milton a Young, y que culmina en el famoso estudio de Edmund Burke en 1757: la Indagación filosófica sobre el origen de lo sublime y lo bello, traducido al alemán por Lessing en 1758 (Bartra, 2018, p. 25).

Bajo el tamiz, la idea de lo sublime de Boileau se asemeja más a lo que Kant distingue como lo bello, dejando para la sublimidad una noción que rebasa los límites de la mesura y contrariando lo propuesto por Boileau((Dice Kant: «la noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sobras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo ello encanta» (2017, p. 17).)): antes que lo simple, lo agradable y lo que se muestra sin afeites, para el filósofo alemán existen tres categorías dentro de las que se expresa lo sublime, lo terrorífico, lo noble y lo magnífico (cf. Kant, 2017, p. 17). La ruptura es doblemente significativa porque va más allá de una pugna entre clásicos y modernos en términos retóricos: es un cambio de sensibilidad que, por un lado, integra un nuevo modo de experimentar lo sublime ligado a partir de este momento a lo terrorífico (rasgo que desarrollará la novela gótica, por ejemplo), lo cual no era constitutivo de la preceptiva clásica y, por otro lado, proyecta al parámetro de la sublimidad hasta otras disciplinas artísticas, principalmente la plástica((No es este el lugar propicio para abundar sobre este punto y solo deseo anotar que la obra pictórica de Caspar David Friedrich, Hubert Robert, J. M. W. Turner, Caspar Wolf o incluso Eugéne Delacroix pueden ser un antecede de la perspectiva monumental del paisaje que habrán de retratar los pintores mexicanos como José María Velasco y Gerardo Murillo, alias Dr. Atl.)) (amén de que una importante contribución difusora procede del terreno de la filosofía, como ya vimos).

LITERATURA
Figura 1. Fuente: Wikimedia Commons

Por su parte, Francisco Cruz, en su artículo «Estética de lo sublime» (2006), hace un repaso de los comentaristas del siglo XVIII que analizan este concepto, en especial Burke y Kant. Para Burke, bajo la contemplación extática del elemento que lo suscita, «la mente está tan llena
de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que la absorbe. De ahí nace el gran poder de lo sublime, que, lejos de ser producido por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrebata mediante una fuerza irresistible» (cit. por Cruz, 2006, p. 138)((Para Kant dicho estado extático resulta problemático en términos axiológicos, al acarrear una desazón, una zozobra en que «el ánimo no es sólo atraído por el objeto, sino alternativamente, una y otra vez repelido también, [por lo que] la complacencia en lo sublime contiene menos un placer positivo que una admiración o respeto, esto es, algo que merece ser denominado placer negativo» (cit. por Cruz, 2006, p. 139).)). Dos son las peculiaridades que me interesa resaltar: una es la inducción en un estado de ánimo en que no se puede «razonar sobre el objeto que la absorbe»; la otra es el subterfugio de lo sublime que le otorga «una fuerza irresistible». Anular el razonamiento((A este respecto, quisiera plantear a modo de reflexión cómo el desarrollo de la sublimidad ha mostrado dos trayectorias. Una de ellas, en un sentido diríamos externo, busca afianzar una identidad colectiva (tal como lo planteo aquí a partir de los romanceros de la Independencia), y para ello modula su expresión dirigida a los demás. La otra trayectoria, que se interioriza sin encontrar plenos cauces de salida y que por ende podría calificarse como interna, conduce lo que sería, de acuerdo a un poema de Gérard de Nerval («El desdichado»), “el negro sol de la melancolía”. En su estudio El duelo de los ángeles, en el que (tomando como ejes de su análisis los aportes al respecto hechos por Kant, Max Weber y Walter Benjamin) lo sublime aparece atravesado por la flecha de la historia, pero también por una carga de razonamiento radical que lleva a la locura, Roger Bartra (cf. 2018: 9-12) recurre a la representación de los ángeles como emisarios de esos estados de lucidez sublime. El precio que la modernidad nos hace pagar cuando la mente es atraída por la magnitud de lo sublime puede ser el tedio, el hastío: el ángel de la historia que, a partir de un cuadro de Paul Klee, aparece en las Tesis sobre la filosofía de la Historia de Benjamin, puede ser comparsa del ángel de la melancolía, tal como figura en el famoso grabado de Alberto Durero, precisamente cuando lo sublime es tan extremo y desbordado que ha rebasado los límites de toda comprensión humana, al grado que ya ni las palabras alcanzan a enunciarlo.)) conlleva a que su influjo se obtenga no por el lado del convencimiento sino de la fascinación.

Burke en cierta medida agudiza las ideas que en su obra Los placeres de la imaginación (1712) ya había puesto a circular Addison, quien para contribuir al concepto inglés de lo sublime estableció como rasgo distintivo «la vista de alguna cosa grande, singular o bella» (Addison, 1991, p. 137). Una precisión al respecto: tales caracterizaciones, al menos en la versión traducida por José Luis Munárriz((José Luis Munárriz (1762-1830) fue miembro de la Real Academia de Historia, si bien participó de la esfera literaria española dentro de la escuela salmantina, haciéndose famoso precisamente por esta traducción de Blair (censurada por Moratín, pero respaldada por Manuel José Quintana); posteriormente llegaría a ser diputado por Navarra, pero se centró a las actividades académicas que le había conferido Fernando VII.)), no estipulan que esas cualidades se apliquen al concepto de lo sublime, sino al de placeres de la imaginación. Sin embargo, es viable interpretar estos placeres como sinónimos de lo sublime, siguiendo la línea de síntesis y proyección que de dicho concepto efectuó Hugh Blair (1718-1800), traducido también por José Luis Munárriz, personaje que puede ser visto como artífice de la idea de sublimidad en el ámbito hispanohablante, pues «la traducción que José Luis Munárriz hizo de Los placeres de la imaginación, también de Addison, provocó la emulación del estilo del inglés y de su interpretación del gusto ilustrado, así como de sus atisbos románticos» (Martínez Luna, 2005, p. 235).

Existen dos argumentos para sustentar esta afirmación. Uno lo constituye la referida síntesis de sus antecesores hecha por Blair: con respecto a Addison, Blair cita su ensayo y expone cómo lo sublime es sinónimo de la grandeza aludida por Addison en virtud de que «estos placeres nacen de la sublimidad o grandeza, la belleza, la novedad y otras causas» (Blair, 1815, p. 22). El segundo argumento se basa en el influjo que desde el ocaso del régimen virreinal esta obra tuvo en tierras americanas, concretamente en Nueva España y en las páginas del Diario de México, como lo constata Esther Martínez Luna en su estudio sobre la arcadia novohispana: «el inglés Hugh Blair fue el más citado, por su obra Lecciones sobre la retórica y las bellas letras (1783), traducida al castellano en 1798 por José Luis Munarriz» (2005, p. 234) y en su bibliografía aporta un dato más: en 1834 la Imprenta de Galván (donde trabajó el poeta Ignacio Rodríguez Galván((De ahí la línea de investigación de lo sublime que Margarita Alegría aplica en Historia y religión en Profecía de Guatímoc. Símbolos y representaciones culturales (2004, México, UAM) para analizar el poema romántico de Rodríguez Galván, «La profecía de Guatímoc»”.))) reeditó esta obra acompañada del «Tratado de lo sublime por Casio Longino». Gracias a esta reedición los teóricos de lo sublime se difundieron dentro del México independiente.

Por lo que respecta a las Lecciones de Blair, al deslindar objetos y escenas que mueven hacia un sentimiento de lo sublime, de lo que sería propiamente su enunciación((Por ejemplo, en La Iliada es de suyo sublime testificar el combate entre Aquiles y Héctor (a la que desde una semiosis saussuriana podría denominarse sublimidad del significado), pero a esta situación se agrega la enunciación sublime que realiza Homero de dicha escena (una sublimidad del significante).)), en el capítulo III del primer tomo se dedica a especificar cuáles serían esos objetos o situaciones que lo inducen: «la forma más sencilla de la grandeza externa se descubre señaladamente en las vastas e ilimitadas perspectivas de la naturaleza […]. Pero el espacio extendido en longitud no hace tanta impresión como en altura, o profundidad. Tales son una montaña mirada de abajo arriba, y una torre o precipicio terrible desde donde miramos hacia abajo» (Blair, 1815, p. 23). Un rasgo semejante le otorga Blair no ya a lo que tiene profundidad o altura sino un sonido estruendoso: «el estallido de un trueno, el bramido de los vientos y el sonido de vastas cataratas» (Blair,1815, p. 23) y en suma «todas las ideas que se acercan algo a lo terrible, contribuyen mucho a lo sublime» (Blair, 1815, p. 24).

En cuanto a su retórica de lo sublime, Blair promulga que el objeto a tratar debe, en principio, poseer esa cualidad: «el fundamento del sublime estriba siempre en la naturaleza del objeto», si bien también se requiere que el objeto en cuestión «esté presentado en el aspecto más propio para hacernos una impresión fuerte: y para esto es preciso que esté descrito con fuerza, concisión y sencillez, lo que no podrá hacerse si el poeta o el orador no está profundamente penetrado en inflamado de la idea que nos quiere comunicar» (Blair, 1815, p. 29). De estas tres características, la primera de ellas implica que la impresión de algo sublime no puede por necesidad, mantenerse durante mucho tiempo: «de esta idea del sublime se infiere que es una conmoción poco duradera. No hay ingenio que pueda por mucho tiempo mantener el ánimo elevado sobre su tono ordinario, pues éste ha de volver a caer por precisión de su situación natural» (Blair, 1815, p. 34). En suma, para Blair lo sublime procede: a) de la naturaleza presentada particularmente con proporciones mayúsculas (1815, pp. 23-25), b) de la divinidad (p. 25), c) de edificaciones (como la referida torre), d) de acciones (muchas de ellas que implican un peligro de muerte) (p. 26) y, apoyándose en Burke, e) de situaciones de terror (p. 27).

El estado de arrobamiento al que transporta el sentimiento de lo sublime constituye una selva de emociones dentro de las cuales una de las más relevantes tiene que ver con una grandeza «cualitativamente infinita» (mencionada por Dehennin) manifiesta en la naturaleza. De este modo, dentro del corpus de los romanceros de la Independencia, lo sublime se presenta de forma diríase locativa, pues en varios romances los elementos de la naturaleza suelen enmarcar el inicio o el final de las acciones, en algunos se hace referencia a edificaciones con cierta altura (la Alhóndiga de Granaditas, la torre de la Iglesia de Dolores), y en cuanto al asunto que tratan (no olvidar que son aportaciones literarias pertenecientes a la era moderna adheridas a un régimen republicano), elevan al sagrado nivel de divinidad la lucha por la patria o más específicamente la libertad, por medio de acciones que ponen en riesgo su vida.

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Alhóndiga de Granaditas, ciudad de Guanajuato, e Iglesia de Dolores Hidalgo.

2. Grandeza en dos sentidos: la américa utópica

A partir de la noción de que la imagen de América plasmada en obras pictográficas y literarias durante el periodo virreinal (e incluso después) es una construcción hecha a partir de las necesidades del pensamiento europeo((Así lo plantea en Los orígenes de la visión paradiasiaca de la naturaleza americana Jorge Ruedas de la Serna quien al revisar la perspectiva de Rousseau a partir del papel que le adjudica a su denominado como buen salvaje, acota: “la misión histórica del indio americano era la de una anunciación; éste, disfrutando inveteradamente de su libertad, jamás optaría por la ciudad envilecedora. Es por ello que el destinatario de Rousseau no era el salvaje, pues él no necesitaba de ninguna prédica civilizatoria, sino el europeo, verdadero impío” (Ruedas
de la Serna, 2010, p. 51). De ahí la importancia de obras como La invención de América (1995) de Edmundo O’Gorman, La visión de los vencidos de Miguel León Portilla) e incluso La conquista de América: el problema del Otro (1987), de Tzvetan Todorov que se ocupan por indagar la perspectiva alterna e incluso contrapuesta a las prerrogativas de dicha mentalidad europea.)), una parte de dicha construcción ha sido la de poseer dimensiones monumentales, ergo, sublimes, pero también se le concibe como un lugar propicio para la utopía. Estas ideas impactarán en la concepción retórica de los escritores hispanoamericanos a lo largo del siglo XIX, de un modo que vendría a ser de ida y vuelta, pues esa imagen va a ser replicada dentro de sus recreaciones literarias, al representar la posibilidad de asumir el proyecto utópico europeo. De ida y vuelta porque, aunque es innegable la derivación de esa proyección de estirpe occidental en tales recreaciones literarias, no es lo mismo que el emisor de dicha imagen sea un autor europeo a que sea uno hispanoamericano quien pondere las virtudes geográficas, climatológicas y culturales del Nuevo Mundo.

El escritor americano cristaliza así en su visión la necesidad de asumir ese ideal utópico como lo plantea Jorge Ruedas de la Serna, pues si a partir de su descubrimiento y conquista América se convierte en el territorio que encarna la descripción utópica de Tomás Moro, rodeada en sus cuatro esquinas por el océano, el axioma en cuestión indica que si estas tierras son nobles sus moradores también lo serán, y si es grande en dimensiones las gentes que lo pueblan replican en su carácter esta peculiaridad:

el aborigen americano era el emisario providencial para mostrar al hombre occidental el retorno a su casa primigenia, a su madre generosa que lo acogería como a todo hijo pródigo […]. Puede decirse que la operación realizada por Rousseau consistió en internalizar en la conciencia individual la idea de la naturaleza. El hombre debería aprender a leer en ese «libro abierto de la naturaleza», que había constituido un tópico clásico, pero que ya no estaba más en ninguna dimensión imaginaria, sino dentro del hombre mismo. Cuando la razón de la ley, o de la civilización, se contradecía con la razón natural oprimiendo los sentimientos nobles, era lícito optar por los designios de la naturaleza (Ruedas de la Serna, 2010, p. 51).

En la versión judeocristiana el paraíso terrenal se sitúa no en una isla sino junto a cuatro ríos, por lo que, como lo recuerda Ruedas de la Serna, apoyándose en Mircea Eliade, su ubicación insular sería producto de la pragmática asimilación hecha entre paraíso terrenal y país de Utopía (como la imaginada por Moro, relevante será recordar que en la etapa inicial de las grandes exploraciones en el Nuevo Mundo durante mucho tiempo se asentó la idea de que se trataba de una enorme isla), «la especie de “paraíso oceánico”, la isla paradisíaca en donde la existencia transcurría fuera del tiempo y de la historia» (Ruedas de la Serna, 1987, p. 45), es decir, una de las tantas adecuaciones de ideas y obras pasadas del ámbito profano a lo divino.

Justamente pocos años antes del inicio de la independencia, con el propósito de ensalzar no solo al rey Carlos IV, sino a la estatua ecuestre forjada por Manuel Tolsá((Respecto a esta escultura y las resonancias que produjo tanto al momento y al propósito por el que fue elaborada como por el destino que ha tenido, existe una extensa bibliografía y entre la más reciente que puedo mencionar está la edición hecha por Hugo Diego de la obra compilada por Beristáin y Souza, Cantos de las musas mexicanas (2008) y la de Eduardo Matos Moctezuma en su opúsculo Las andanzas de un calendario y los trotes de un caballito (2020), en el que narra los avatares del Calendario Azteca (o Piedra del Sol) y el Caballito alusivo a Carlos IV.)), tuvo lugar en la capital de la Nueva España a finales de 1803 un certamen poético denominado por José Mariano Beristáin de Sousa, Canto de las musas mexicanas((Obra que en varios sentidos es un antecedente de los romanceros a comentar, pues además de incluir este género en sus composiciones (si bien denotan que son una muestra de poesía netamente culta, pues el metro que utilizan es el endecasílabo, el cual resulta bastante anómalo si de romances hablamos), su propósito es congregar a un listado importantes de poetas para cantar no solo a la estatua y al monarca en ella representado, sino también la grandeza y nobleza del territorio y de los naturales americanos.)), y entre cuyas composiciones se registra una de autoría anónima que a la letra dice:

Felices mexicanos,
que desde Moctezuma
con obediencia suma
os amáis como hermanos,
y sois del nuevo mundo
un modelo de afectos sin segundo
(Beristáin, 2008, p. 115).

Ideológicamente al momento de su insurrección del imperio español, ante al peso de la historia y la cultura europeas, la intelligentsia criolla y mestiza va a culminar el proceso independentista oponiendo el valor de su dimensión y de los recursos naturales americanos por sobre el de los europeos, y en el plano histórico, religioso y cultural se dedica a revalorar el pasado prehispánico, a fin de equipararlos con los del Viejo Continente (hecho que de suyo daría pie a un análisis por separado((Durante el siglo XIX esta idea se asienta en la visión que los propios americanos tienen de la parte del mundo que habitan, por ejemplo, al desdoblarse en una dualidad en la que, de acuerdo a la interpretación de José Enrique Rodó, su perfil fisiológico lo encarna Calibán, mientras que el psicológico lo asume Ariel, dicotomía cuya prosapia de origen anglosajón, grosso modo, pareciera provenir del mencionado Moro.))). Aunado a ello, se conforma una visión del paisaje y la naturaleza que procede pues, de cánones occidentales, esto en cuanto al temple de ánimo, por así decirlo, para abordar el tema de lo nacional; vayamos ahora al formato poético que nos ocupa.

3. Romanceando la historia patria

Con estos antecedentes resulta factible pensar que, hacia la segunda mitad del XIX, la idea de romancear la historia y los episodios nacionales había cundido en el espíritu del sistema literario, propuesta que se insertaba en el proyecto de una literatura nacional proclamada por Ignacio Manuel Altamirano. Producto de todo ello es la convocatoria que en 1873 Gustavo Baz lanzó en las páginas de El Domingo (periódico fundado por Gustavo, barón de Gostkoswki, en 1871 y que duró hasta el mencionado año de 1873) para registrar líricamente «en nuestra historia hechos y hazañas dignas de ser exornadas con los adornos de la poesía popular» (cit. por Fernández y Mora, 2010, p. 341); su otro objetivo específico era hacerlo a través del romance y así «poder usar de ese metro tan precioso o acostumbrar a las masas a su agradable armonía» (cit. por Fernández y Mora, 2010, p. 341).

Existe otra razón de peso que puede hacer del romance un instrumento retórico útil para esta temática, como lo recuerda la investigadora Gloria B. Chicote:

desde sus orígenes, el género fue utilizado políticamente: visiones pro-árabes o pro-cristianas son identificables en los romances sobre la guerra de la Reconquista, filiaciones de signo contrario se pueden detectar en los romances históricos referidos a la sucesión del trono de Castilla en el siglo XIV, y, para dar un ejemplo del siglo XX, podemos pensar en la producción romancística que cantó los hechos de la Guerra Civil española (2008, p. 131).

Aunque el proyecto de escribir un romancero para cantar la independencia política con respecto de España empleando el formato español de narración poética por excelencia, pareciera un tanto paradójico, tal rasgo no parece haber sido problemático para Guillermo Prieto, quien de suyo ya había sentado sus reales en la utilización del formato del romance desde la aparición de su Musa callejera (1883) y luego en el Romancero nacional (1885), pues como él mismo lo comenta al final de este último «adopté el romance como lo más popular y acomodaticio a todos los tonos» (1885, p. 801). Sin embargo, entre ambas obras hay un sesgo diferenciador importante: la Musa callejera posee una raigambre romántica más plena porque en términos poéticos equivale a lo que en sus litografías plasmaron Hesiquio Iriarte y Andrés Campillo, y en sus comentario sobre ellas Hilarión Frías y Soto (redactor, además, del prólogo de Musa callejera), José María Rivera, Juan de Dios Arias, Ignacio Ramírez, Pantaleón Tovar y Niceto de Zamacois, en Los mexicanos pintados por sí mismos (1854), es decir, en la Musa callejera se realiza una tipología social al desfilar la china poblana, el aguador, el pregonero((Toda una tendencia costumbrista por retratar el modo de vida de los mexicanos se desató en el siglo XIX a través de la plástica (siendo la litografía la más usada), además de Hilarión Frías y Soto (1831-1905), de Claudio Linati (1790-1832) y Antonio García Cubas (1832-1912).
Como lo explica María Esther Pérez en su estudio «Genealogía de Los mexicanos pintados por sí mismos» (1998), esta tendencia costumbrista (y con resabios nacionalistas) era compartida en las letras nacionales especialmente por Guillermo Prieto y Manuel Payno, si bien el gremio de los litógrafos y de los literatos no siempre lograron sincronizarse: «en un principio [es decir, hacia 1845] los artículos de costumbres se publicaron sin ilustraciones, y paulatinamente se integró el trabajo plástico, el cual no siempre correspondía al género propiamente
dicho. Cuando se logró el acoplamiento de texto e imagen, era frecuente echar mano al trabajo realizado por autores extranjeros, hasta que finalmente los litógrafos nacionales incursionaron de lleno en el género» (Pérez Salas, 1998, p. 186).)), etc., con un Guillermo Prieto más descriptivo y costumbrista, mientras que en el Romancero, resulta ser más moralizante y por ello tendiente a la sublimidad, contribuyendo a conformar la estatuaria del panteón de los próceres nacionales.

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Figuras 4 e 5. Fuente: Los mexicanos pintados por sí mismos (1854)

Asimismo, Musa callejera nace de un impulso más natural de quien se asume como relator folclórico, un proyecto pues de varios años((Si bien, como lo documenta César García Gómez, hay un antecedente de la Musa callejera como sección de Versos inéditos de 1879; la de 1883 preparada por Filomeno Mata da cuenta de un rescate hemerográfico a fin de conformar el segundo tomo que «comprende todas las publicaciones festivas de Fidel que hemos encontrado en La Orquesta, El Correo de México, El Semanario Ilustrado, El Federalista,
La República, El Correo del Comercio y El Diario del Hogar cerrando el tomo con unas treinta composiciones inéditas, faltándonos sólo las publicadas en El Cura de Tamajón y El Monarca, cuyos periódicos fueron escritos durante la peregrinación de los Poderes Federales, en los años de 1862 a 1865» (cit. en García Gómez, 2020, p. 41), dato que probaría que Fidel trabajó este proyecto al menos desde 20 años antes de la edición de Filomeno Mata.)), mientras que el Romancero nacional parece ser una obra por encargo y con un carácter oficialista, más aun cuando en su epílogo agradece a quienes facilitaron su publicación, no solo a Altamirano (quien lo prologó, algo que Prieto pretendía desde la planeación editorial de Musa callejera pero que no logró concretarse, según lo expone García Gómez, 2020, p. 4), Juan de Dios Peza, Vicente Riva Palacio y Francisco Sosa, por el lado literario, sino al presidente Manuel González, al ministro de Justicia Joaquín Baranda, al secretario de Fomento Carlos Pacheco y hasta a Porfirio Díaz, por lo que respecta a la esfera política.

Cuando en 1910 Victoriano Agüeros se impone una tarea semejante, tanto el formato como el contenido (incluso el carácter oficialista mencionado) se reproducen a pesar de que, de acuerdo con la categorización tradicional de las tendencias líricas, estas habían evolucionado desde el llamado segundo romanticismo hasta el auge y decadencia del modernismo. No obstante es menester puntualizar que como tal sus características responden con justeza al programa literario romántico por su estructura colectiva, pues si bien se trata de autores del canon culto que asumen una expresión de índole popular, a diferencia del romancero de Prieto, presentan una obra resultado de la contribución, no de una sola pluma, sino de varias((A este respecto contrasta verificar cómo, además de colectiva y anónima, el romancero español es una obra de creación espontánea que en su origen se fue recopilando al paso del tiempo, mientras que la que él propone surge a partir de un programa y una convocatoria ex profeso.)); de hecho, en su propuesta Baz, hasta cierto punto, le enmienda la página a Prieto al criticarlo porque sus composiciones, al ser de estirpe pindárica, «no irán grabando en el corazón de las mujeres el divino sentimiento de la patria» (cit. por Fernández y Mora Perdomo, 2010, p. 342). De igual forma, se impone el objetivo de ser un producto de masas, es decir, aspira a que su destinatario sea la población en general, y no solo los interesados en el cultivo de nuestras letras.

En síntesis, estamos en presencia de sendos ejemplos de una escritura programática y de una literatura que sustenta su valía en cuanto a la temática que aborda. En el prólogo al Romancero nacional, Altamirano se apoya en Voltaire para deplorar cómo «los mexicanos no tienen la cabeza épica»: pasa revista a las temáticas que se han cultivado en la poesía mexicana, inclusive «los sucesos históricos de otros pueblos, [..] pero no nos ha ocurrido celebrar lo que tenemos de más digno del canto, a saber: el heroísmo de los padres de la Patria» (Prieto, 1885, p. iv). La afirmación no puede menos que ser sorpresiva si se toma en cuenta que Altamirano debió conocer el programa emprendido por Gostkowski y Gustavo Baz en las páginas de El Domingo y El Federalista desde el 30 de marzo de 1873 hasta el 20 de abril de 1876, la idea pues de un romancero con las características apuntadas por el maestro no era nueva.

¿Hubo desconocimiento u omisión intencional en Altamirano al lanzar esta observación? La pregunta se vuelve más enigmática al constatar cómo en su prólogo se remonta a los vestigios que en aquel entonces se conocían de la poesía náhuatl, siendo «los restos de la tribu mexica los únicos que podían entonar un canto sublime para eternizar la gloria sin igual de la defensa de México» (en Prieto, 1885, p. xiv), lo cual evidencia la familiaridad de Altamirano con ciertas nociones de sublimidad desprendidas de Blair. Asimismo, hace mención al ciclo cortesiano (quizás a sus oídos llegara la «Canción de Tacuba» de 1520 que refiere el episodio de Cortés en la Noche Triste) al referirse a El peregrino indiano de Antonio de Saavedra((Aunque no estarían propiamente dentro del rango a estudiar (el México independiente del siglo XIX) ni el género en específico (el romance, cuyo origen se ubica dentro de una lírica tradicional), la tendencia a ensalzar una figura político militar incluye en el ciclo cortesiano
(profusamente estudiado por Antonio Castro Leal, José Luis Martínez, Alfonso Méndez Plancarte y más recientemente en el estudio «La poesía épica en la Nueva España (siglo XVI)» de Margarita Peña y en el artículo «Los poemas de la Conquista» de Víctor Manuel Mendiola), además de El peregrino indiano (1599), al Carlo famoso (1566) de Luis Zapata, el Cortés valeroso (redactado entre 1582 y 1584) y La Mexicana (1594) de Gabriel Lasso de la Vega, el Nuevo mundo y conquista (1604) de Francisco de Terrazas, el Canto intitulado Mercurio (s/f) de Arias de Villalobos y hasta la Piedad heroyca de Don Fernando Cortés (1689) de Carlos de Sigüenza y Góngora, la Hernandía (1755) de Francisco Ruiz
de León y México conquistada (1798) de Juan de Escoiquiz (cf. Peña en Chang, 2002, p. 450-460, y Mendiola, 2019))), y ya en el México independiente a la famosa «Oda al 16 de septiembre» de Andrés Quintana Roo. Más adelante en dicho prólogo (quizás en una etapa más avanzada de su elaboración), Altamirano establece tres cualidades que debe poseer un proyecto así, esto es una «epopeya natural, colectiva y democrática», a partir de lo cual alude ahora sí al antecedente de Gostkowski y Baz, sin embargo, bajo su óptica de nuevo se trata de una tentativa insuficiente: «ésa habría sido una obra colectiva aunque no enteramente democrática, pero la dejaron trunca sus autores; su ejemplo no fue seguido por otros, y lo que la inconstancia juvenil no logró realizar lo ha conseguido por fin el entusiasmo inextinguible de este anciano» (Prieto, 1885, p. xxxix).

Será motivo de discusión si romanceros como el Juan A. Mateos, El general Porfirio Díaz en las batallas de Oriente (1888) (dedicado obviamente al hombre en la cúspide de su poder), haya sido herencia del ejemplo trazado por Prieto, pero al menos los Romances históricos mexicanos de José Peón y Contreras, por su fecha de publicación en 1878 (cinco años después de la obra realizada por Baz y Gostkowski) desmiente la afirmación del maestro Altamirano. Lo que sí sería incuestionable es su visión de esos tres rasgos de escritura estipulados para este tipo de «epopeya natural, colectiva y democrática», en la que lo natural reside en no tener que seguir las «reglas» neoclásicas para ajustarse a un metro como el de la octava real, por ejemplo, mismo que dominan los poetas cultos; lo colectivo, sin duda, consiste en una pluralidad de voces, lo cual sorprende que sea aplicado a Prieto, si bien es sabido que se le valoraba como un vocero de la sociedad decimonónica; y respecto a lo democrático, reviste una peculiaridad enigmática, quizás relativa a hacer llegar esta obra a la mayor cantidad de posibles lectores. Precisamente en su prólogo, Altamirano habla de suspender las reglas neoclásicas y de evitar lo «artificial» de una epopeya puesta en métrica de arte mayor (cf. Prieto, 1885, p. xxxviii), mientras que el mismo Prieto califica su obra como un chico «feicillo» y «anémico»” (Prieto, 1885, p. 804), pero que aspira llegar al entendimiento popular.

4. Hacia una nacionalización del sentimiento de lo sublime

Detrás de esta preceptiva de Altamirano se revela una afinidad con los presupuestos del romanticismo, en virtud de lo que Gloria B. Chicote comenta respecto de sus componentes nodales, su revaloración de la literatura popular:

El concepto mismo de literatura popular se adscribe a la construcción romántica de la historia literaria en la base de la distinción entre la Naturpoesie (poesía de la naturaleza) y la Kunstpoesie (poesía de arte). En este contexto debe ser entendido el interés de los teóricos alemanes por la poesía española de los siglos XVI y XVII: la poesía culta, transmitida a través de la nueva tecnología de la imprenta, se posiciona en la génesis de la historia literaria, y la poesía popular, en especial el romancero, se recoge con igual fervor con el propósito de validar la noción romántica de ‘pueblo poeta’ (2008, p. 131).

De acuerdo con la definición que suscribe Aurelio González, recogida de Menéndez Pidal, bajo los lineamientos postulados en las páginas de El Domingo en 1873, la lírica de los romanceros sería popular antes que perteneciente a la tradicional oral. Grosso modo, en el planteamiento de Menéndez Pidal lo popular puede corresponder a ese «educar a las masas» mencionado por Gustavo Baz, pero el filólogo español condiciona que cuando el medio es letrado, ya no puede ser tradicional, área que es exclusiva para una transmisión oral. Esto porque de acuerdo a la cita que toma González de Menéndez Pidal, «la esencia de lo tradicional está, pues, más allá de la mera recepción o aceptación de una poesía por el pueblo, […] en la reelaboración de la poesía por medio de las variantes» (cit. por González, 2016, p. 56), y para que las haya debe prescindirse de la letra impresa que debido a su fijeza anula, en principio, la existencia de variantes.

Ahora bien, dentro de las lenguas europeas y sus formas líricas narrativas que «conservan en la memoria acciones sucedidas efectivamente y pueden reflejar incluso las hazañas de héroes que representan valores nacionales en momentos épicos y contextos de crisis», Aurelio González coloca «la balada tradicional» cuya «expresión hispánica» sería el «Romancero» (2016, p. 102). Sobre este punto, es menester precisar que tales romanceros constituyen el puerto de llegada de este género lírico narrativo dentro de la literatura culta, mientras que por el lado de la tradición lirica oral el relevo lo va tomando el corrido, composición de temáticas (sentimentales, narrativas, épicas, humorísticas, de crítica social, etc.) y estructura semejante al romance, pero que se distingue de este (a partir de la catalogación de Menéndez Pidal) por el hecho de que su autoría es por lo general anónima (de un anónimo colectivo) y su transmisión se da de forma esencialmente oral. El otro rasgo diferenciador es que si bien el romance, en tanto derivado de la balada, también se cantaba, esto deja de suceder con los romances cultos, mientras que en el caso del corrido el acompañamiento musical constituye un elemento constitutivo indispensable.

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Figuras 6 y 7. Portadas Fonte: Romancero de Victoriano Agüeros: edición original (1910) y conmemorativa (2010)

Conforme a tales parámetros conviene preguntarse si el romancero de Prieto y los editados por Baz y Agüeros son poesía popular y logran ser expresión de un «pueblo poeta», pues la estratagema romántica residió en su momento en apropiarse de lo folclórico y oral para consagrarlo como muestras de cultura letrada. De forma casi sincronizada, esto sucedió, por ejemplo, en Argentina con la obra de Martín Fierro (1872) y La vuelta de Martín Fierro (1879), pues José Hernández toma una forma de expresión popular colectiva (la de los gauchos y payadores, gente de la campiña pampera) para darle su nombre y fijarla en letra impresa, lo cual en cierta medida implica oficializarla. En cuanto a los dos romanceros realmente colectivos, los proyectados por Gustavo Baz y Victoriano Agüeros, Ángel José Fernández y Leticia Mora Perdomo explican cómo el programa desprendido a partir de la postulación de estas obras responde a «la institucionalización de la literatura —que tuvo rasgos predominantemente nacionalistas, una discursividad patriótica y una intención de ecuménica pedagogía social» (Fernández y Mora Perdomo, 2010, p. 9).

Tanto Agüeros como Baz coinciden en el hecho de justificar su proyecto editorial por «sacar del olvido, y presentar a los ojos de la actual generación, que los ignora o los ha olvidado, los nombres de muchos héroes y caudillos que se distinguieron y perecieron en aquella guerra, y ofrecerle los relatos de sus vidas y hechos gloriosos, para que así aprenda el pueblo a estimar sus sacrificios y bendecir su memoria», externa Agüeros (2010, p. iii), mientras que Baz lo proclama arguye: «la formación de un Romancero traería además la ventaja de popularizar la historia de nuestra Independencia; de dar a conocer nuestros héroes; de inspirar en los niños el orgullo nacional; de excitar en ellos el amor patrio» (Fernández y Mora Perdomo, 2010, pp. 341-342). En suma, hablamos de un instrumento aleccionador de masas (un ilustrar recreando), intención que, como lo expone Tonia Raquejo, ya se venía gestando en el pensamiento de Joseph Addison, esto es, «educar al público para erradicar la ignorancia del país» (Raquejo, en Addison, 1991, p. 99), usando en este caso para ello la herramienta de lo sublime.

Como ya lo había hecho notar, las menciones a la naturaleza, a fenómenos meteorológicos o a las etapas del día se vuelven una constante. Entre las referentes a altas cumbres figura «Pípila» de Francisco A. Lerdo: «Bañaba el sol las montañas/ que a Guanajuato circundan,/ y cual celosos guardianes/ a protegerla se agrupan» (Fernández y Mora Perdomo, 2010, p. 41). Su función no es solamente locativa como venía diciendo, pues al abordar el episodio de la toma de la Alhóndiga de Granaditas su monumentalidad predispone el ánimo a la grandeza de la hazaña a narrar. Algo semejante pasa en el romance «Quecholac» de Gustavo Baz:

Estrella del navegante,
el altivo Citlaltépetl,
se alza dominando excelso
con su corona de nieve,
desde las ondas del Golfo
hasta do el sol desaparece,
y a su falda las campiñas
y las llanuras se extienden,
ornadas de verdes selvas
y de arroyos transparentes […].
Hasta que al fin cuando opaco
ya brilla el sol en poniente
mientras de carmín colora
con luz moribunda y tenue,
la blanca nivosa cima
del altivo Citlaltépetl,
de Bailén los vencedores
marchitando sus laureles
rinden armas y banderas
a las tropas insurgentes
(Fernández y Mora Perdomo, 2010, pp. 205, 208).

El sentimiento de lo sublime se anuncia a partir del tamaño de esta montaña desde la cual se alcanza a ver el mar, pero también se aprovecha para asimilar, como hacia el final se describe, el enrojecido momento del crepúsculo a la par que por la sangre vertida en aquella batalla del 14 de octubre de 1813. En «La retirada de Acapulco» de Manuel de Olaguíbel, que retrata la ofensiva de Morelos para tomar dicha plaza, a los peñascos en los que se bate el mar, en una suerte de presagio se suma la presencia de una imponente edificación, además de la oscuridad también mencionada por Blair:

El castillo de Acapulco
–cubierto de espesa sombra–,
su torreón iluminaba
en noche tempestüosa;

alzaba la mar sus aguas
en negras, rugientes olas,
azotando las arenas,
rompiéndose entre las rocas
(Fernández y Mora Perdomo, 2010, p. 61).

Uno de los romances que se solaza de forma más pronunciada en describir y calificar y hasta personificar a un elemento de la naturaleza es «Al Pánuco» de Joaquín Téllez, pues además de alabar sus bondades linfáticas que no le piden nada a las europeas, «No es Venecia la indolente/ la sultana de los mares/ a quien homenaje rinden/ trovadores inmortales,/ el sacro numen que inspira estos humildes cantares», y de desarrollar una descripción casi erótico-bucólica: «¡Cuántos Pánuco dichoso,/ de tierno llanto raudales/ habrán guardado en tu seno/ las tampiqueñas amables,/ rogándote que su nombre/ y sus infortunios calles!», la pluralidad de asuntos y tonos lleva al poeta a otorgarle al mencionado río funciones marciales durante la intentona de reconquista por parte de la expedición de Isidro Barradas:

El historiador nos cuenta
en páginas Inmortales,
que tus ondas cristalinas
se enrojecieron con sangre
de mil valientes guerreros
que en mortífero combate
sostuvieron de mi patria
el pabellón trigarante,
a Barradas castigando
con espantoso desastre
Entonces, dice la fama,
que rugiendo de coraje
arrebató tu corriente
del invasor el cadáver,
para lanzarlo al abismo
del Atlántico insondable
(Fernández/Mora Perdomo, 2010, pp. 273, 274).

 

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Figura 8. Fuente: Wikimedia Commons

Como se ve en este fragmento, el desarrollo de lo sublime opera en función del sonido «rugiente» del río, pero también de operación bélica que a sus orillas tuvo lugar el 11 de septiembre de 1829 (la llamada Batalla de Tampico en que los generales Santa Anna y Mier y Terán derrotan al brigadier español Isidro Barradas) y de la prosopopeya de mayúsculas dimensiones al calificar al océano donde desemboca como un «abismo». Llama la atención este romance en particular porque, además de darle un respaldo de autoridad a su relato con la mención a un «historiador» en quien se apoya, a diferencia de la mayoría de las muestras contenidas en ambas compilaciones el esquema se invierte: en casi todos la descripción espacial sirve como elemento introductor de la acción, la cual domina la mayor parte de los romances (como sucede tradicionalmente en este género), mientras que en este su autor se explaya en su prosopopeya del río y, luego de referir en forma mínima una acción de la gesta independentista, regresa al tono propio de una oda pastoril.

¡En tu gloriosa carrera
siempre en perlas se desate
tu corriente, fecundando
las tierras por donde pases;
los pájaros de la selva
vengan a la orilla, canten,
y en tu linfa transparente
alborozados se bañen;
el sol con su disco de oro,
cuando en el cenit derrame
torrentes de luz y vida,
en tu fondo vea su imagen […]
Y deteniendo mis pasos
otra vez volví a mirarle,
y vi que torciendo su curso
–como a su nido las aves–,
limpio, callado, tranquilo
fue a sepultarse en los mares.
(Fernández y Mora Perdomo, 2010, pp. 273, 274).

Este ingrediente, que remite un poco al tema virgiliano del locus amoenus, se replica en el Romancero de 1910, en un romance que podría denominar algo tardío, pues sin duda (debido a la juventud de su autor) se integra a los que este editor refiere así en su prólogo: «habiendo aprobado y aplaudido la idea de publicar este romancero algunos de nuestros poetas contemporáneos, éstos bondadosamente ofrecieron al editor escribir algunos más» (Agüeros, 1910, p. vii). Se trata de la composición «Leona Vicario» de Fulgencio Vargas, cuyo contraste en los ambientes que crea, me parece que bordea en las lindes entre lo bello y lo sublime categorizados por Kant, pues el espacio grato y ameno que retrata al principio del apartado II, va a ser sustituido por el tono grave y algo sentencioso hacia el final del dicho apartado, con todo y sus «picos excelsos» que remiten al sentimiento de lo sublime:

II
Alegre está la campiña,
muy alegre el campamento:
la naturaleza viste
de ricas galas el suelo.
En todas partes la luz,
el perfume, los conciertos;
endechas en la espesura,
entre las flores el céfiro,
arriba el azul sin mancha
sobre los picos excelsos […].
Agítanse los soldados
bulle la gente del pueblo […]
que treguas dando al combate
y a los heroicos esfuerzos
por conquistar en el mundo
la Independencia de México,
se olvidan de la amargura,
de la inquietud y el desvelo,
para unir sus ilusiones
al mutuo contentamiento.
[…] es preciso que a la lid
tornen los bravos guerreros;
que si por la patria luchan
y su innegable derecho,
indigno de mexicanos
fuera hundirse en el beleño
que la dicha les ofrece
con su virtud y sosiego.
Y allá van los combatientes
con su titánico esfuerzo,
a medir sus energías
con el valor del ibero:
quédense en lontananza
para los ánimos quietos,
endechas en la espesura
entre las flores el céfiro,
arriba el azul sin mancha
sobre los picos excelsos
(Agüeros, 2010, pp. 162-163).

En su conjunto pues, se constata cómo los romanceros de la Independencia en efecto buscan reactivar de forma sublime la memoria de personajes históricos poco conocidos de dicha gesta, así como ensalzar la variada topografía mexicana, una especie de ruta de la Independencia no del todo oficial en la que desfilan poblaciones pintorescas como Zacoalco, San Juan Coscomatepec, Chepetlán, Pánuco, Aculco, etcétera, agregando a su valor histórico uno de orden geográfico y antropológico. No obstante, debido a su intención programática, originada por su intrínseco afán pedagógico, al romper con la espontaneidad característica de la expresión popular, esto impide que tales romanceros sean calificados como muestras literarias del «pueblo poeta». Ello no imposibilita, sin embargo, que sus destinatarios alcancen a vislumbrar un sustrato de identidad en el que se reconozcan (por ejemplo, en el sentido topográfico al que me refería) y perciban, como en el caso de la figura y la obra de Prieto (pero no solo en ese), una especie de vocero comunitario.

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