Rocío Fatyass
Universidad Nacional de Villa María, Villa María, Argentina.
ORCID: 0000-0003-1879-5828
rociofatyass@gmail.com
Griselda Conde
Instituto Superior de Formación Docente de Nivel Superior, Santa Rosa, La Pampa, Argentina.
ORCID: 0000-0001-9900-3591
griseldaconde@hotmail.com
Recibido: 13/03/2022 – Aceptado: 25/04/2022
Resumen: Este ensayo analiza las categorías violencia y desigualdad desde las experiencias de niñas y niños que trabajan en la calle y asisten a la escuela. El objetivo del artículo es aportar a la comprensión de estas nociones desde un enfoque situado. Para ello, como marco metodológico se produce una triangulación entre la revisión de fuentes bibliográficas, el registro de campo de investigaciones e intervenciones que tuvieron lugar en diferentes barrios populares de una ciudad de la provincia de Córdoba (Argentina) y el análisis desde una perspectiva relacional y contextual que busca visibilizar las heterogéneas intersecciones y dimensiones de la experiencia infantil, para desmontar imágenes hegemónicas sobre las infancias trabajadoras y escolares. Las principales conclusiones señalan que las violencias hacia las infancias se encuentran unidas a condiciones de desigualdad estructural y a lazos intergeneracionales de poder e indican que estos procesos no son fatales, pues ciertas relaciones y vivencias de las niñas y los niños movilizan prácticas de agencia y resistencia. Por tanto, se aportan algunos interrogantes y desafíos para resignificar las experiencias infantiles en el escenario actual.
Palabras claves: violencias, desigualdad, infancias, experiencias.
Between pictures and experiences of girls and boys: notes to reflect on childhood, violence and inequality
Abstract: This essay analyzes the categories of violence and inequality from the experiences of girls and boys who work in the street and attend school. This article´s goal is to contribute to the understanding of these concepts from a situational approach. To do this, as a methodological framework, a triangulation is produced between the review of bibliographic sources, the field record of investigations and interventions that took place in different popular neighborhoods of a city in the province of Córdoba (Argentina) and the analysis from a relational perspective and contextual that seeks to make visible the heterogeneous intersections and dimensions of childhood experience, to dismantle hegemonic images of working and school childhoods. The main conclusions point out that violence against children is linked to conditions of structural inequality and intergenerational power relations and indicate that these processes are not fatal, since certain relationships and experiences of girls and boys mobilize practices of agency and resistance. Therefore, some questions and challenges are provided to re-signify childdren´s experiences in the current scenario.
Keywords: violence, inequality, childhood, experiences.
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Desde dónde miramos
El encuadre del ensayo se configura a partir de un escenario con imágenes, preguntas y emergentes de nuestros trabajos de acción e inserción profesional como docentes e investigadoras, para pensar las experiencias infantiles en contextos de violencia y desigualdad social. Enfocamos entonces en situaciones que vivencian las infancias trabajadoras y escolarizadas; qué miradas socialmente hegemónicas recaen sobre ellas; y, finalmente, cómo niñas y niños atraviesan y lidian con procesos de vulneración de derechos.
El maltrato a las infancias y adolescencias constituye una problemática de indiscutible actualidad y alcanza a millones de niños, niñas y adolescentes (NNyA) a nivel mundial. Tomamos como punto de partida algunos datos proporcionados por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Así, en América Latina y el Caribe, alrededor de 6 millones de niñas y niños se enfrentan a la violencia, el abuso y el abandono social y material. En particular, la violencia como disciplina infantil en el hogar (incluso por fuera de él) es una práctica extendida en Argentina: dos de cada tres hogares con al menos una niña o niño utilizan métodos de corrección que incluyen el castigo físico o la agresión verbal.
Asimismo, existen múltiples tipos de violencias a los que niñas y niños son sometidos y tienen graves consecuencias para su integridad física y psicológica, derivando en muchos casos en la muerte. La incidencia del maltrato y la violencia sexual hacia NNyA en Argentina, junto con la naturalización de estos eventos son alarmantes, observándose fundamentalmente en el ámbito familiar o de parentesco (Mollo, 2021; UNICEF, 2016; Bringiotti, 2015, Bringiotti, 2000; Giberti, 2015). Según otro informe de UNICEF (2016), la violencia hacia las niñas y los niños se incrementa en condiciones de pobreza, es decir, no puede tratarse de manera descontextualizada.
Nos preguntamos entonces, de qué modo se entraman las categorías de violencia y desigualdad; qué permiten problematizar respecto a las experiencias infantiles; cómo abordarlas más allá del espacio privado o familiar; y, sobre todo, cómo estos hilos conceptuales toman sentidos ambivalentes cuando los tejemos y analizamos junto con las propias prácticas, narrativas e interacciones de niñas y niños.
Nos interesa deconstruir sentidos comunes, en especial, sobre la infancia trabajadora y respecto a las construcciones vinculares en las infancias escolares, pues estos dos escenarios representan nuestros ámbitos de inserción profesional y de investigación. Desde la triangulación metodológica (Baranger, 1992; Vasilachis de Gialdino, 2006; Bogdan y Taylor, 1996) generamos diferentes acercamientos a esta temática, según el cruce entre fuentes bibliográficas y documentos pertinentes, notas de campo etnográficas de investigaciones antecedentes, sumado al análisis contextual de las prácticas y voces infantiles. De este modo, ampliamos la perspectiva para comprender el escenario, validar la información obtenida y otorgar consistencia a la misma. En suma, epistemológicamente consideramos que para conocer e interpretar las heterogéneas experiencias de niñas y niños resulta central asumir una mirada relacional, situada e interseccional. Esto involucra, al menos, tres consideraciones por medio de las cuales debemos: 1) reponer las relaciones de niñas y niños con otros grupos sociales, 2) dar cuenta de sus contextos de vida y 3) enfocar cómo ellas y ellos procesan estas condiciones de existencia materiales y simbólicas desde sus posiciones de edad, clase, género, entre otras adscripciones sociales.
Buscamos reconocer entonces que junto a las violencias y desigualdades «en la calle» y «en la escuela», se moldean las experiencias y las prácticas de agencia de niñas y niños (Szulc, 2019; Fatyass, 2022) que lindan con múltiples opresiones, sin sucumbir en ellas (Frasco et al., 2021).
Partimos de escenas movilizadoras como el limosneo de niñas y niños y el entramado de relaciones vinculares desiguales en la escuela que se entretejen detrás de la imagen de una niña o niño disperso y solo. Estas escenas, con sus distancias y cercanías, provocan espectadores pasivos, atrapados en los relatos de victimización que producen sobre ellas y ellos. En tensión, ponemos en juego las nociones de violencia, desigualdad y experiencia (Williams, 1997), para invitar a tomar posiciones activas que posibiliten comprender las múltiples vivencias y relaciones de las infancias.
Intentamos dilucidar cuáles son las conexiones entre estas imágenes y experiencias, a favor de interpelar el actual discurso de derecho y su relato normativo (a veces lineal) sobre la protección de la infancia.
En definitiva, desde el posicionamiento de espectador buscamos dilucidar qué se pone en juego en estas escenas; qué sentidos morales y expectativas sociales se enredan respecto a las infancias trabajadoras y escolares; cómo estas perspectivas posibilitan adjetivizar e invisibilizar a las propias vivencias infantiles. Y para nosotras, cuáles son los desafíos para volver a mirar de modo situado y crítico a las múltiples experiencias de niñas y niños.
Una triada para armar: violencia, desigualdad y experiencias infantiles
La violencia es un concepto difuso y, a la vez, impregna el lenguaje común. Todos parecen saber de qué hablan cuando hablan de violencia. Esta es objeto de condena moral (Zucal y Noel, 2009), por esa misma razón debe ser objetivada.
Como expresión física o simbólica, la violencia es constitutiva de las relaciones sociales, aunque varía en distintos contextos de producción. Así, la emocionalización de la infancia (Zelizer, 2009) y los relatos centrados en su supuesto resguardo en oposición al maltrato infantil son producto de la modernidad y sus instituciones, como la familia, la escuela y el Estado. Asimismo, la violencia parece episódica en sus manifestaciones extremas, pero al mismo tiempo es permanente en sus consecuencias y en las relaciones que produce (Noel, 2008).
Por su parte, la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CDN) en su artículo 19 decreta la protección de la infancia en situaciones de violencia, incluyendo el abandono, el descuido, la explotación y la violencia sexual.
Ahora bien, como recuerda Galaz et al. (2019), la Convención no refiere al concepto de poder y desigualdad para abordar la violencia. Se la encuadra como un fenómeno individual, excepcional, casi «flotante», invisibilizando al Estado y a las relaciones intergeneracionales que, con sus normas, discursos, moralidades y dispositivos (Fassin, 2016), contribuyen a la constitución y reproducción de esa violencia. Los efectos y génesis de la violencia (o las violencias en plural) no siempre son visibles, no pertenecen al espacio de lo privado, por ello debemos resituar su abordaje. Esto es, cómo se entraman las violencias y desigualdades en espacios y tiempos particulares y desde relaciones sociales dinámicas y de larga duración.
Desde un foco crítico y en diálogo con la episteme de la interseccionalidad (Haraway, 2019), la violencia en la infancia nos permite advertir, fundamentalmente, ese lugar subalterno y desigual que históricamente han tenido niñas y niños. La posición estructural de las infancias en la sociedad provoca múltiples intervenciones arbitrarias sobre ellas y ellos.
Las niñas y los niños aún son considerados en el discurso público y en el estatal como dependientes, maleables y frágiles. Ellas y ellos son definidos socialmente desde el «todavía no», porque «están en formación», plenitud que parece estar reservada solo para la edad adulta (Morales y Magistris, 2018). Inclusive, desde estos supuestos hegemónicos, niñas y niños no podrían organizarse ni participar plenamente de la vida social y política, cuya representación sigue vedada por las y los adultos que se reservan la potestad de dar «voz a la infancia» y voto al «interés superior del niño».
En efecto, se pueden resumir cinco versiones acerca de las infancias, a saber, los niños y las niñas: 1) son propiedades de los padres/madres; 2) son proyectos de personas adultas; 3) son víctimas o victimarios (sobre todo los niños pobres son considerados como potencialmente peligrosos); 4) están relegados y relegadas al ámbito privado y no participan de la vida colectiva; y 5) son seres incapaces y con necesidad de ayuda.
En suma, el adultismo moldea procesos de violencia y desigualdad hacia las infancias y se manifiesta, al menos, de tres maneras: en primer lugar, negándoles a niñas y niños el derecho a opinar, a organizarse, regulándolos desde la representación legal y política y definiendo cómo ellas y ellos deben actuar ante determinadas situaciones, etc. En segundo lugar, con la dependencia económica hacia sus padres, madres, tutores, tutoras. Por último, desde la violencia física y sexual que aún hoy se utiliza como forma de castigo y de dominación (Morales y Magistris, 2018).
Estos sentidos residuales y actuales del adultocentrismo (Bustelo Graffigna, 2011; Llobet, 2014), entendido como principio naturalizado de dominio sobre la expresión y el cuerpo infantil, sobre sus condiciones simbólicas y materiales de existencia, aglutinan entonces diversas opresiones que recaen sobre este grupo generacional. Niñas y niños son sofocados no solo por su adscripción de edad, sino por su condición de género, clase, etnia y localización, posiciones y relaciones que profundizan las diferencias y desigualdades (Mintz, 2008) a lo largo de la historia.
En muchos casos, las huellas tempranas de la marginalidad y la exclusión social en las infancias condicionan sus itinerarios y «biografías anticipadas (Frigerio, 1992) que ubican a los recién llegados al mundo en una posición de inferioridad y subalternidad desde el inicio» (Redondo, 2015, p. 155). Este posicionamiento refuerza atributos estigmatizantes acerca de la condición de «ser pobre» y formar parte de una sociedad desigual, causando en parte la autopercepción de inferioridad en estos grupos (Adduci, 2021).
Históricamente, las infancias, sobre todo en situación de pobreza, han sido excluidas. Los aportes de Carli (1999) nos permiten reafirmar que la constitución de la niñez en tanto sujeto «sólo puede analizarse en la tensión estrecha que se produce entre la intervención adulta y la experiencia del niño, entre lo que se ha denominado la construcción social de la infancia y la historia irrepetible de cada niño» (Carli, 1999, p. 1).
En un sentido similar, los estudios inaugurales del campo de la infancia, conocidos como «Childhood Studies» (James y James, 2008; James, 2013; Jenks, 1996; Mayall, 2002; Qvortrup et al., 2009), indican que la infancia como institución está configurada con prácticas, discursos, expectativas y regulaciones de las y los adultos respecto a las niñas y los niños. En tensión, las propias niñas y niños como agentes sociales sostienen diferentes formas, prácticas y relaciones que resignifican las categorías de infancia disponibles en cada contexto histórico.
Justamente, esta matriz social e histórica de dominación (Duarte Quapper, 2018) va enmarcando procesos de subjetivación, que en tanto tales siempre son heterogéneos, con líneas de fuga, con contestaciones y resistencias (Rockwell, 2006) que sostienen territorialmente niñas y niños en su vida cotidiana.
De tal manera, si bien la infancia se construye desde relaciones sociales desiguales y niñas y niños atraviesan múltiples violencias, resulta urgente deconstruir los relatos de victimización que las y los colocan como meros sujetos pasivos, sin romantizar las situaciones de subordinación, precariedad y opresión (Valentine, 2011). En efecto, es necesario interrogar cómo niñas y niños viven, sienten y lidian con estas violencias y desigualdades en contexto.
A propósito, ponemos en juego a continuación algunas reflexiones situadas en dos escenarios, «la calle» y «la escuela», para reflexionar cómo los heterogéneos derroteros infantiles complejizan las categorías de análisis de partida, como son la violencia y la desigualdad.
«A esta hora exactamente, hay un niño en la calle…»
Desde nuestros trabajos de investigación e intervención de corte etnográfico, en este apartado nos interesa detenernos en niños entre 9 y 11 años que trabajan en espacios urbanos, en ciudades de mediano alcance, como es el caso de Villa María en la provincia de Córdoba (Argentina). Buscamos desarmar determinados retratos sobre el «pobre niño trabajador», los cuales ocasionan acciones sociales y estatales altruistas que buscan limitar y condenar estas relaciones y prácticas que enreda el trabajo infantil, y al mismo tiempo las posibilitan.
Precisamente, el rechazo al trabajo infantil despliega sensibilidades, moralidades, discursos y dispositivos que configuran las políticas contemporáneas, así como delinean el accionar de actores y organizaciones no estatales que también intervienen en el gobierno humanitario (Fassin, 2016) que incurre en especial sobre niñas y niños en situación de pobreza.
Estos sentimientos morales involucran un conjunto de acciones para administrar y regular la existencia de estas niñas y niños, actualizando muchas veces posiciones de dominio entre las generaciones y los grupos sociales, así como sentidos adultocéntricos, en el afán del resguardo de las niñeces. Por ello, el gobierno humanitario de la infancia deviene en representar a niñas y niños como inocentes en su cualidad moral y vulnerables en su condición social.
Particularmente en América Latina, agendas de desarrollo social e investigación, gubernamentales o no, apuntan a la erradicación del trabajo infantil, de acuerdo con resonancias proteccionistas de la Convención Internacional de los Derechos del Niño y de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que dictamina al trabajo infantil como todo aquel que priva a las niñas y a los niños de «una niñez» y que es perjudicial para su desarrollo físico y psicológico. La mirada de la OIT se vuelve especialmente problemática cuando, al evidenciar las condiciones de trabajo infantil (en el ámbito familiar o por fuera de él), éstas son definidas a priori como «malas condiciones», romantizando no en pocas ocasiones los ambientes en los que se debe criar y cuidar a las niñas y a los niños (Frasco et al., 2021).
Desde estas retóricas abolicionistas, niñas y niños que trabajan en diferentes contextos son reducidos a un sujeto infantil en abstracto que solo juega, que solo debe ir a la escuela y que depende estrictamente de los adultos para el sostenimiento de su vida.
La sociedad se conmueve entonces ante la escena de las niñas y los niños que, por ejemplo, venden mercaderías, piden monedas y/o limpian vidrios en la calle quienes supuestamente permanecen fuera de la escuela descuidados por sus familias que aparecen como los principales responsables pues «lo mandan a trabajar». Este consenso compasional no logra auditar otras historias sobre las infancias que trabajan, más bien victimiza al «niño trabajador» (Llobet, 2019), cuya categoría siempre situada envuelve múltiples capas de sentido.
De tal manera, el temor a que los itinerarios del trabajo los dañe actualiza un esencialismo romántico que cuenta una única historia sobre las niñas y los niños que trabajan, centrada en lo que «no» deben hacer, sin enfocarse detenidamente en el contexto en el cual transcurren estas relaciones productivas (Llobet, 2012).
Así, el problema de los estereotipos o discursos hegemónicos sobre la infancia trabajadora, no es que sean falsos, ni mal intencionados, sino que estos retienen unas cuantas características sencillas, fácilmente percibidas y ampliamente reconocidas acerca de las niñas y los niños; los limitan a esos rasgos, los exageran, los simplifican y los fijan sin cambio o desarrollo hasta la eternidad. Por consiguiente, la estereotipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la «diferencia», obturando una toma de posición crítica para problematizar las múltiples experiencias.
En otros términos, el rechazo a la infancia trabajadora invisibiliza la complejidad de las prácticas y relaciones de niñas y niños que trabajan y cuidan en contextos de desigualdad social persistente (Tilly, 2000), con sus coordenadas culturales, derroteros, resistencias y contestaciones. En distancia, un abordaje crítico sobre el trabajo de niñas y niños debería leerse en clave de sus procesos de integración sociocultural y espacial; de acuerdo con arreglos familiares, territorios y entramados institucionales y estatales.
En esta dirección, diversas investigaciones etnográficas (Frasco, 2016, 2019; Glokner, 2014; Leyra Fatou, 2012; Liebel y Saadi, 2010; Macri, 2012; Padwer, 2010; Rausky, 2009; Rausky y Leyra Fatou, 2017) demuestran que en ocasiones y según diferentes escenarios niñas y niños en situación de pobreza se comprometen en amplias actividades productivas.
Algunas niñas y algunos niños tienen amplia responsabilidad por el funcionamiento del hogar y en los quehaceres (Rizzini y Fonseca, 2002), ya sea como limpiadores, auxiliares o como intermediarios (asalariados o no) en empresas domésticas en contextos de pobreza urbana.
En una línea similar, los aportes de Remorini et al. (2019) analizan etnográficamente la participación de niñas y niños de comunidades rurales en actividades de subsistencia doméstica según las habilidades que incorporan mediante esta colaboración. A partir de esta distribución de tareas y de los conocimientos legados por las adultas, niñas y niños contribuyen con el lavado de utensilios, se involucran en la obtención y preparación de alimentos, desarrollan labores vinculadas con la elaboración de productos para la venta, hasta el cuidado de hermanas o hermanos menores.
Otras pesquisas de Remorini junto con Laplacette (2020) sobre la infancia indígena latinoamericana, posibilitan ampliar las cartografías del trabajo de cuidado infantil y advierten que la distribución y la realización de las tareas productivas y reproductivas en los hogares en contextos rurales coordinadas por los adultos se vuelven disposición cotidiana en las niñeces. De este modo, el estar pendientes de otros y formar parte activa en las labores de la comunidad conforman procesos de crianza de niñas y niños, sin abolir la agencia de estas y estos, que sostiene minuciosas rutinas éticas a partir de novedosos repertorios de acción, con sus propias tramas e intensidades.
Es posible reconocer conjuntamente otra literatura dentro de los debates del cuidado (Hernández, 2017, 2019) que se refiere a las niñas y a los niños que cuidan a miembros de la familia, menores y/o ancianos, particularmente con discapacidad, problemas de salud, enfermedades crónicas, etcétera. El cuidado propiamente dicho expresa entonces una atención personal, sostenida e intensa a favor del bienestar del otro y/o personal en singulares ordenamientos sociales y materiales en los que intervienen activa y subrepticiamente niñas y niños, contribuyendo a la resolución de la vida, lo cual amplía los límites de la reproducción social.
Podemos demostrar, por tanto, que niñas y niños son agentes sociales y morales plenos, lo que acentúa su agencia en el sostenimiento y reparación de su entorno (Tronto, 1987), a partir de diversas prácticas, relaciones y entramados de trabajo, condición que históricamente se les ha negado.
A la par, el rechazo de la infancia trabajadora, como frente discursivo y como conjunto de acciones y regulaciones proteccionistas, produce formas de agencia infantil situadas (Fatyass, 2021). Es decir, la mirada caritativa y proteccionista que busca en particular salvar y sacar de la calle a la «infancia pobre» negando su condición de trabajadores, provoca al mismo tiempo intercambios y atenciones especiales sobre niñas y niños que ellas y ellos usan (pre-reflexivamente) y negocian en su vida cotidiana.
En otras palabras, niñas y niños que trabajan extienden y sostienen su inscripción territorial y social mediante vínculos e intercambios con otros adultos, con sus pares y con determinadas instituciones. Lazos que posibilitan que ellas y ellos modifiquen su volumen y estructura de capital para ir resolviendo sus condiciones de existencia desiguales, sin que esto sea un mero cálculo instrumental (Fatyass, 2022), más bien se trata de maneras de hacer cotidianas (De Certeau, 2000).
En este marco, nuestros registros etnográficos propios de investigaciones antecedentes((Cabe señalar que los registros de campo son incorporados para ilustrar y complejizar las reflexiones desde la triangulación metodológica; los mismos forman parte de un proceso de investigación sociológica doctoral, avalado por la Universidad Nacional de Villa María y financiado por CONICET, entre 2016 y 2021.)) nos permiten reponer algunas modalidades de trabajo infantil que complejizan los tratamientos de las violencias y la desigualdad que sufren niñas y niños, sin negarlos. Ponemos la lente en las experiencias cotidianas, hechas cuerpo en estas infancias. Particularmente, enfocamos en algunas acciones y relaciones de niños entre 9 y 11 años que habitaban territorios empobrecidos y periféricos en una ciudad del interior de la provincia de Córdoba, como es Villa María, en Argentina. Para ello, utilizamos algunas narrativas empíricas y nombres de fantasía u otras referencias para resguardar las identidades personales, lo que no modifica la reflexión de este ensayo.
«Matías», por ejemplo, vivía en condiciones de pobreza en un barrio popular de Córdoba y había tenido una trayectoria poco «exitosa» en su paso por la escuela desde la mirada de los agentes pedagógicos, que muchas veces lo sentenciaban como un niño que no lograba aprender. «Matías» iba quedando atrapado en esa condición construida.
En cambio, él solía tener una posición activa, por fuera de la escuela. Acostumbraba a conseguir recursos en especial alimentos, pidiendo en la calle, en los negocios y/o en casas particulares de su vecindario. Solía hablar poco, sin embargo, todos parecían conocer quién era este niño, qué hacía «ahí», cómo dirigirse a él. Si bien «Matías» no construía explícitamente encuentros afectivos con los adultos del barrio que le bridaban recursos, acumulaba un capital social y simbólico por su propia biografía social y recibía cuidados especiales en las transacciones. Circulaban entonces miradas morales sobre cómo actuar sobre este niño y cómo él se vinculaba con los demás: su presentación no fielmente elaborada como «niño pobre» habilitaba una socorro material y moralista al mismo tiempo que «Matías» reunía y utilizaba de manera cotidiana y sin premeditación.
De manera similar, su hermano, unos años menor, solía permanecer tiempo en la esquina de un semáforo cercano a su hogar, lindante a una avenida muy transitada en la ciudad de Villa María. Él no ofrecía limpiar los vidrios de los automóviles, simplemente se acercaba a ellos y haciendo un gesto con la mano que simula la forma de una moneda, generalmente sin hablar, pedía dinero a los transeúntes que se consternaban con esa presencia indeseable, lo compensaban y seguían su marcha. Cuando no recibía atenciones no se manifestaba afligido, solía quedarse jugando con una pelota que llevaba al lugar, o conversando con otros chicos que en ocasiones lo acompañaban.
Si bien nos movilizan estas imágenes, buscamos darles movimiento conectando estas experiencias con las violencias y desigualdades que las circunscriben, pero no las determinan de una vez y para siempre. En particular, nos preguntamos a qué violencias se exponía el hermano menor de «Matías» al permanecer largas horas parado en esa esquina; cómo era visto por el resto de los habitantes de la ciudad que comenzaban a etiquetarlo como un «pobre niño»; qué sintió este niño las veces que la policía se interpuso en su rutina y le dijo que no podía permanecer allí e indagó por dónde estaban sus «padres»; por qué él insistía en decirnos cuando lo encontrábamos que había ido a la escuela cuando en realidad había faltado, aunque le gustaba dibujar y en general lograba desenvolverse bien en algunas tareas escolares; a qué reciprocidades y negociaciones se exponía cuando sostenía algunas transacciones con los adultos que lo veían en la calle, solo. Nos preguntamos además por qué los itinerarios de «Matías» al interior del barrio, no tan cercanos a la óptica de la ciudad, parecen generar menos intervenciones sociales y estatales.
La resolución económica y las experiencias de estos niños se teje cercana a las relaciones íntimas y a la movilización afectiva que la niñez imprime en las relaciones sociales, mientras se complejizan los modos de regulación social y estatal. La precariedad de la vida (Lorey, 2016) de estos niños, no puede ser leída sin incluir sus propias experiencias y formas de agencia (Szulc, 2019).
Asimismo, podemos indicar que la sacralización de la infancia (Zelizer 2009) está unida particularmente a su productividad. La «presentación de sí como pobre» por parte de niñas y niños, como forma de usar las jerarquías sociales y las desigualdades a su favor (Llobet, 2019), es un efecto provocado en las prácticas de intervención caritativas.
Por tanto, niñas y niños producen valor social, es decir, establecen vínculos con otros y movilizan capitales (no solo económicos) desde heterogéneas experiencias para lograr su reproducción social en contextos de violencia, vulneración y desigualdad.
Conjuntamente, señalamos que el trabajo infantil, entendido no sólo en términos de supervivencia económica, se conecta con otros aspectos como los afectivos, los recreativos y los de socialización que son diferencialmente procesados según posiciones de clase, etnicidad, generación y género, entre otras adscripciones que se ponen en juego desde el análisis interseccional.
En nuestros registros, los itinerarios infantiles para salir a pedir recursos en el vecindario, en las instituciones o en las esquinas de los semáforos cercanos a sus viviendas, se cruzan con otras actividades que acostumbran realizar niñas y niños, tales como: ir a la escuela, jugar con amigos y amigas, formar parte de espacios socio-comunitarios y cuidar de otros, de menos edad, en el grupo familiar y/o de pares. Los niños y niñas que trabajan despliegan entonces múltiples itinerarios en sus experiencias sociales, no representan una imagen fija.
En esta dirección, desde nuestras investigaciones localizadas en contextos urbanos podemos mencionar a otro grupo de niños que se dedicaba con cierta sistematicidad a cuidar autos en el cementerio municipal que forma parte de otro vecindario empobrecido en Villa María. Estos niños producían formas de valor e intercambio entre grupos configurando una particular economía doméstica (Thompson, 1981): al conseguir dinero en ocasiones lograban comprar zapatillas y consumir alguna gaseosa de su preferencia. Ellos excepcionalmente contribuían con la canasta familiar, pues sus derroteros de trabajo se sostenían mayoritariamente al margen de los arreglos familiares.
El trabajo desarrollado por estos niños, en las tardes, por fuera del horario escolar, involucraba una particular manera de transitar la condición infantil y la vida en el territorio. Asistían a la escuela, algunos presentaban dificultades en el aprendizaje, en tanto que otros no. Estos niños cuidaban autos a cambio de propina, sin salir del propio barrio y sin la dirección explícita de los padres y madres quienes en parte desconocían de esta rutina infantil. Solían interactuar de manera sostenida con los adultos que concurrían a este escenario, visitantes, ajenos al barrio. Los niños ofrecían su servicio, decían contribuir al orden del lugar, mientras compartían tiempo, conversaciones, juegos y recursos entre amigos.
Aquí, las esferas del ocio y la resolución económica se entrecruzaban ya que los propios niños combinaban en sus experiencias «cuidar autos» y «pasarla bien», afirmando que el cementerio era como «una fiesta…hay un hombre que vende pochoclo, es lindo, no es como hacer otras cosas…nos cuidamos entre todos», en palabras de uno los protagonistas, con 11 años.
En efecto, no necesariamente estas prácticas productivas los exponían a situaciones de violencia, como sentencia el discurso público sobre la infancia que trabaja, aunque no pueden entenderse por fuera de las trayectorias desiguales de estos sujetos, desde una mirada comparativa con otras infancias posibles.
Contra la imagen de un «pobre niño», desbastado, incluso corporalmente en su condición de trabajador, que provoca contemplaciones y acciones coyunturales de «salvación», buscamos indicar la multiplicidad creadora de niñas y niños y las desigualdades estructurales que moldean a esta experiencia, sin limitarla.
Ampliar la imagen de sufrimiento de la infancia trabajadora, apuesta a no fijar lo social (Latour, 2008) y a rastrear, situacionalmente, cómo niñas y niños sostienen extensas prácticas productivas en sus contextos sociales y cómo procesan los sentimientos morales y los modos de gestión (sociales, estatales e institucionales) que recaen sobre ellas y ellos. Entonces, no debemos perder de vista quiénes son los niños que trabajan; cuáles son sus vivencias; en qué contexto transcurren; cómo se entretejen desde múltiples dimensiones las violencias y desigualdades.
En esta línea de pensamiento, existen estudios proclives a posturas más regulacionistas acerca del trabajo infantil y movimientos sociales que convocan a pensar estas cuestiones en conexión con las experiencias de niñas y niños trabajadores, organizados y comprometidos políticamente (Morales y Magistris, 2018); discusiones que giran sobre las aportaciones del trabajo de niñas y niños a la autonomía infantil, al aprendizaje y al sostenimiento de la vida (Palomo 2008; Padwer, 2010), así como reconocen el carácter político de ellas y ellos en la disputa y reconfiguración de sus derechos.
En definitiva, niñas y niños atraviesan diversas situaciones de violencia y opresión que se encuentran unidas a procesos de desigualdad estructural, no obstante, estos entramados adquieren plasticidad y sentidos ambivalentes desde las propias vivencias, miradas e interacciones que ellas y ellos sostienen entre sí, con otros y en su entorno.
“Esta semana, en esta escuela, en el aula, hay un niño disperso, triste, en el rincón del patio, solo, sin jugar…”
Esta escena nos permite problematizar sentidos acerca de qué vemos cuándo miramos a la infancia en la escuela y cómo actuamos ante estas situaciones en las que están involucradas las niñas y los niños, sus experiencias, sus constituciones subjetivas y sus condiciones objetivas de vida.
Sabido es que la escuela es una de las instituciones con mayor poder de convocar y alojar a niños, niñas, jóvenes y adultos en nuestro país. Constituye un espacio físico y simbólico en el que se dan distintas relaciones y modos de vinculación entre los actores que conforman la comunidad educativa.
Algunas de estas interacciones se enmarcan en una de las formas de violencia, la violencia simbólica, concepto acuñado por Bourdieu y Passeron (1996), en la que situaciones vinculadas a estilos de vestimenta, modos de actuar, entre otras expresiones o acciones, tienen un efecto de dominar, imponer, subestimar y menospreciar al otro por su condición social, de género, étnica, entre otras adscripciones que van configurando las diferencias (Mintz, 2008). La violencia simbólica constituye una propiedad relacional con características específicas, poco evidentes, que no se cristalizan en conductas observables o rasgos fácilmente perceptibles (Adduci, 2021). Las interacciones moldeadas por la violencia simbólica generan desigualdades en los modos de habitar la escuela, provocando estigmatizaciones y miedo a ser rechazado y excluido.
Basta con observar esos rostros infantiles para darnos cuenta de que algo no anda bien, que hay una sensibilidad que habla por sí misma, una emoción que a veces no encuentra el modo de ser expresada; una vivencia que porta un sentimiento de angustia, abandono y dolor. Ese niño o niña que está disperso, triste, sin jugar, nos interpela y convoca a problematizar los modos de ser niñas y niños, (Ibarra y Vergara del Solar, 2017), esto es, cómo ellas y ellos habitan la infancia y recorren, soportan y permanecen en la escuela.
Esa fotografía inicial nos permite desanclar maneras estereotipadas que aún persisten acerca de las experiencias infantiles y comprenderlas desde múltiples aristas. Se trata de desarmar y develar qué hay detrás de ella y cómo esa cartografía sobre un “niño solo” y hostigado adquiere diversos sentidos desde las perspectivas de las niñas y los niños que la atraviesan, resisten y tramitan a su forma.
Esto significa posicionarnos desde las experiencias de los niños y niñas y desde allí imprimir movimiento al pensamiento para comprender qué sucede con las infancias escolares. El desafío es detenernos y preguntarnos de qué modo nos interroga esa imagen de la niña y el niño disperso, triste, solo, sin jugar, en el rincón del patio. Buscamos poner en tensión situaciones que se naturalizan acerca de las maneras de estar en la escuela según comportamientos esperables, deseables, indeseables sobre el oficio de aprender y vincularse, que muchas veces son instituidos por los adultos y por los propios pares. Estas situaciones se enmarcan en relaciones de poder establecidas por la institución escolar mediante un sistema de clasificaciones, etiquetamientos y jerarquizaciones que acontecen en el escenario educativo vinculadas, por ejemplo, a «buenos y malos alumnos, inteligentes y lentos» (Campelo y Lerner, 2014).
En efecto, como institución específica para la infancia la escuela estableció al «niño alumno» como aquel que debía formar y educar desde una apuesta vinculada con la construcción de una ciudadanía; paradójicamente ese mismo discurso asociaba (y aún lo hace) a ciertas niñas y niños al déficit o a la carencia, a un lugar de subordinación, dependencia, inmadurez e incompletud. En este sentido, el abordaje de Bustelo Graffigna (2012) permite advertir que el colectivo infancia «expresa el lugar que en la cultura tienen las nuevas generaciones respecto a los adultos» (Bustelo Graffigna, 2012, p. 289). Así, la escuela ha contribuido a instalar la asimetría adultocéntrica como un rasgo central en la posición estructural y en las vivencias de niñas y niños.
Frente a esto, es necesario realizar una pausa y visualizar qué se moviliza en este entramado de relaciones sociales, en particular, en los modos de construir vínculos en las experiencias escolares (Campelo y Lerner, 2014; Conde, 2017; Conde y Muñoz de Toro, 2020).
Desarmando la imagen, podría suponerse que la escuela resulta poco atractiva para la experiencia de este niño o niña disperso y triste, en el rincón del patio, solo, sin jugar, que desde ese lugar tampoco logra sostener un vínculo con el aprendizaje. Sin embargo, esta imagen no permanece fija, lo cual implicaría un modo de justificar esta descripción, de manera estática, lineal, sencilla, sin posibilidad de comprenderla en contexto.
Ahondando en ello, podría allanarse el camino si nos detenemos en las formas infantiles y cotidianas de habitar la escuela (Rockwell, 2006), capaces de conferir otros significados e imprimir novedad en ese contexto interaccional, a partir de la configuración de heterogéneas relaciones que se dan en la escuela (y por fuera de ella), en el aula, entre pares, entre niños, niñas y adultos. El aspecto nodal que se juega aquí es que los niños y las niñas están en la escuela, se apropian de ella, con diferentes intensidades y modalidades, incluso rechazando aquello que se espera que ellos hagan en este espacio.
Por tanto, en el aula, en el recreo, al ingreso de la escuela, a la salida se suceden lazos y acciones que complejizan la cartografía escolar. En ocasiones, dentro de ella, los actores vivencian experiencias de estigmatización, hostigamiento y bullyng que dejan al desnudo relaciones de desigualdad. Los apodos ofensivos, la imposibilidad de respetar al otro, el mal trato hacia el otro, el acoso entre pares, la discriminación por la identidad sexual u otra, el abuso, forman parte de las escenas escolares que viven los niños y las niñas; esto condiciona los modos de estar la escuela, convivir, vincularse, aprender, divertirse, compartir y jugar. No obstante, subrayamos que más allá de los obstáculos, los niños y las niñas nos muestran su capacidad de agenciamiento en contextos que se les presentan adversos.
Volvemos a nuestros registros de campo en pos de ilustrar, situar y profundizar estas reflexiones. Nos centramos en emergentes de un proyecto de intervención/extensión en clave de educación popular que se sostuvo por cuatro años en una escuela periférica de Villa María en la provincia de Córdoba, a la que asistían niños y niñas de clases populares. Para enfocar en el hostigamiento y, al mismo tiempo, en las posibilidades de agencia infantil, recordamos a «Celia», sus interacciones, modos de vincularse con lo escolar, con los niños y niñas y con las docentes, así como mencionamos sus condiciones de existencia materiales.
«Celia» tenía 10 años y era una niña solitaria y callada. Solía llegar a la escuela con el pelo enredado o corto cuando su madre la castigaba por su comportamiento en el hogar. Muchas veces faltaba. Tenía ojos oscuros, piel morena y usualmente no portaba el delantal, lo que molestaba intensamente a las docentes quienes además solían señalarla como una niña con «problemas de aprendizaje», quien supuestamente no deseaba aprender. Ella expresaba disgusto con lo escolar. Esto se manifestaba en algunos signos de su cuerpo como estar encorvada, incómoda y distante, lo que la llevaba incluso a escaparse del aula.
En general, sus intentos de escape eran combatidos por los demás que la delataban frente a los directivos: le recordaban no solo una supuesta incapacidad cognitiva, sino un lugar de clase repudiable asociado con la «carencia» y la «negritud» de «Celia». Así, sus compañeros y compañeras solían marcarle que ella no era capaz de aprender porque no tenía muchos útiles escolares e incluso asociaban sus supuestas limitaciones con sus condiciones materiales de existencia. Los niños y niñas solían cargar a «Celia» por no tener «calefón» para calentar el agua en su vivienda o la molestaban haciendo referencia a su aspecto corporal. Remarcaban peyorativamente que ella tenía la piel muy oscura, aunque no necesariamente su tez era diferente a la de los demás, pero si en otros esto pasaba inadvertido, en «Celia» se convertía en una marca evidente que servía para distinguirla como inferior.
Desde estos relatos buscamos otorgar relieve a la imagen de partida: una niña o niño solo en la escuela. «Celia» está sola, sin jugar, pero permanece en el conflicto, en sus intentos de escape. Ahora bien, a partir de este emergente se hace difícil pensar que una niña o niño pueda sentirse incluido en un contexto que se le presenta extraño, hostil y donde quizá no encuentra el modo de expresar, hablar, contar y cambiar la situación que está viviendo o que ha vivido. Se trata de experiencias que están a la espera de encontrar una mirada de un par, un referente adulto, un otro, que le reconozca como tal, con capacidad de empatía y brindando confianza. Son experiencias silenciadas, que necesitan ser contadas, porque vulneran su identidad, su dignidad, generan malestar y angustia, dejan huellas a veces visibles y otras, no.
Así, cuando «Celia» encontraba una mirada atenta sobre ella, algunas de sus disposiciones a estar en la escuela cambiaban. Como mencionamos, en esta escuela se sostuvo un proyecto de extensión universitario desde una propuesta educativa que intentaba conectar el conocimiento con el disfrute y la imaginación, para desarmar los espacios, tiempos y ciertos vínculos escolares. Ella solía hablar con quiénes sostuvimos la intervención, se mostraba afectuosa cuando la animábamos en las tareas. Si bien, no podía reconocer las letras ni armar palabras más allá de su nombre, se sentía convocada para las labores manuales como pintar y desde allí se iba animando a revincularse con lo escolar.
En este encuadre nos interesa recuperar los aportes de Kaplan (2016) en tanto se aproximan a la experiencia subjetiva de alumnos que transitan situaciones de humillación con dolor, angustia y la expresan «no solamente en lo que dicen o silencian (actos del lenguaje), sino que también en los signos corporales producto de los mecanismos y relaciones sociales de dominación simbólica» (Kaplan, 2016, p. 23). En este sentido, el estigma se muestra como una condición relacional que refiere a una cualidad que desvaloriza, menosprecia al otro, agresiones que advierten sobre relaciones desiguales y asimétricas en y entre los grupos. Así, los modos de nombrar no son meras descripciones, neutras, sino que adquieren sentido en el contexto de interacción, son «un acto de lenguaje con eficacia simbólica» (Adduci, 2021, p. 242). Por tal, constituyen un ámbito en disputa entre los actores sociales y sus modos de percibir y actuar.
En dichos procesos intervienen quienes acosan e imponen dominio y poder; quienes son acosados, y quienes son espectadores y presencian las situaciones; quienes ejercen presión y sometimiento (Campelo y Lerner, 2014; Noel, 2009). No obstante, estos lugares no son estancos, no permanecen estables y están unidos a relaciones estructurales de larga duración. Volviendo a las anteriores descripciones, los niños y niñas que descalificaban el color de piel y la pobreza de «Celia» también portaban similares condiciones, sin embargo, ponían en juego disposicionalmente oposiciones y distinciones, para ser reconocidos y valorados en la escuela, en distancia de otros.
Intentamos señalar entonces que la violencia escolar y el acoso entre pares materializa el lugar subalterno de la infancia en la sociedad y las maneras en que niñas y niños actualizan sentidos adultocéntricos y sociocéntricos (Grignon y Passeron, 1991) que practican en sus propias interacciones. La escuela misma compromete un sistema de clasificaciones, etiquetamientos y jerarquías que los propios niños usan, negocian y resignifican. Estas situaciones no dejan de tener efectos en la constitución de las subjetividades y en los modos en que se establecen las interrelaciones (Adduci, 2021), aunque pueden variar.
Desde esta perspectiva relacional centrada en las relaciones de poder intergeneracionales, las explicaciones comienzan a alejarse de enfoques centrados en la patologización de los sujetos involucrados (culpables vs. víctimas), encuadres que no se detienen en las desigualdades y en los entramados sociales que estructuran el conflicto. Es decir, no es posible atribuir las situaciones de violencia de modo exclusivo y aislado, como si los sujetos per se fueran portadores de cualidades para ser normados como víctimas, victimarios y acosados.
Nuestro posicionamiento acerca de las violencias, las desigualdades y las experiencias infantiles demanda conectar las construcciones vinculares en la escuela con las características subjetivas y objetivas de los sujetos y el contexto en el que ocurren (Campelo y Lerner, 2014). De este modo, intentamos señalar otras formas para comprender las complejas situaciones que irrumpen en el escenario escolar, desde un enfoque más integral.
Surgen interrogantes más que certezas al respecto: de qué modo esas imágenes de niños y niñas desamparados, vulnerados y violentados nos interpelan a los adultos y a los agentes del Estado; cuál es el posicionamiento que asumimos ante estas imágenes; qué posibilitan y qué obstruyen; cómo construir otras alternativas y desde dónde; desde qué lugar los discursos adultocéntricos aún latentes en el paradigma integral de derechos de los niños, niñas y adolescentes invisibilizan la multiplicidad de las experiencias de las niñeces. Aún más, de qué modo se constituyen las experiencias infantiles en un contexto de desvinculación. Para trazar respuestas posibles resulta necesario no perder de vista todo lo que «Celia» padece en la escuela y todo lo que hace para seguir estando.
En suma, las experiencias infantiles ponen en evidencia situaciones de exclusión, desigualdad y desvinculación que se alejan de las expectativas adultas acerca de la inclusión, la igualdad y la construcción de una ciudadanía. A la par, permiten debatir el lugar de las instituciones, actores y organismos para desandar y posibilitar nuevos modos de intervención, acción y cuidado de las infancias.
Hemos de renovar una mirada adulta con capacidad de observar, dialogar, realizar una escucha activa, sin juzgar, sin revictimizar. Esta situación requiere de desplazamientos y corrimientos de posturas adultocéntricas desde las que se han delimitado los aspectos normativos de los Derechos del Niño para propiciar un encuadre que dé lugar a las voces, expresiones, vivencias y sentimientos de las niñas y los niños.
Conclusiones. Más allá de la frontera: Contra la imagen de un niño pobre y solo
Nos interesa recuperar qué comparten y en qué se distancian las figuras, ahora entendidas como nodo de relaciones, del «niño trabajador», en la calle, que recorre el barrio, y del «niño en la escuela», solo, a veces hostigado por pares y adultos, que no logra aprender. Ambas nos movilizan, sin embargo, intentamos no quedar presas en esa conmoción. Como posición teórica y política notamos que estas imágenes adquieren diversos sentidos desde las propias experiencias infantiles situadas, no por ello estancas.
Cierta analogía con la literatura argentina nos llama a pensar: «un cronopio es un dibujo fuera del margen». Entonces, cómo las experiencias de las niñas y los niños que conocemos y cuyas trayectorias hemos presentado, aún de manera sucinta, desbordan sentidos comunes, están fuera de serie respecto a la pretendida institución de la infancia (Qvortrup et al., 2009); cómo estas vivencias conectan las violencias coyunturales con procesos estructurales de desigualdad de larga data, y a la par permiten mapear procesos de agencia infantil que cuestionan las expectativas de control y protección social de las niñeces hasta ahora conocidas.
«Matías» iba a la escuela y no era bien recibido por las docentes, incluso era maltratado por sus pares y por los propios agentes pedagógicos que lo descalificaban como sujeto de conocimiento; quienes desconocían todo lo que podía «Matías» fuera de esta institución. «Matías» estaba triste en la escuela, con sus 11 años aún no lograba aprender a leer y escribir, sin embargo, no permanecía inmóvil en esa escena, se hacía notar, solía responder y enfrentarse con sus pares que lo hostigaban, sin tener una conducta ejemplar esperada por los adultos. «Celia», desde otra territorialidad, tampoco estaba alfabetizada y tenía vínculos conflictivos con sus pares, por ello muchas veces ingeniaba formas de escape para desmarcarse del estigma.
Por su parte, el hermano de «Matías» estaba solo en la esquina del semáforo cercano a su casa que lo exponía a la mirada de la ciudad; a veces faltaba a la escuela, si bien no le costaban los quehaceres escolares, se mostraba seguro y solía tejer buenos lazos con sus pares.
Los niños que cuidaban autos en el cementerio no se ausentaban de la escuela ubicada en otro barrio periférico de Villa María. De igual modo, no todos encontraban en ella algo convocante para hacer. A la par, estos niños que cuidaban automóviles a cambio de propina iban resolviendo sus condiciones de existencia desde un particular trabajo relacional (Zelizer, 2009) y colectivo que disfrutaban como «grupo de chicos», desde su condición de clase y género.
Las relaciones vinculares desiguales en la escuela o por fuera de ella permiten leer las coordenadas de estas experiencias. Todos estaban allí intentando lograr su reproducción e integración social. Ellos iban y venían entre la casa, la calle y la escuela. A la par, cuestionaban, sin necesariamente pronunciarlo, usaban y resituaban las miradas y prácticas adultas, abriendo un campo de posibilidades para definir-se y actuar.
No negamos desde un progresismo académico las condiciones de subalternidad de estas infancias, más bien buscamos seguir discutiendo cómo las experiencias de niñas y niños otorgan movimiento a los relatos de victimización en los que muchas veces son colocados.
Buscamos salir del espectáculo del otro (Hall, 2010), de la imagen inmóvil del «niño en la calle y solo en la escuela», para escapar por fin a las políticas de compasión que ocultan no solo la estructura de poder intergeneracional sino las propias lógicas de agencia infantil, a favor de continuar examinando las políticas de la desigualdad (Fassin, 2016) y las vivencias infantiles en contexto.
Las desigualdades se borran cuando solo hablamos de exclusión, de casos especiales, dispersos, y esperamos que la contención actúe sobre la escenificación de estos «pobres niños». Las violencias se comprenden mejor cuando las miramos cercanas a las experiencias infantiles, múltiples y desiguales.
Junto con las nociones de violencia y desigualdad, en este ensayo advertimos sobre lo mucho que las niñas y los niños hacen para seguir existiendo en entramados de relaciones locales y estructurales. Ahora, ¿qué vamos a hacer nosotros?
Ante dichas imágenes y a partir de nuestras vivencias y sensaciones, hemos de implicarnos y asumir un posicionamiento que permita interrogarnos si priorizamos refugiarnos en el asombro, inquietud, nostalgia, sensación de peligrosidad y compasión. O, si, por el contrario, le imprimimos dinamismo a dichas fotografías desde las propias experiencias infantiles y según relaciones intergeneracionales, apostando a sostener intervenciones críticas y situadas.
Para ello, uno de los irrenunciables es interpelar nuestras pautas interiorizadas y modelos socialmente aceptados sobre lo que la infancia «debe ser», evitando formas abusivas de manipulación, control, malos tratos y desvalorización de las niñas y los niños. En este sentido, se trata de reconocer limitaciones, desnaturalizar situaciones y desentramar aspectos subjetivos vinculados a nuestras biografías y recorridos.
Se trata de producir rupturas con perspectivas lineales y estáticas, habilitar andamiajes que permitan reconfigurar imágenes más extensas, cambiantes y novedosas acerca de las prácticas infantiles y sus entramados sociales e institucionales. De este modo, será posible reconocer las agencias de niñas y niños, sin perder de vista su contexto, protagonismo, voz y voto.
No es una utopía darnos la oportunidad de recrear y probar otras tramas donde actuar bajo estas premisas. Podemos comenzar tomando distancia y descentrarnos del «rol hegemónico» de adultos, para producir nuevas condiciones sociales de vinculación, filiación y visibilizar otros recorridos e itinerarios en torno a las experiencias y agencias infantiles. Además, recrear los escenarios sociales e instruccionales que demandan fundamentalmente otros abordajes estatales en el gobierno de la infancia (Llobet, 2014), incluyendo las perspectivas y las vivencias de niñas y niños, incluso aquellas que nos incomodan y nos cuestionan. Esta tarea requiere capacidad de escucha activa y empatía con el otro. La apuesta es implicarnos, habilitar otras formas de reconocer, conocer y acompañar las trayectorias de niñas y niños, en donde quepan muchas infancias posibles, menos desiguales.
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